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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XXIV T.ORDINARIO (ciclo B). 15 de septiembre de 2024

Is 50,5-9: Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?

Sal 114: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

St 2,14-18: Yo, por las obras, te probaré mi fe.

Mc 8,27-35: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.

               El paso que se introduce en un tramo oscuro y tortuoso, donde el nublado del cielo impide que el sol aparezca a sus anchas se hallará aún más perturbado si no encuentra alguien con quien compartir sus inquietudes. El sufrimiento se agrava con la sensación de soledad.

               El profeta Isaías nos habla de un justo sufriente, un personaje misterioso que la fe cristiana identifica con Cristo. El trance por el que tiene que pasar es terrible. Sin embargo, la soledad no le impondrá mayor peso, porque, antes de afrontar la hostilidad de quienes quieren hacerle daño, Dios se ha adelantado dándole entendimiento: “El Señor me abrió el oído”. No lo va a privar de su lucha con sus sinsabores, le va a aguzar el oído, le va a regalar una sabiduría que le permitirá saber que Dios está con él y que su presencia es superior a cualquier amenaza y agresión. Por eso, repite dos veces en el texto: “El Señor me ayuda”; la última mostrando a los demás el auxilio divino: “Mirad, el Señor me ayuda”. Por el oído llega la fe.

               El Maestro pide a sus discípulos que le comenten lo que le han escuchado a la gente sobre Él. La opinión de los otros muestra hasta qué punto han conocido, hasta dónde llega la fe en Jesús. La perspectiva de los demás enriquece, pero hay experiencias que solo se pueden vivir personalmente. Jesús les pregunta a sus discípulos sobre lo que ellos mismos piensan sobre Él. No solo lo han escuchado y visto su modo de actuar, sino que han vivido y viven a su lado. Su escuchar ha debido crecer mucho con ese acompañarlo y hacerse preguntas acerca de quién es. Pedro responde enseguida, identificándolo con el Mesías.

               Sin embargo, todavía no conocen por completo a Cristo. Han de escucharlo en el drama del desprecio y de la cruz, a lo que Pedro se resiste. Su oído no se ha hecho a la condición del Dios hecho carne y, por tanto, su fe no ha crecido lo suficiente para no escandalizarse con la entrega del Hijo de Dios. Jesús reprende muy duramente a Pedro, de modo proporcionado a la dureza de su oído para aprender a escuchar y dejarse enseñar.

La escucha engendra la fe y la fe las obras. Un actuar descuidado delata una fe mediocre; la fe bien fundamentada lleva a una vida coherente con el Evangelio. Jesucristo, con el oído atento al Padre y a los hombres, se deja conducir por el Espíritu hasta la máxima obediencia. Su actuar provoca la salvación y se une al sufrimiento de toda persona, para que nadie quede abandonado en el momento del peligro, la tentación, la angustia. En el diálogo con Cristo crucificado y resucitado se integra el sentido del sufrimiento y de la aspereza de la vida, y podremos sabernos acompañados siempre por Él. El trance árido, rudo, doloroso será camino para que Dios abra nuestro oído y aumente nuestra fe y, de ahí, mejores en nuestras obras. 

DOMINGO XXIII DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 8 de septiembre de 2024

Is 35,4-7a: “Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona”.

Sal 145: Alaba, alma mía, al Señor.

St 2,1-5: No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo.

Mc 7,31-37: «Effetá», esto es: «Ábrete».

 

Va de paso el Maestro de camino hacia su tierra, Galilea, y en cierto lugar le presenta a un hombre sordomudo. Él lo cura y la gente proclama el milagro alabando a Jesús, aunque Él les pide que guarden silencio. Puede resumirse en pocas palabras la esencia del episodio. Si vamos a los detalles encontraremos más sustancia.

               Podríamos hablar de los personajes que intervienen. Por un lado Jesús, por otro el hombre sordomudo y el gentío. El Maestro se ha ganado la fama de taumaturgo, capaz de enderezar situaciones torcidas, de curar a los enfermos. No suele ir directamente a los enfermos, sino que los llevan a Él, se los presentan, como a este hombre con una importante discapacidad, el segundo de los protagonistas. En él todo es recibir o dejarse hacer: lo llevan al Maestro, él lo aparta de la gente, hace con él un extraño rito sobre sus oídos y su lengua y es curado. Es también el máximo beneficiado de la acción de Jesús. El tercer personaje es grupal: la gente. Son los que intervienen como intercesores para acercar a Jesús a la persona que necesita su intervención y los que acaban admirando lo sucedido y proclamándolo, a pesar del deseo de Jesús de que no se sepa. Su papel de mediación es fundamental, pero Jesús, para curar al hombre sordomudo, lo aparta de ellos y se queda a solas con él, para devolverlo de nuevo a la comunidad. Es grupo de personas cuida de los suyos, acerca a Dios; sin embargo, no debe impedir el encuentro personal con el Hijo de Dios para que se produzca la sanación en una relación personal de tú a tú. Por último hay otros dos personajes de los que no se habla directamente, sino cuya presencia la revela Jesús por sus gestos: cuando mira al cielo, alusión al Padre, cuando suspira, remitiendo al Espíritu, como sucede en la Creación el ser humano, según el relato del Génesis. Esta curación es un acto de recreación, en relación estrechísima con la creación del ser humano por Dios, cuando le dio forma de tierra del suelo, lo humedeció con su Espíritu y le insufló un aliento vital. Jesús realiza visiblemente la misericordia del Padre, que no se olvida de sus hijos.

               Por eso, la presencia de Jesús en nuestras vidas, que viene anticipada proféticamente en lo que describe el profeta Isaías como una realidad regeneradora, la ofrece al corazón fe y esperanza, que lo fortalece para que no sea cobarde, sino confiando en Dios. Por otra parte, el cuidado de unos a otros, rechazado cuando existen favoritismos por motivos económicos como denuncia Santiago en su carta, acerca también a Dios, nos revela esta misma ternura divina en los hermanos, por lo que ejercemos de curadores, al modo de Jesús, por el mismo Espíritu que habita en nosotros y que nos lleva a la caridad fraterna y que, por medio de nuestras acciones fraternas, el mundo entero dé gloria a Dios. 

DOMINGO XXII DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 1 de septiembre de 2024

Dt 4,1-2.6-8: Escucha los mandatos y decretos que yo os enseño.

Sal 14: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

St 1, 17-18. 21b-22. 27: Poned en práctica la palabra y nos os contentéis con oírla.

Mc 7, 1-8a. 14-15. 21-23: Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.

 

Para que lo que se manda surta efecto hace falta quien obedezca bien. De parte de quien sale el mandato, ¿qué intenciones le mueven? Y ¿qué medios pone para que se cumpla lo mandado? La historia nos muestras numerosas y variadas, desde quien manda para servirse a sí mismo y a los suyos hasta quien busca el bien de todos y aun favoreciendo a los desprotegidos. Y el que obedece, ¿por qué lo hace? ¿qué busca con ello? ¿a qué está dispuesto a renunciar para cumplir con lo exigido. Otro elemento importante son los medios para que la ley se respete: el castigo anejo a la infracción, el miedo, la presión policial, la educación que enseña lo bueno para uno y para el bien común…

Moisés hablaba en nombre de Dios pidiendo que se escuchasen los mandatos y decretos de Dios para poder vivir como verdaderos propietarios en la Tierra de la promesa. Es interesante ese vínculo entre el cumplimiento y la posesión de la tierra. El pleno cumplimiento de la promesa pasa por la obediencia a la Palabra de Dios. Eso los hará sabios ante los otros pueblos y poderosos. El fundamento para obedecer es la confianza en su Dios y, por tanto, en su Palabra que busca el bien de la persona. Esa misma fe lleva a no adulterar la ley de Dios, ni añadiendo ni sustrayendo, respetando la Palabra de Dios y su espíritu, que para nosotros encuentra su sentido y referencia en Cristo.

El salmo une la cercanía a Dios con el cumplimiento de preceptos de justicia social. El amor al Señor y al prójimo vuelven a mostrarse unidos.  También la carta de Santiago de la segunda lectura lo hace y subraya que no basta con oír la palabra, sino que hay que cumplirla en el trato con los demás que él centra en la atención a dos de los grupos más desvalidos de su sociedad: huérfanos y viudas. El cuidado de ellos parece distanciarse de lo que sucede en el mundo, por eso no hay dejarse contaminar por los criterios mundanos, que forjan normas contrarias a los mandatos de Dios de amor al prójimo.

En el Evangelio Jesús contrapone el mandamiento de Dios a los preceptos humanos y las tradiciones de los hombres. Los segundos han de estar al servicio del primero. De lo contrario, se llega a tergiversar la voluntad de Dios, dando prioridad a leyes, escritas o no, que velan por el hombre y su relación con el Señor. En concreto, las leyes de pureza ritual y culinaria, creadas por los hombres para proteger las cosas sagradas, se convierten en obstáculos para el verdadero culto. No facilitan la libertad, sino que crea persona serviles, porque lo que se obedece no viene de Dios, sino solo de criterios humanos al margen de la voluntad divina. 

DOMINGO XXI T. ORDINARIO (ciclo B). 25 de agosto de 2024

Jos 24,1-2a.15-18: “Yo y mi casa serviremos al Señor”.

Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 5,21-32: Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.

Jn 6,60-69: “El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada”.

 

Josué quería dejar las cosas claras antes de que él, su familia y el Pueblo de Israel entraran en la tierra de la promesa: debían decidirse por qué dioses servir, que, en un modo amplio significaba escoger el tipo de vida que querrían tener. La relación con unos dioses provocaba una forma diferente de entender el mundo y de vivir.

Se plantean tres alternativas. Primero, el servicio a los dioses tradicionales, de sus antepasados, que ofrecen la seguridad de lo antiguo, de lo que siempre ha sido así, de lo que dio consistencia a la fe de los mayores y supone como una vuelta a los orígenes, rechazando, al menos en parte, la actualización a las nuevas circunstancias. Segundo, la asimilación de los dioses de los pueblos cananeos con los que van a convivir y que permitiría una integración más fácil con sus nuevos vecinos, aun a riesgo de perder su identidad. Tercero, el servicio del Señor que les ha sacado de la esclavitud de Egipto y los ha llevado hasta aquella tierra. Es un solo Dios, único y personal, no son dioses diversos, como en las otras dos opciones, un conjunto de divinidades genéricas con las que solo se puede tener una relación a distancia. Este es el Dios que los ha acompañado en su historia y que ha hecho para ellos signos prodigiosos, pero que también les ha hecho padecer hambre y sed en un largo camino por el desierto. El Dios del que han murmurado, con el que se han enfadado, ante quien se han arrepentido, el que los ha perdonado… un Señor vivo que les ha hecho crecer como pueblo y personalmente, que se interesa por cada uno, pero también les exige y se enfada con ellos y les pide cuenta de sus actos. Este Dios es mucho más exigente, porque los ama. Josué, su familia y todo el Pueblo de Israel escogieron al Señor, aunque la fidelidad a este Dios pasara por momentos dispares de cercanía y distancia, de reconocimiento y olvido hacia Él, que siempre se mantuvo fiel.

La antífona del salmo: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”, invita a decidirnos por el único Dios desde la experiencia de lo que ha hecho en nuestro pueblo en nosotros mismos, el gustar, para pasar después a la reflexión, el ver, que consolida lo experimentado.

Los judíos gustaron el pan multiplicado con el que comieron y Jesús entabló con ellos un diálogo, para que gustasen las maravillas de Dios, de liberación del pecado, de vida, en el pan de su carne y su sangre. La presencia de un Dios personal nos lleva a una relación en nuestra propia historia, donde la amabilidad de ciertos momentos se alterna con otros áridos, reconfortantes, oscuros… Y es cada uno de ellos Dios sale al encuentro como amigo, como alimento. Les pareció duro ese modo de hablar de Jesús a sus interlocutores. Un Dios que no nos interpele ni nos azuce para progresar es menos molesto; un Dios que no hace pensar, tampoco incordia. La consideración del cuerpo de Cristo, el gustad y ved de la Eucaristía, nos conduce a una relación con Dios muy estrecha y a una comprensión de nuestra vida de mayor hondura. Los más cercanos a Jesús, aunque seguramente desconcertados por su modo de hablar de esta carne y sangre suya como alimento, no lo abandonaron, aunque sí lo hicieran los demás. Hasta su muerte y resurrección y el envío del Espíritu no entendería; tal vez el gusto les mantuvo fieles hasta que pudieron ver, porque encontrarían en Jesús, como revela Pedro, palabras de vida eterna; un manjar de la mejor calidad que todos entienden en el paladar, aunque no se sepa a veces exactamente por qué. 

DOMINGO XX DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 18 de agosto de 2024

Prov 9,1-6: “Venid a comer mi pan”.

Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 5,15-20: Dejaos llenar del Espíritu.

Jn 6,51-58: “El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”.

 

Nos comemos el mundo a cucharadas. Para poder vivir necesitamos comernos la carne de las cosas; para ello cultivamos y criamos vegetales y animales. Su carne pasa a nuestro cuerpo y deja de ser lo que era para transformarse en carne propia. De este modo subsistimos.

               Los momentos de abundancia destacaban porque había carne para comer todos; al contrario los de escasez. La carne es un manjar de fiesta, espléndido. Para los días de festejos se reservaba el animal cebado, que se venía cuidando y alimentando durante todo el año.

Pero no se puede comer cualquier carne. Existen algunas restricciones a la hora de comer: no se debe ingerir nada que haga daño a nuestro organismo, tampoco, en general, a los animales que se alimentan de carne, ni a los animales que conviven en nuestro hogar. Mucho menos la carne de otros seres humanos.  

Desde el principio de su evangelio, san Juan introduce una expresión que vertebra todo su mensaje: “El Verbo se hizo carne”. El Hijo de Dios asume la condición de criatura humana, condición temporal, limitada, frágil, visibilizada en su carne. Los primeros teólogos vieron en ello un sentido: si Dios nos creó con esta carne, materia tan débil, era para que resplandeciera su gloria y no nos ensoberbeciéramos, para hacernos fuertes en la debilidad. Que el Verbo de Dios tomara la condición humana, la de la carne vulnerable, es muestra de su misericordia y de que quiere que la carne del hombre adquiera la fuerza divina, su misma gloria. Para ello, dispuso que lo hiciéramos comiendo, al modo como solemos hacerlo con los alimentos cotidianos que nos sustentan, pero con un superalimento que nos haga más de Dios, que provoque que el Espíritu nos transforme en la condición divina. Es la carne de Jesucristo glorificado, que encontramos en el pan y en el vino de la Eucaristía. Al contrario de lo que sucede con el resto de alimentos que, al tomarlos, comienzan a formar parte de nuestro cuerpo, al comer el Cuerpo de Cristo, nos hacemos más de Él.

               Las palabras de Jesús en este capítulo sexto del evangelista san Juan resultarían escandalosas para sus paisanos, incluso para lo más próximos. Hoy en día parecen tomarse como incomprensibles o irrelevantes. Si no se conoce a Jesucristo resucitado y el sentido de la condición humana, difícilmente podrá apreciarse el don de su Cuerpo y de su Sangre, y no se avanzará en el deseo de que Dios nos dé más que un pan de cada día meramente material. 

DOMINGO XIX DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 11 de agosto de 2024

1Re 19,4-8: “¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas”.

Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 4,30-5,2: Vivid en el amor como Cristo os amó.

Jn 6,41-51: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.

 

Hay que buscarle el sentido al pan. No era necesario como alimento, teniendo otros con los que nutrirse y, sin embargo, ocupó un lugar insustituible en la mesa. Si se pusieron tantos esfuerzos en que llegara al banquete con la siembra, el cultivo, la molienda, el amasado, la cocción… ¿basta con que lo comamos sin más, sin tener en cuenta, al menos con qué fin lo comemos?

            El pan llegó a Elías cuando sus fuerzas estaban completamente agotadas. El éxito con los sacerdotes y seguidores de Baal no le alimentó. Cumplió lo que el Señor le había pedido con un triunfo arrollador sobre el falso dios y sus secuaces, pero tuvo que salir huyendo para no ser asesinado por el rey y cayó exhausto. Entonces Dios le envió pan para cumplir con una nueva misión y culminar así su oficio de profeta. Tenía que atravesar el país de norte a sur y el camino era superior a sus fuerzas. Comió el ese pan inesperado que estaba unido a una tarea encomendada por el Señor. El pan le supo a perseverancia, a energías renovadas, a cumplimiento de la voluntad de Dios. Tenía más sentido vivir que morir, porque Dios se lo pedía, un esfuerzo añadido a los muchos que ya había hecho; así es que comió. Aquel pan tenía un sentido.

            No quería el Maestro que quienes habían participado del banquete de la multiplicación dejasen al pan tomado sin sentido. El pan recibido milagrosamente y comido tenía que suscitar preguntas. El mismo Señor Jesús se presenta como pan que interroga a quienes lo siguen, aunque estos se quedan el preguntas y respuestas con prejuicios que les impiden ir más allá.

            Entre los que gestionan el pan, los hay que quieren ejercer su dominio acumulando pan para sí y para los suyos, a costa de que otros se queden a medias o sin nada de pan. Otros facilitan muchas clases de pan para mantenerse en el poder, mientras apagan la reflexión sobre el sentido de aquello que se les da sin esfuerzo. Ambas formas de gestión tienen su sentido, que no busca el bien de la persona, sino el beneficio exclusivo propio de quien tiene en su poder el pan. Jesucristo se ofrece como pan de vida. Este pan quiere lo mejor para cada persona y la lleva hacia el sentido de una plenitud que salta esta vida hacia la eterna. El pan proclama la resurrección y comerlo es comer al Resucitado para comenzar ya a resucitar.

            Se esforzaba Jesús en que sus discípulos entendiesen, pero estos no querían encontrarle el sentido que se les estaba mostrando. Cada Eucaristía, con pan de Palabra y comunión, revela la necesidad de vida plena y ofrece su fuente en el alimento que nos da Jesucristo. Cada celebración es una actualización del sentido de su vida, como entrega obediente al Padre con la misión de salvarnos, para que nosotros también nos unamos a esa historia del amor de Dios manifestada en Cristo Jesús. Todo pan que tomemos, toda actividad ha de integrarse en ese sentido total y vibrar, tomando su cuerpo, su carne, con la fuerza de la resurrección que el destino último y primero de cuanto somos.