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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO III ADVIENTO (ciclo B). GAUDETE. 17 de diciembre de 2016

 

Is 61,1-2a.10-11: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.

Salmo: Lc 1,46-48.49-50.53-54: Me alegro con mi Dios.

1Te 5,16-24: Estad siempre alegres.

Jn 1,6-8.19-28: No era él la luz, sino testigo de la luz. 

A la Luz hay los mejores cuidados. No pretendas imitarla, no rivalices con ella, no le des la espalda, no la sustituyas por otras… Solo disfruta de la claridad que ha traído a tu vida, de cómo acaricia sobre cuanto toca y lo colorea, de cómo nos trae conocimiento de lo que existe, de cómo esclarece todas las cosas. La luz con que Dios abre la obra creadora es reflejo de la Luz de su Hijo eterno. Al que anunciaba Juan el Bautista.

Aquella Luz aclaraba la existencia del Bautista. Él quedó aclarado y pudo aclarar a los demás. Primero sobre lo que no era: él no era la Luz, tampoco el Mesías, ni Elías ni el Profeta. Así supo para sí y aclaró a los otros lo que era: testigo de la Luz. El que había habituado su ojo a la claridad, podía hablar por experiencia propia de ello. Y aquí claridad significa autenticidad.

El ungido por Dios del que habla el profeta Isaías puede indicar al Mesías esperado derramando luz para consuelo de quienes sufren y de los que no saben. Puede indicar hacia sí mismo, profeta, y en él también hacia nosotros, que por la Luz que nos ha nacido en la carne humana podemos ser portadores de su alegría. Si es que antes nos alegramos nosotros de haberla conocido. La conoció el profeta Isaías y se alegró, dejándonos testimonio de ella, la conoció el Bautista y se alegró, y nos dejó sus palabras como testigo, la conoció María de Nazaret y exultó de júbilo agradecido al Padre, y nos dejó su “hágase” expresado en su oración del Magnificat (“proclama mi alma la grandeza del Señor…”).

Para saber lo que no somos y no aspirar a lo que no se nos ha prometido, ¿qué otro camino hay que hacerse cercano a la Luz? No somos el Mesías (y no podemos llevar la salvación a nadie, ni siquiera a nosotros mismos), no traemos una novedad tan grande como para marcar un hito, un punto de inflexión, proezas inauditas; no somos Elías ni el Profeta, dos concreciones de ese mesianismo en personajes que esperaban para el cumplimiento perfecto de la Ley y la Palabra de Dios. La negación exige un sacrificio, que nos lleva a renunciar a aspiraciones y proyectos en los que esperábamos irradiar luz propia, para dejar que sea la Luz del Verbo de Dios la que luzca y, que seamos configurados conforme a su claridad, para reflejar la belleza del color que nos trae personalmente y de modo diferente a cada uno. Pero ese sacrificio es tan fecundo… Porque nos encamina a conocer lo que no somos y lo que somos, hijos amados de Dios, y a testimoniar con alegría y generosamente la luz que Él ha puesto en nosotros, como un traje de gala triunfal, y que da color a todo nuestro mundo. El que convirtió el agua del Bautista en agua de vida eterna por el Espíritu Santo, nos hará también a nosotros contempladores de la Luz eterna para una alegría completa y sin fin. 

DOMINGO II ADVIENTO (ciclo B). 10 de diciembre de 2017

 

Is 40: Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios.

Sal 84,9ab-10.11-12.13-14: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.

2Pe 3,8-14: El Señor tiene mucha paciencia con nosotros.

Mc 1, 1-8: “Yo envío mi mensajero delante de ti”.

 

Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. El evangelista Marcos, el más antiguo de los cuatro (escrito hacia el año 70), inicia su obra de modo contundente y claro, profesando que Jesús, el Cristo, el Maestro de Nazaret es Hijo del Altísimo. A lo largo del relato evangélico se va a encargar de demostrarlo, concretándolo con sus obras, sus palabras, los acontecimientos de su vida hasta su muerte en cruz, donde un centurión romano va confirmar, sobre el Calvario, esa misma aseveración con que arrancaba el evangelio: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). Marcos coloca junto a la cruz el único testimonio de un humano en todo su relato sobre la filiación divina de Jesucristo. ¿Tendremos que acercarnos a la cruz para reconocerlo nosotros como tal?

Muy pronto cobra también protagonismo en Marcos el personaje de Juan el Bautista. Lo presenta como el precursor de Jesucristo Hijo de Dios, que prepara su llegada. Vincula su intervención a las palabras del profeta Isaías (Is 40,3) que hablan de un mensajero enviado por Dios para invitar a disponerse a un acontecimiento importante. Lo que Isaías anunciaba quinientos cincuenta años antes era la proximidad de una nueva situación para el pueblo judío deportado en Babilonia. Se había oído hablar de Ciro, el gran rey persa, que estaba derrotando a los babilonios en muchas partes de su imperio y manifestaba un comportamiento de tolerancia y respeto hacia los pueblos que se anexionaba y sus tradiciones y religiones. Casi se podía tocar ya la liberación de los israelitas. Isaías habla de consuelo: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios”. Pero esa liberación será muy parcial, solo física, si no han reparado antes en su corazón el motivo de su desgracia: la desobediencia y la infidelidad a su Señor. Solo palpando en su interior el pecado, solo desde el arrepentimiento, podrá haber consuelo.

También los preparativos con los que va asociado Juan el Bautista atañen a una conversión personal. Su atuendo y modo de vida, que se detiene Marcos en describir sucintamente, nos habla de una persona de austeridad y penitencia. Quiere despertar la conciencia de sus paisanos, para que, reconociendo su pecado, preparen el camino para el que viene detrás de él, y más fuerte que él. El Bautista emplea agua en un rito que expresa el arrepentimiento personal. Se acercan a recibirlo muchos judíos de Judea y Jerusalén. Y anuncia otro bautismo, ciertamente eficaz, por parte del que ha de venir, que será con Espíritu Santo.

Parece, entonces, siendo el pecado la antítesis de la entrega redentora de Jesucristo en la cruz, reconocerlo en la propia vida abre a reconocer también la intervención de Dios en nuestra historia y al Maestro como Hijo de Dios que viene a liberar a quitar el pecado del mundo. La paciencia de Dios con nosotros, a la que alude la segunda carta de Pedro, es su pedagogía, porque ofrece una oportunidad tras otra para que nos demos cuenta de nuestras desobediencias a Dios, de nuestras desgracias por el daño del pecado y nos arrepintamos y reconozcamos a Jesucristo como Hijo de Dios, para comenzar una vida nueva.

Para que nuestra vida se convierta, de algún modo, en Evangelio, siendo testimonio vivo ante los demás de que Jesucristo es verdaderamente Hijo de Dios y ha hecho maravillas con nosotros, mayores aún que las que hizo con el pueblo de Israel. 

DOMINGO I DE ADVIENTO (ciclo B). 3 de noviembre de 2017

 

Is 63,16b-17.19b; 64,2b-7: Tu nombre de siempre es “Nuestro redentor”.

Sal 79,2ac.3b.15-16.18-19: Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

1Co 1,3-9: Por Él habéis sido enriquecidos en todo.

Mc 13,33-37: “Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”.

 

La vigilia es la respuesta del que realmente quiere vivir. El sueño es solo el momento del descanso para poder seguir en vela. ¿Qué te interesa? ¿Qué te motiva? ¿Qué te preocupa? ¿Qué te entusiasma? Es lo mismo que preguntar: ¿qué te lleva a abandonar el sueño?, ¿qué te anima a abrir los ojos y desperezarte cada mañana? Cuantos menos motivos tengamos para ello, más anhelaremos el sueño y un sueño casi perpetuo. No pocos inventan vidas de sueño, que los saque de la realidad actual para dormirse despiertos.

Otra cosa no pide el Maestro: ¡Vive! ¡Sé consciente de la realidad! ¡Mira en profundidad cuanto te rodea y descubre a tu Señor que te ha hecho el encargo de cuidar de ello! ¡Y espéralo, que ha de volver! De esa vuelta depende nuestra salvación; por lo tanto, la espera implica una actitud de lucha y de actividad, de vigilia, que no se conforma con una disposición temerosa ante un Dios que puede llegar en cualquier momento para castigarme, sino en el reencuentro con el Amigo, con la persona amada, con Aquel que desea el corazón tan insistentemente. Esa amistad mueve a cuidar su casa, Él es el dueño, con atención y espabilo. Porque Él, además, nos ha enriquecido con todo lo necesario para esa vigilia esperanzada, que aguarda a que Jesucristo venga.

O, ¿qué provoca nuestras vigilias? ¿Tener más? ¿Llegar hasta cierto nivel de vida? ¿Un nombre respetado entre los demás? ¿Un listado lleno de buenas obras para el propio consuelo? ¿Que no te falte de nada a ti ni a los tuyos…? Y, sin embargo, si te falta Dios, te faltará todo. Si no careces de Él, nada echarás en falta.

Por eso: ¡Vela! Y entiende el día que se inicia, o este nuevo instante que se te regala, como otra oportunidad para esmerarte en la casa común, que el espacio compartido entre tú y tantas otras vidas, donde debéis estar  atentos para cuidar del orden, la limpieza, la justicia en este hogar.

Otra vez habrá que insistir sobre la vigilia y el permanecer despiertos, y pronto de nuevo tendremos que recordarlo, porque somos tendentes a un sopor y hay horas (al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: las horas de vela para el soldado romano) que son especialmente propicias para relajar la guardia. Y al término de la jornada hagamos revisión de si realmente hemos aprovechado lo que Dios nos ofreció, y si nos dejamos vencer por el sueño temerariamente. 

El Pueblo de Israel se daba cuenta de sus momentos de sopor y el resultado: el olvido del Señor y la desgracia del pueblo consecuente. Pedía perdón por ello. Su confianza en la paternidad de Dios les movía a la queja dirigida hacia el Altísimo: no hacía lo suficiente para que su corazón no se endureciera. Estamos influidos hasta los tuétanos de engaños seductores. Que, al menos,  lleguemos a darnos cuenta de que estamos más dormidos de lo que creemos y es preciso despertar a la vigilia de la vida que nos propone el Señor. 

DOMINGO I ADVIENTO (ciclo C). 29 de noviembre de 2015

 

Jr 33,14-16: En aquellos días y en aquella hora suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra.

Sal 24,4-5.8-10.14: A ti, Señor, levanto mi alma.

1Te 3,12-4,2: Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos.

Lc 21,25-28.34-36: Estad siempre despiertos… y manteneos en pie ante el Hijo del hombre.

 

Necesitamos un término para la angustia, un límite al sufrimiento, un final para la incertidumbre. ¿Dónde ponemos el tope? La conclusión se nos impone: la muerte, lo cual atenta contra nuestros universales deseos de vida. Pero existen circunstancias en los que la vida parece que desmerece tanto que hasta surge el deseo muerte. Para vivir de determinado modo, lo que merece la pena es morir. La llegada a este punto es la conclusión de continuos empujones de los sentimientos de tristeza profunda, cuando se entiende la muerte como lo definitivo y la conclusión de todo el sufrimiento que se pueda vivir. ¿La angustia justifica el deseo de muerte?

El niño es fundamentalmente un investigador, y su búsqueda la realiza a través del juego; el adolescente necesita creer, quiere ideales; el adulto, algo a lo que servir, y se implica en hallar trabajo, familia, proyectos; el anciano, haciendo recapitulación de su trayecto, busca premio en el amor recibido. Sin pretender la exhaustividad, cada etapa de la vida pretende, como prioridad, una finalidad; detrás de cada una de ellas está la esperanza, que agita el deseo de vida y se sobrepone al de muerte, aportando un final que supera el tope de la desesperación tras el cual se puede preferir dejar de existir a tener una existencia desdichada.

            Encontrar motivos para vivir no es suficiente para una vida satisfactoria; nos podemos adaptar más o menos a las bondades y los zarandeos diarios, pues el movimiento natural es el de mantenernos vivos. Lo que urge es encontrar ideales para morir. Es decir, aquello por lo que estaría dispuesto a dar la vida. Algo por lo que estoy dispuesto a invertir mis esfuerzos, mi tiempo, a desgastarme. Dicho de otro modo, necesitamos un paraíso.

Lo cierto es que la situación actual no es excesivamente paradisíaca, y que los paraísos propuestos insistentemente se sostienen en la capacidad económica y de ocio. Todo lo que de algún modo reduzca alguna de estas dos fuerzas será interpretado como una amenaza. La amenazas principales vienen de los lugares donde nos encontramos con realidades humanas que requieren un gasto de dinero y de tiempo, que coincide, ¡extraña casualidad!, con las personas más frágiles y vulnerables. A muchos de ellos se les pide no vivir para que nos dejen vivir a nosotros. ¿Merece la pena vivir sin ellos? ¿Merece la pena morir por ellos? ¿A dónde nos lleva vivir sin Cristo? ¿A dónde nos lleva morir por Cristo?

            Los signos cósmicos que anuncia Jesús asustan. Toda decadencia de lo que creíamos imperturbable e imperecedero arrastra consigo nuestro miedo. ¿Qué será de nosotros cuando el sol y la luna y las estrellas traigan signos y tiemblen? ¿Qué nos cabrá esperar cuando el mar embravecido amenace a los hombres? No habrá miedo si la existencia vivida ha merecido la pena, si se supo morir por algo que mereció la pena, porque estos signos serán amenaza de muerte, pero anuncio de Vida eterna, la vida por la cual valió la pena desvivirse… por el que necesitaba una vida que se desgastase por él. Entonces veremos al Hijo del hombre, venido del cielo con gran poder y majestad. El que murió por nosotros aparecerá pletórico de Vida, para darla a cuantos les mereció la pena morir por Cristo. Ya lo esperaba Jeremías prematuramente (Jr 33,14-16), antes de que hubiese venido niño en un portal. Y es que, ¿habrá dejado alguna persona a través de la historia de esperar, en cierto modo, a “Alguien” por el que merezca la pena dar la vida?

            Cada Adviento nos trae una brisa de esperanza y una exhortación a la vigilancia, para tomar conciencia de aquello que retiene precisamente nuestra capacidad de esperar más allá de lo que nos ofrece esta vida, que se despreocupa del amor misericordioso de Dios. Cuidado con “el vicio, la bebida y los agobios de la vida”. Que no nos arruguemos ante los signos de decadencia; al contrario, que nos pongamos en pie, bien enhiestos, esperando a nuestro Salvador, que nos da motivos cada día para morir por Él y vivir eternamente en Él.

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. 22 de noviembre de 2015

 

Dn 7,13-14: Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.

Sal 92,1-2.5: El Señor reina, vestido de majestad.

Ap 1,6-8: ¡Mirad! Él viene en las nubes.

Jn 18,33b-37: “¿Eres tú el rey de los judíos”?

 

Allá donde van los ojos a fijarse, va después toda el alma y todo el cuerpo. Lo que despertó interés prioritario y fundamental arrastrará consigo cuanto venga de la persona, moviendo hacia sí proyectos, intenciones, acciones. Si los ojos se encaprichan de otro objetivo, será siempre pretendiendo algo mejor. Cuando el pueblo de Israel desvió sus miradas de Dios a los pueblos colindantes, tuvieron apetito de rey y lo pidieron con descaro al que hasta entonces había sido su rey. Dijeron a Dios: “Queremos un rey” (1Sm 8,5). Entonces el Rey de reyes, le dio rey, rey como los otros pueblos.

El proyecto monárquico israelita fue en muchos sentidos frustrante, aunque finalmente terminó cuando otros reyes venidos de fuera con más poder acabaron con la libertad del país y sus instituciones. No se les fue el apetito de rey, a pesar de su experiencia frustrante con la monarquía, pero pusieron sus ojos en una realeza ideal. Dios nos los dejaría en desamparo, trayéndoles un Mesías de paz y justicia. El deseo se avivaba en los momentos en que un rey tirano oprimía con saña al pueblo. En este contexto está escrito este pasaje del libro de Daniel, donde el profeta anuncia en un momento de opresión política y religiosa, la soberanía de un “hijo de hombre” un humano desconocido, con poder real y dominio dado por Dios, sobre todos los pueblos (poder sobre las razas), naciones (poder político sobre todo país) y lenguas (sobre la cultura). Esto en un dominio de eternidad sin término… pero en los tiempos finales. Habría que esperar a ese personaje anónimo. También el libro del Apocalipsis habla de ese soberano definitivo, aunque ya sabe su nombre: “Jesucristo”, y conoce su pasión y su muerte, su eficacia para perdonar los pecados y su última venida con juicio sobre todo pueblo. El escritor de este último libro de la Biblia sabe quién ese “príncipe de los reyes de la tierra”, pero ¿habrá que esperar hasta el final de los tiempos para saber también de su reinado?

En una ocasión el pueblo quiso nombrar rey a Jesucristo, cuando dio de comer a una multitud con unos cuantos panes y peces. En un segundo momento fue aclamado como rey, a la entrada triunfal en Jerusalén junto a los peregrinos que se dirigían a la Ciudad Santa para la celebración de la Pascua. Las autoridades judías lo habían desechado, porque defraudaba las expectativas para un rey Mesías conforme a la Ley, a su interpretación de la Ley. Ahora se encuentra cara a cara en un juicio privado junto a la máxima expresión del poder imperial en Palestina. Se lo han entregado a Pilato con la acusación de hacerse pasar por rey de los judíos. Llegaba la hora, así lo esperarían los que aguardasen en Jesús al caudillo liberador en que desplegara todo el poder de su realeza, sometiendo al opresor romano… o que se desvelara por completo su fraude.

Cuántas miradas hacia los mismos ojos, esperando cada una cosas diferentes, pero todas condenadas al fracaso. Fracaso por no entender la victoria en la humillación, la pasión y la muerte. ¿Qué buscaría Pilatos en los ojos de Jesucristo? El sumo sacerdote y el sanedrín no habían hallado el líder religioso que cabría esperar. Este rey de los judíos decepcionará cuantas veces se pretenda encontrar en Él el “rey” que pidió en tiempos de Samuel el pueblo de Israel, y no el Dios liberador con entrañable interés en hacernos libres de nuestros pecados y herederos de la Salvación. Esto no significa que el poder político, necesario para el orden social y la administración, sea antagonista de la soberanía de Dios. En un grado elevado, una situación política de participación y trabajo por el bien común está implicando ya una presencia de Dios. El peligro está en considerar que la política o cualquier otra institución humana tiene capacidad de causar la salvación. No llega a lo más íntimo donde habita la libertad, con esa fuerza para transformar el corazón y hacer realmente libres. Una tentación constante en la Iglesia ha sido la de aliarse con el poder político para asegurarse una situación de privilegio en la sociedad; otra de los gobiernos, hacer uso de la religión o sus instituciones, como la Iglesia, para sus fines.

            La soberanía de Cristo, cuya fiesta solemne celebramos en este domingo, empuja a tomar partida por un trabajo cristiano en los distintos ámbitos sociales, que den testimonio de su presencia y poder transformador que ya obra entre nosotros, pero teniendo bien claro que el único imperio de misericordia, de justicia y de paz vendrá de Él, que tiene poder para salvar y conceder la vida eterna, porque reinó con misericordia y justicia y paz entre nosotros y, pasando por una muerte de cruz, recibió vida de Resurrección para darnos vida a nosotros. ¡A ver donde fijamos nuestros ojos, no sea que esperemos de donde no cabe esperar y no esperemos de donde nos viene todo bien!

DOMINGO XXXIII T.ORDINARIO (B). 15 de noviembre de 2015. DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA

 

Dn 12,1-3: Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro.

Sal 15,5-11: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Hb 10,11-14.18: Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados.

Mc 13,24-32: Entonces verán venir al Hijo del hombre con gran poder sobre las nubes del cielo.

 

Dijo Dios: “Existan lumbreras en el firmamento del cielo…” E hizo Dios dos lumbreras grandes, la lumbrera mayor para regir el día, la lumbrera menor para regir la noche; y las estrellas. La Palabra de Dios pronunció los astros el día cuarto de la creación y los hizo, y a partir de entonces marcan el ritmo de nuestra vida, rigiendo el tiempo, el trabajo y el descanso, las estaciones y los años… desvelando y confirmando los principios físicos del universo. ¿Podríamos imaginar qué sucedería si nos faltasen?

            Jesús acaba con son y luna y estrellas en un instante en el pasaje evangélico de este domingo. La seguridad que ofrecían las esferas del cielo, hasta trazar nuestros destinos (en la mentalidad antigua y moderna de quienes esperan encontrar allí noticias sobre su porvenir), quedará desbaratada en un momento futuro sin determinar. Pero habrá una fuerza superior, imbatible, invencible: la del Creador de los astros, que enviará a su Hijo, Dios y hombre, “con gran poder y majestad”. Mientras todo lo demás, hasta el cielo y la tierra, decae o desaparece, su Palabra, la que pronunció todo cuanto ha sido creado y existió, por la cual fue hecho el ser humano, no pasará, en ella se encuentra el fundamento y la fuerza para todo momento, incluso prevaleciendo cuando todo lo demás perece.

El episodio relatado por este evangelio de Marcos se asemeja en su lenguaje al de la primera lectura del libro de Daniel. Ambos están escritos mirando a una situación de sufrimiento y prueba; ambos aluden a los tiempos futuros. La desgracia puede vivirse como un momento de catástrofe irreversible, cuando todo motivo de esperanza se ha agotado, o como un impulso para buscar esperanza en algo mayor y soberano, en el Dios de la Historia y de la Vida. Entonces el momento angosto y agobiante se transforma en un pasillo purificador para no esperar más que en el Señor; la calamidad se convierte en una prueba para acendrar la esperanza y la fe en Él. En los dos pasajes aparecen además ángeles colaborando con el Señor para reunir a todos los hombres. Daniel habla del juicio definitivo, para la salvación (los inscritos en el libro) o la condena; Jesús no lo explicita, pero parece aludir a lo mismo.

La higuera es uno de los pocos árboles de Palestina de hoja que pierde sus hojas en invierno.  El árbol desnudo causa apariencia de muerte, pero en su silencio de hibernación se prepara para la próxima temporada. Los nuevos brotes resuelven su mudez con vida renovada. De algún modo, cuando parece callar Dios, está invitando a prestar una atención más intensa a los signos de esperanza que hablan de una victoria del Señor en nuestras vidas. No importa tanto el día ni la hora del final ultimísimo de los tiempos, sino de los retoños que ya observamos hoy.

            Pero también tenemos que hacer memoria continua de los renuevos suscitados por Dios en la Historia que son motivo de Salvación. No podemos olvidar los que aparecieron en la cruz, donde del leño secó brotó vida admirable causando el perdón de nuestros pecados por la muerte de Cristo. Los sacrificios antiguos, nos recuerda la carta a los Hebreos, no tuvieron poder para pronunciar un perdón eficaz, la Palabra hecha carne lo pronunció y lo hizo en la entrega definitiva y para siempre. Mientras nosotros, unidos a Él por el misterio de su muerte y resurrección, hemos de experimentar nueva vida en nuestros propios brotes emergidos por la fuerza del Espíritu. Es la ofrenda hecha a quien ha dado su vida para nuestra Salvación: retoñar de Vida y esperanza para la renovación del mundo. Esto por la Palabra de Dios que dice y es hecho. ¿Haremos que sea posible en nosotros?

            Al celebrar el día de la Iglesia Diocesana en este domingo, miramos hacia los retoños de esperanza que ha de ser nuestra Iglesia en nuestra sociedad, en nuestra historia. Puesto que son provocados por la Palabra del Creador, no pasarán, sino que son signo y también fuerza del poder invencible de Dios. Los miembros de esta Iglesia somos los que vamos brotando a la eternidad con diversidad de ministerio, carismas y dones de Dios, como el servicio agradecido a la Salvación del Señor. ¿Haremos que sea posible en nosotros para servir así a nuestro mundo?

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