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En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR. DÍA DEL AMOR FRATERNO. 1 de abril de 2021

JUEVES SANTO. 1 de abril de 2021

Ex 12,1-8.11-14: Este día será para vosotros memorable. 

Sal 115: El cáliz de la bendición es la comunión con la sangre de Cristo. 

1Co 11,23-26: He recibido una tradición, que procede del Señor. 

Jn 13,1-15: Los amó hasta el extremo.

 

Nuestro Señor ha preparado un banquete. Que no haya descuido con esta mesa que tanto nos ha de alimentar. Que no falte el alimento, el que comieron nuestros hermanos mayores en Egipto, cuando el Señor los liberó de la esclavitud y los guio por el desierto acompañándolos en su caminar. Que no falten el cordero y las hierbas amargas; que haya pan ácimo, pan sin fermentar. Es necesario recibir el sustento necesario y celebrar la victoria del Señor que protege a su pueblo. 

Que no falten los manjares del nuevo banquete donde el pan y el vino han de traspasar las delicias de su condición para traernos mucho más que pan y mucho más que vino. Que no falte el que los ofrece asociados a su propia vida hasta hacerlos cosa suya, cuerpo suyo, exquisiteces para la participación divina y que no falten sus elegidos para que nunca deje de prepararse la mesa y transmitir lo que Él nos entregó. 

Que no falten las palabras que hacen memoria del pasado y del futuro para vivir el presente. Palabras que nos dicen lo que sucedió y que no quedará completamente resuelto hasta la gloria definitiva. 

Que no falte el agua para una milagrosa transformación, como sucedió en Caná cuando la boda. Si allí manifestó Cristo su compromiso de Esposo con la Iglesia partiendo de la simple agua de unas tinajas, aquí ratifica su amor con otro milagro que nace del agua. El agua no sube a la mesa del banquete por sí misma. Habiendo comida de pan, y bebida de vino, no se echa de menos el agua. Y, sin embargo, esto que celebramos, que nos dejó preparado Jesucristo, exigía un agua cualificada. 

La tomó al final del banquete. Estaba aparte, pero Él la arrimó a la mesa y a los comensales; era necesaria hacerla partícipe de aquello que se celebraba. El rumor del agua en la vida de Cristo suena en muchos momentos y todos vinculadas a la vida: su bautismo, el primero de sus signos en la boda de Caná, el encuentro con la samaritana... el costado abierto tras su muerte del que brotaba agua junto con la sangre. 

El mismo Jesucristo llegó poderosamente a nuestra vida por medio del agua, un agua misteriosamente tocada por el Espíritu; se nos derramó y quedamos empapados de este Espíritu cuando nuestro Bautismo. Algo tan necesario para la supervivencia se había convertido en otra cosa completamente gratuita para la vida eterna. 

El agua de aquella cena de despedida contenía el rumor de nuestro bautismo y cuando volvemos a escuchar cómo es vertida sobre los pies de sus discípulos por el Señor, no ha de dejar de recordarnos nuestro compromiso con esta mesa, desde los alimentos primeros hasta el agua. El bautismo nos compromete con el alimento, que no ha de faltar en ninguna mesa, con el pan y el vino del Cuerpo de Cristo, con la Palabra... pero no estarán completos sin el servicio, no se aceptarán como regalos del amor de Dios si no nos convierte a los comensales en servidores el amor.

Que no falten los invitados a este banquete, que se quedan en él hasta el final y lo viven todo como banquete. Que no falten quienes se dejan servir por el Señor para comunicar alegres esta experiencia sin otro testimonio que su propio servicio. Que nadie nos llamemos cristianos, de Cristo, sino porque, buscándolo a Él, hemos tenido que inclinarnos para descubrirlo entre los pies (las pobrezas, heridas, humillaciones, pecados) de los hombres, y allí hemos aprendido el don de su misericordia. 

DOMINGO DE RAMOS (ciclo B). 28 de marzo de 2021

 

Mc 11,1-10: Bendito el reino que viene, de nuestro padre David. 

Is 50,4-7: Sabía que no quedaría defraudado. 

Sal 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Fp 2,6-11: No hizo alarde de su categoría de Dios. 

Mc 14,1-15,47: “Tomad todos, esto es mi cuerpo”. 

 

Todo lo que vamos a celebrar en estos días de Semana Santa queda anticipado en la liturgia de este domingo. No toda alabanza puede identificarse con el triunfo, ni el desprecio y el maltrato con la derrota. Cantaron los peregrinos que subían a Jerusalén acompañando al Señor proclamando con hosannas y bendiciones al Maestro montado en un borriquillo. Cantó también siglos antes Isaías un siervo de Dios sufridor de desprecios y ultrajes, pero con una misión de ánimo para con los abatidos, los necesitados de esperanza. Él mismo tendrá puestas su esperanza en el Dios que no lo priva de las burlas y golpes, pero sabiendo que no lo defraudará. Las otras lecturas apoyan esta experiencia del “Siervo de Yahvé”: el salmo acentuando la experiencia dramática de soledad y desprotección hasta clamar a Dios por verse como desamparado de Él y en la Carta a los Filipenses, indicando el itinerario del Hijo divino que asume lo humano haciéndose hombre, para por su obediencia, pasar por la humillación y la muerte, hasta su exaltación sobre todo y todos. 

Lo que cantó Isaías sobre aquel misterioso personaje tan cercano a Dios y tan atacado por los hombres, ha de completarse con lo que cantó el salmista y el mismo Pablo, pero no lo veremos hecho carne de historia sino en los relatos de la pasión que recogen los cuatro evangelistas. Este Domingo escuchamos el de Marcos, que ocupa una quinta parte de su Evangelio. Su narración se abre con la clara manifestación de la intención de acabar con Jesús, seguido de un extraño pasaje donde es perfumado con un caro ungüento por una mujer de la que no se dice el nombre. Ese episodio se conoce con el nombre de “unción en Betania”, que el mismo Jesús interpreta como un anuncio de su sepultura, cuando, según la costumbre judía, su cuerpo recibiría varios ungüentos aromáticos. El Maestro alaba el gesto de amor de la mujer y encontramos ahí una invitación a acercarnos al misterio de su pasión, muerte y resurrección con una actitud desprendida y generosa hacia Él, para que, más que comprender lo que conmemoramos sobre los últimos días del Señor, se trata fundamentalmente de amar y como cada uno puede y sabe. De este modo aquella mujer ejemplificaría al creyente que, amando, integra todo lo que padeció el Señor desde la mayor proximidad, asumiendo sus propios sentimientos, como señala san Pablo en el himno de Filipenses de la segunda lectura. 

Tras esta unción premonitoria, insistirá Marcos en el complot contra Jesús y relatará a continuación la Cena de despedida, la oración en Getsemaní, los dos juicios: religioso y político, su condena, crucifixión, muerte y sepultura. Todo queda dicho sobre la obediencia del Hijo de Dios, sobre su entrega, sobre su amor por los hombres, pero también queda todo en suspense esperando la noticia que dé sentido a su asesinato. Así el relato de su pasión y muerte acentúa las expectativas del que confía en que Dios no puede defraudar ni dejar desamparado; acrecienta la espera en su resurrección, lo que dará sentido a todos los cantos, que cantaban al sufriente siervo y al aclamado en su subida a Jerusalén. 

DOMINGO V DE CUARESMA (ciclo B). 21 de marzo de 2021

Jr 31,31-34: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones.

Sal 50: Oh Dios, crea en mí un corazón puro.

Hb 5,7-9: Aprendió, sufriendo, a obedecer.

Jn 12,20-33: A quien me sirva, el Padre lo premiará. 

 

La importancia del grano de trigo es escasa para el sembrador si no llega en tropa. Poco le ha de preocupar que se eche a perder un grano que, por sí e individual es insignificante para sus expectativas, porque piensa en dimensiones de cosecha y lo que deje de dar un solo grano apenas resta, en todo caso nada perceptible en el montón. Sin embargo, así se mostraba este Maestro galileo al que querían ver unos griegos, unos judíos de cultura helenística. Sin duda, habrían oído hablar a Jesús y deseaban satisfacer su curiosidad una vez que se habían acercado a Jerusalén para celebrar la fiesta. El Maestro precave sobre lo que se van a encontrar: una gloria que no es la habitualmente esperable, sino que comparte la dinámica de la semilla de cereal donde su victoria ha de pasar por el riesgo de lanzarse a la tierra y desaparecer para luego romperse y germinar. 

El mensaje queda ofrecido para todo el que se interese por Jesús: habrá de encontrarlo glorioso, pero con una gloria de Cruz. Para llegar a la primera por medio de la segunda no escatimará en dos actitudes: obediencia y servicio. La carta a los Hebreos lo recoge: “Aprendió sufriendo a obedecer”. No habrá obediencia si no hay renuncia y esto llevará a la ruptura del cuerpo del grano, el sufrimiento de resistirse a su propia supervivencia. Puede entenderse de diversos modos este sobrevivir humano, pero en todos los casos es un entrar en pelea con la Vida en plenitud prometida y ofrecida por Dios Padre. El sufrimiento de Cristo le llegaría por medio de la traición, el abandono, el maltrato terrible de su cuerpo y la sensación de fracaso rotundo, hasta incluso percibir cierto distanciamiento por parte del Padre para dejarlo en la soledad más árida. Así es como se rompió como grano y murió para la vida. 

Para vivir la dinámica del grano de trigo no es suficiente con la fuerza de voluntad. Esta, además, puede provocar una violencia erosionante y contraproducente. El arte del grano se vive desde el corazón cautivado. El corazón grabado por el Ley del Señor del que habla Jeremías es aquel que se ha hecho accesible para Dios; lo ha dejado pasar, ha entablado conversación con Él y se ha dejado seducir. Es cierto que a veces un corazón se engatusa con facilidad por cualquier atractivo que le haga palpitar de un modo nuevo o viejo, y de ellos adolece en heridas y manchas. Por eso, cuando Dios llega a él lo purifica y lo rejuvenece. Es uno de los primeros síntomas de que lo que ofrece el Señor rebasa con creces lo que otras propuestas seductoras. Y además se ajusta y desborda con abundancia lo que el mismo corazón desea hasta no repudiar la obediencia ni la entrega ni la muerte, sino aceptarla alegre por estar con Él. Aquí es donde llegará el fruto y el triunfo y la gloria.

DOMINGO IV DE CUARESMA (B). "LAETARE". 14 de marzo de 2021

2Cro 36,14-16. 19-23: ¡Que el Señor, su Dios, esté con él!
Sal 136: Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.
Ef 2,4-10: Estáis salvados por pura gracia.
Jn 3,14-21: Tanto amó Dios al mundo que envió a su primogénito.

 

La historia es una parlanchina incansable, aunque no se le preste la atención suficiente. Lo que ella dice se entiende de modos diversos dependiendo de la persona y el momento. Conversamos mejor con los acontecimientos mejor cuando nos acercamos a ellos desde la distancia procurando descubrir su significado.

El Pueblo de Israel, al vivir en lo inmediato, renunciaba a la historia, a la comprensión de lo sucedido en base a la Alianza de Dios con ellos. Los libros de las Crónicas aportan la interpretación de los acontecimientos desde los ojos de la clase sacerdotal. La mayor parte de los episodios narrados ya están recogidos por los libros de Samuel y Reyes, pero aquí la perspectiva enriquece la valoración de los hechos. La primera lectura de este domingo, del segundo libro de las Crónicas, recuerda insistentemente en el amor de Dios por su pueblo que buscaba su bien con oportunidades repetidas a pesar de su infidelidad hasta que, finalmente, dada la maldad de todos (y el libro se encarga de enumerar grupos de dirigentes y el pueblo en su conjunto como culpables del rechazo a Dios), van a sufrir un terrible castigo: la conquista de Jerusalén y la destrucción del templo, la deportación a Babilonia y el destierro durante setenta años... hasta el regreso. Al final no aguarda la desgracia, sino la restauración de la alianza y la resconstrucción del lugar sagrado. La perspectiva hilvanada de los hechos les ofrece la interpretación profunda y real: han sido infieles y por eso le ha sobrevenido la desgracia, pero el amor de Dios, tras la purificación por el castigo, les ha devuelto lo perdido.

También un fariseo miembro del sanedrín, el tribunal de justicia judío, llamado Nicodemo, tenía interés por la conversación. Había visto los milagros y signos que hacía Jesús. Para algunos compañeros eran una provocación por parte de alguien no autorizado ("¿de dónde le viene esa autoridad?"). Él entendía que aquellos prodigios y gestos proféticos no podían venir sino de un hombre de Dios. Le llamaría poderosamente la atención aquel maestro galileo. Es posible que tuviese que pelear internamente entre retener su curiosidad para no llamar la atención y acercarse a Él, aun sabiendo que no iba agradar a sus compañeros fariseos. Juan nos dice que fue de noche, como a hurtadillas, y tuvo una conversación con el Maestro, porque, intepelado por la novedad que Él traía, quería conocer el designio de Dios en todo ello. La conversación personal, atenta, incluso nocturna (en el contexto silencioso de la noche) invita a una nueva lectura de la historia, la historia que más nos interesa: la de la Salvación.

Primero el Maestro le indica cómo lo sucedido en el Antiguo Testamento anticipa lo que va a suceder con Él. La serpiente sanadora elevada por Moisés preludia la Cruz Salvadora de Jesús, el sanador y, por tanto, será el signo más patente del amor misericordioso de Dios, que quiere que todos se salven. La alusión a que Él no ha sido enviado para juzgar, parece una pequeña ironía, porque Nicodemo es miembro del tribunal religioso que va a juzgar a Jesús. La actitud de Dios difiere de los hombres, que van a juzgar y condenar al mismo Hijo de Dios. Y, sin embargo, Él es la Luz, el que nos aclara quiénes somos, el que ilumina la historia para entenderla y descubrir a Dios en ella, frente a los esfuerzos humanos por oscurecer su presencia.

La lucidez, la claridad implica un reconocimiento del pecado y la situación a la que aboca el mal al ser humano, la muerte, y la consciencia de que prevelece, con mucho, el don de Dios y su misericordia. Pablo lo predica en este fragmente de su carta a los Efesios. Es abrumadora la cantidad de palabras que le dedica a las muestras del amor de Dios al hombre con respecto a la escueta expresión sobre el pecado y la muerte, que queda envuelto por todo lo concerniente al don divino. Pero a esto no se puede hacer memoria de la bondad divina, sin recordar la infidelidad humana, especialmente la propia, personal.

La lengua ineficaz y la incapacidad para la acción, nos expresa el salmo 136, son signo del olvido de Jerusalén, de la casa de Dios, de la relación con el Señor. No sería un mal ejercicio revisar en nuestra vida, cómo ha repercutido nuestro olvido de Dios y cómo se ha visto afectada nuestra palabra y nuestro obrar. Conversar con la historia, en Cristo, nos hace capaces de más luz.

DOMINGO III DE CUARESMA (ciclo B). 7 de marzo de 2021

Ex 20,1-3.7-8.12-17: No tendrás otros dioses fuera de mí.
Sal 18: Señor, Tú tienes palabras de vida eterna.
1Co 22,25: Nosotros predicamos a Cristo crucificado.
Jn 2,13-25: Hablaba del templo de su cuerpo.

 

Los recuerdos de la infancia suelen venir asociados al hogar. Lo que fluía de modo natural se sostenía en una serie de normas no escritas que facilitaban la convivencia y que, de algún modo, han supuesto la base de nuestra educación. La disciplina amable y asumida con espontaneidad de la casa se llevaba al colegio, al juego, a las relaciones con los otros. El pulso con los padres para sobrepasar los límites trazados se ejercía en la desobediencia y esta, como un terremoto que agitaba los pilares del hogar, debía ser encauzada del mejor modo para evitar el caos en la familia.
La casa de Dios merece el orden más esmerado. En el punto culminante de su travesía por el desierto tras el paso por el Mar, lleva el Señor a su pueblo hasta el monte Sinaí, y en su cumbre le entrega por medio de Moisés su Ley. El Decálogo, las diez palabras, ofrecen un conjunto legal básico y fundamental, que, aunque no llega a tratar todos los asuntos de la vida, es fuente de inspiración para el resto de preceptos. Puso Dios su morada entre los israelitas y allí quiso que tuvieran disciplina para no perecer en la idolatría, acudiendo a falsos dioses, y en el fratricidio, ajenos a los derechos de sus prójimos. Todo en atención a procurar el espacio más hogareño en la casa común de Dios y los hombres y evitar el caos de un mundo donde se puede creer en cualquier cosa y se puede hacer lo que se quiera con el otro.
Con el tiempo el pueblo israelita, sabiéndose el pueblo escogido por el Señor, había como condensado la presencia hogareña de Dios en un edificio reservado para su encuentro con los hombres: el Templo de Jerusalén. Los múltiples templos de otras épocas, signo de esa sensibilidad humana de querer una casa para Dios, habían sido abandonados para el predominio final del único templo, signo de la unidad de Dios (uno y único) y de su Pueblo. La acción más significativa en aquel hogar común, como la casa de los padres, era el sacrificio. Cuando subió a aquel Templo al encuentro con su Padre, Jesús no reconoció la casa que el conocía en el hogar de la Trinidad. Había jaleo, barullo de compra y venta, comercio con animales. Esa práctica estaba autorizada y regulada por las autoridades del templo, facilitando la adquisición de animales para el sacrificio. Con la expulsión de los animales, ovejas y bueyes, el evangelista presenta a un Jesús que inaugura un nuevo culto donde Él mismo será el animal del sacrificio, el Cordero de Dios, porque Él es la autoridad que regula el culto, el nuevo modo de relación con Dios en continuidad con lo que pedían los profetas.
También hace alusión el evangelista dos veces a la memoria de los discípulos: en primer lugar ante el signo profético de la expulsión de los animales, "el celo de tu casa me devora", y luego tras su resurrección para dar sentido a sus palabras de levantar el templo en tres días. La memoria de los testigos de la vida del Maestro que son capaces de interpretar el significado real de los acontecimientos desde la persona de Cristo hace que se convierten en los transmisores autorizados de la identidad real de Jesús. El Espíritu les ha llevado a vincular las Escrituras con las acciones del Maestro, como en cumplimiento de ellas, y luego a reconocer a Jesús como Palabra misma, desbordando en plenitud todo lo dicho anteriormente. Las Palabras de vida eterna que tiene el Padre es Cristo y en Él encontramos toda la disciplina para que este hogar que es el mundo, la Iglesia, la familia y cada uno de nosotros sea lugar especial y privilegiado para el encuentro con Dios.
La disciplina de Cristo es la Cruz, lo que aturde a quienes esperan razones (los griegos y su ciencia) o signos (los judíos y sus milagros). La Cruz de Cristo se acerca por flancos muy diversos y, si no se rehúye, ofrece un acceso al misterio del amor libre y arrebatador de Dios, acerca al Hijo de Dios entregado, tan poderoso que es capaz de elegir libremente lo indeseado, lo aborrecible por ofrecer el mayor tesoro a los indeseados y desechados. Hace de esta manera hogar para todos, donde nadie es rechazado y el que rechaza se excluye a sí mismo del hogar porque hace violencia a la Ley, a Cristo, que es el Salvador de todos.
Los que creen por sus signos, pero sin encuentro con la Cruz, llegan a una fe sin suficiente raíz, de la que no se fía Jesús, porque solo la Cruz tiene el poder de convertir por completo a la persona y hacer de ella un hogar de calidad para invitar a Dios a morar allí.

DOMINGO II DE CUARESMA (ciclo B). 28 de febrero de 2021

Gn 22,1-2.9-13.15-18: "Ofrécemelo allí en sacrificio".
Sal 115: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Rm 8,31b-34: Dios no perdonó a su propio Hijo.
Mc 9,2-10: "Maestro, ¡qué bien se está aquí!".

 

Qué terrible tenía que sonarle cada pisada a Abrahán mientras se encaminaba hacia la región de Moria. Cuanto más cerca del lugar del sacrificio, más demoledoras sus pisadas. El sacrificio de su único hijo precisaba una incómoda travesía exigida por Dios. De haber sido inmediata la ejecución se le habría evitado la duda, la incertidumbre, la huida, la tentación de apostasía... pero quizás también la esperanza. Lo que pedía el Altísimo a su siervo no podía vincularse a una respuesta acelerada e irreflexiva, sino a una entrega libre abierta a otras posibles opciones contrarias. La fe no puede venir ni impuesta ni acogida. El camino inició el sacrificio del propio Abrahán: para ofrecer la vida de su hijo, antes tenía que sacrificar su propia paternidad y todo lo que esta sostenía. Se puso en marcha hacia la frontera de lo humanamente razonable para encontrarse con lo divinamente incomprensible y prefirió adherirse a un Dios desconcertante que a una razón cabal. Este salto al vacío le valió la bendición de Dios para él y sus generaciones. Cuánta fecundidad fue derramada desde el cielo por aquella fe subersiva ante los criterios de estricta sensatez y racionalidad humana; también rebelde al fanatismo religioso, porque el aspecto crucial de aquella estremecedora prueba no era el asesinato de un niño, sino el auto-sacrificio de un padre. Aprendiendo a morir por fidelidad y amor a Dios, Abrahán recibió una vida dilatada, solo posible (en la concepción de la época) gracias a generaciones de sucesores. Algunas tradiciones cristianas primitivas harían coincidir el lugar donde iba a ser sacrificado Isaac con el monte Calvario, donde nunca se vio que un padre fuera más padre ni un hijo más hijo, por el sacrificio de este.
Marcos nos ha llevado hasta la mitad de su evangelio para mostrarnos este episodio de la liturgia de hoy. Es oportuno poner en antecedentes. Poco antes de este momento, Jesús ha preguntado a sus discípulos sobre quién dice la gente y ellos mismos que es Él. Pedro respondió reconociendo que Él era el Cristo. Y, tras esto, el Maestro hace el primer anuncio de su pasión, muerte y resurrección, a lo que Pedro reacciona con rechazo. Entonces Jesús le reprende con dureza y les exhorta a ellos y al gentío a negarse a sí mismos y perder la vida por Él. Después anuncia que algunos de los presentes verán llegar el Reino de Dios antes de morir. Y a continuación, introduciendo que sucedió seis días después, Marcos relata la transfiguración, de la que nos hablan también Mateo y Lucas.
El contexto previo apunta en dirección a la pasión. Los discípulos no parecen entender y se muestran entre confusos e indiferentes, salvo Pedro, completamente contrario. Jesús insiste pero interpelando al auto-sacrificio y a perder la vida por Él y su Evangelio. Sin duda que Abrahán habría sido para ellos un luminoso referente. Es muy probable que hubiesen escuchado el relato del sacrificio de Abrahán muchas veces: ¿Qué conclusiones habrían sacado tras cada escucha? ¿Y nosotros, para quienes tampoco nos resulta novedosa la historia? La Palabra de Dios seguirá ociosa para quien busque razones humanas y no sufra una convulsión estremecedora que provoque el encuentro con un Dios abrumador e interpelante en medio de acontecimientos desconcertantes.
Parece que Jesús quiere oxigenar la decepción e incomprensión de sus discípulos e inicia con tres de ellos, los siempre presentes en los grandes acontecimientos, un camino de ascenso a la cima de un monte alto. De nuevo la Palabra nos lleva a un monte, como el de Moria, como el Sinaí, como el Carmelo, como el de la Bienaventuranzas, como el Gólgota. La figura del Maestro se vuelve resplandeciente y sus vestidos, simbolizando la gloria de Dios, deslumbrantes. Moisés y Elías, en conversación con Él, representan la Alianza antigua; también los que recorrieron un camino escarpado y descorazonador para encontrarse con Dios; también los que apuntan, especialmente Elías, hacia el final de los tiempos con triunfo divino. Jesús anuncia el futuro como con un anticipo de la resurrección gloriosa. Los apóstoles están sujetos al presente, aunque tienen ante sus ojos la mirada de Dios con una panorámica sobre la historia de la salvación que resuelve los reparos del sacrificio personal en un final glorioso. La nube, tan presente en la historia del Éxodo, parece indicar al Espíritu de Dios que los envuelve como para protegerlos y despabilarlos; los sumerge en un espacio misterioso e inabarcable, confortable e inexplicable, en una experiencia de la manifestación de Dios. Finalmente habla el Padre pidiendo acogida a la Palabra que es su Hijo; escuchándolo a Él, se encuentra la palabra segura para la travesía por el auto-sacrificio hasta el triunfo glorioso de la resurrección.
Los tres discípulos descienden más aturdidos que cuando ascendieron. Seguramente siguen sin comprender y continuarán escuchando a medias al Maestro o escuchándolo a enteras, pero entendiéndolo a mitades. Pero ya se han impregnado sus ojos de la victoria de la Cruz y el corazón caminará con retazos de esa esperanza, porque el itinerario que han emprendido se encamina hacia Jerusalén y el desenlace final. Los que debemos escuchar ahora somos nosotros, más pertrechados para entender que ellos, pues conocemos la resurrección y hemos recibido el Espíritu, aunque, tal vez, más indiferentes a una Palabra que ha dejado de interesarnos, porque no nos parece razonable o poco acorde a las necesidades actuales. A fin de cuentas, ¿cuándo estuvo de moda la cruz y el auto-sacrificio?

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