1Re 19,16.19.21: se levantó, siguió a Elías y se puso a su servicio.
Sal 15: Tú eres, Señor, el lote de mi heredad.
Gal 5,1.13-18: Para la libertad nos ha liberado Cristo.
Lc 9,51-62: “Tú vete a anunciar el Reino de Dios”.
A rey muerto, rey puesto. De este modo despacha el dicho popular un problema considerable, la sucesión en una responsabilidad. Una mirada hacia nuestra historia tan longeva y rica nos permite observar cómo el poder ha ido pasando de unas manos a otras sin que nunca faltase quien lo asumiese, sucediéndose periodos largos de gobierno con otros más breves, líderes más capaces y otros rematadamente ineptos, decisiones acertadas o dañinas, oportunismos, intrigas, asesinatos, relevos pacíficos… si no de todo, de bastante. Muy probablemente, no dejarán de parecernos hechos distantes ajenos a nuestra realidad actual. Y sin embargo, cuánto beneficio o perjuicio para quienes tuvieron que asumir las consecuencias de las decisiones de tales responsables.
El gran profeta Elías tuvo sucesor. Parecería que la profecía se iba a agotar en Él, profeta apasionado, entregado y fiel hasta la extenuación, pero la Palabra de Dios no se acaba y tiene que ser llevada a cada generación con mensajeros mayores o menores, conforme el Señor lo suscite, el momento lo requiera y ellos acepten esta encomienda. El relevo lo tomaría Eliseo, un labrador que, parece ser, tenía importantes posesiones. Si no era suyo el campo que labraba al menos tenía una yunta de bueyes y los aperos para labrar. No era poco. Aunque fue más lo que pensaba que ganaría siguiendo a Elías. Lo dejó todo de modo radical (matando los bueyes y dándoles de comer a la gente del pueblo con su carne asados con la leña del yugo) y sucedió a Elías como profeta. La Palabra no se iba a quedar detenida por jubilación de su portavoz.
Cuando el Maestro toma la decisión de ir a Jerusalén, según nos cuenta Lucas, está marcando un límite a su presencia entre nosotros. Entonces el evangelista subraya la cuestión del seguimiento de Jesús. Quienes lo seguían desde el principio, como Santiago y Juan, no acababan de saber de quién eran discípulos. No era Cristo de castigar a la gente por los desaires que tuviesen con Él o con los suyos. Había venido a salvar, no a condenar; a enseñar, no a castigar. Por eso los regañó cuando propusieron pedir que cayera fuego del cielo contra los samaritanos que nos los habían recibido. Luego, durante el camino, dos muestran su decisión de seguirlo y otro más es invitado por Jesús para el discipulado. Los discípulos serán quienes lo sucedan tras su ascensión a los cielos. Sin embargo, hay reservas para el seguimiento, sobre todo relativas a la familia. También Jesús precave de la desposesión a la que lleva ser su discípulo. La exigencia no es pequeña, pero también aporta un tesoro considerable.
“Para la libertad nos ha liberado Cristo”. El trabajo, los bienes, los vínculos familiares no terminan con el seguimiento del Maestro, sino que cobran otra dimensión, donde el criterio para hacer uso de las cosas y la relaciones con los más cercanos están centrados en Él y para la libertad. De otro modo la posesión, el ámbito laboral, los lazos de familia pueden absolutizarse y hacernos resistir a la llamada a un discipulado más generoso, más libre, por tanto. Nuestra cotidianidad no debe dejar de tener en cuenta al Hijo de Dios hecho carne y entregado en la Cruz por amor.
Discípulos de Cristo y, por ello, también sus sucesores. Nuestro legado será de cosecha buena, mediana, mediocre o mala, dependiendo de a lo que estemos dispuestos a renunciar para quedarnos más con Él.