Lc 11,1-13: Señor, enséñanos a orar.
Abraham seguía en pie ante el Señor cuando este le reveló lo que pensaba hacer con Sodoma y Gomorra. Permaneció erguido frente a su Dios mientras lo escuchaba y para hablarle, como está uno que dialoga con un amigo. Lo encontramos en el episodio precedente, que recogía la liturgia del domingo pasado, sentado a la entrada de su casa. Al percibir la presencia de los tres hombres que se acercaban, se levantó, fue corriendo hacia ellos y se postró. Luego volvió a levantarse y marchó corriendo para poner a todos los de casa en funcionamiento y servirles comida y descanso como huéspedes ilustres. La presencia de Dios hace levantarnos, adorarlo con profunda reverencia y ponernos en movimiento. Por último también nos mueve a quedarnos a la expectativa, atentos, con los sentidos dispuestos para recibir y dar, preparados para dialogar con el Señor escuchando y diciendo.
Entonces, ante esta disposición de ánimo creyente y confiado, Abraham pudo interceder por los pueblos de Sodoma y Gomorra con una actitud de respeto y reverencia, al mismo tiempo que confiada. Conocía hasta qué punto se habían corrompido aquellas ciudades, intentando rebajar la exigencia de su salvación, con astucia dialéctica, hasta el número de diez justos para evitar el desastre. No lo consiguió, porque ni siquiera, en una gran población, Dios consiguió encontrar diez justos. ¿La intercesión de Abraham fracasó?
Cuando al Maestro le pidió uno de sus discípulos que les enseñara a orar, le estaba requiriendo que les mostrara cómo mantenerse de pie ante Dios, atentos y dispuestos. Les dio una oración que conocemos con el nombre de sus primeras palabras: “Padre nuestro”. Sustancialmente es un conjunto de peticiones. La percepción de la presencia divina, que muchas veces se nos despierta cuando notamos la falta de algo, nos mueve a ponernos de pie ante Él y buscar su ayuda. Pedimos por nosotros y por otros, buscando una solución efectiva a circunstancias complejas, difíciles, que generan sufrimiento, desconcierto… Jesucristo insiste en pedir con insistencia y promete que el Padre da el Espíritu Santo a quienes se lo piden. Puede aparecer la sensación de fracaso cuando no conseguimos lo que esperamos obtener de Dios. ¿Hemos pedido mal? ¿No somos los suficientemente buenos? ¿Dios no ha escuchado o no ha querido intervenir?
Podría decirse que el éxito de la petición se encuentra ya en el diálogo, que nos ha hecho levantarnos para acudir a Dios y solicitar su ayuda, como se hace con un amigo. La oración es un regalo del Espíritu, que nos enseña a decir: “Padre nuestro” y que nos abre, manteniéndonos cara a cara ante Dios, a acogerlo a Él, en su inconmensurabilidad y grandeza, para que se haga su voluntad, más allá de nuestras expectativas. Este es ya uno de los frutos de quien dialoga en amistad con Él: no someter la relación con el Señor dependiendo del cumplimiento de lo que pedimos, sino basar el encuentro en la confianza en quien sabe más que nosotros y nos hace levantarnos para esperar en Él.