Jr 17,5-8: Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor.
Sal 1,1-4.6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
1Co 15,12.16-20: ¿Cómo es que dicen algunos que los muertos no resucitan?
Lc 6,17.20-26: “Dichosos los pobres… Ay de vosotros, los ricos…”.
Gran parte de la normalidad con que asumimos las rutinas de cada día se debe a la confianza. No pasamos bajo un detenido análisis químico los alimentos que vamos a tomar (a lo sumo, nos conformamos con mirar la etiqueta de sus ingredientes y procedencia); tampoco le preguntamos a quien nos despacha el pan si se ha lavado bien las manos o al maquinista del tren si tiene la documentación en regla o ha pasado la última revisión óptica con éxito. Simplemente nos fiamos. Para cuestiones especialmente delicadas como, por ejemplo, una operación quirúrgica, intentamos hacernos con elementos que nos corroboren que el equipo que va a intervenir tiene garantías. No la podemos tener sin confianza, y en sus manos ponemos nuestras vidas. Donde más se arriesga el acto de fe ha de ser mayor.
Aunque pueda resultar insultante, la única persona ante la que tenemos que poner la mayor de las cautelas es uno mismo. No es que no seamos de fiar, pero es muy probable que uno haya sido para sí mismo quien más decepciones le haya causado en materia de confianza, porque es quien, por otra parte, más nos fiamos a la hora de tomar decisiones realmente cruciales. ¿Habrá otro lugar donde depositar nuestra confianza sin miedo al fracaso?
Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Jeremías, el profeta, profetizaba la maldición para quien, desconfiando en Dios, confiaba en las capacidades humanas ajenas o propias. La expresión parece excesiva. Pero el hombre de Dios no pronuncia una maldición así como así, por lo que se entiende que la cuestión en juego posee una importancia considerable. ¿En qué queda el ser humano sin Dios? ¿Hasta dónde llegará sin el auxilio divino? ¿Cómo sus fuerzas propias pueden alcanzar cualquier propósito? Mi experiencia, que creo que no difícilmente puede ser compartida por más, es que no somos mucho de fiar. La confianza en la propia carne, en el grupo, en las instituciones… y todo aquello que construye el humano individual o colectivamente es falible y, con frecuencia, altamente falible. Porque la carne humana sola, a secas, sin auxilio divino, no llega muy lejos; sus intereses distan de los que Dios nos proporciona.
¿Si no es en nuestras propias capacidades, en quién o en qué confiar? ¿Estamos abocados al fracaso? ¿Necesitaremos siempre una asistencia divina que salga en ayuda de nuestra incompetencia? La carne humana puede llegar a mucho, pero en el Señor. Es la carne gloriosa de Cristo resucitado la que nos enseña. La Resurrección de Jesús es maestra que nos muestra lo que puede y a lo que ha de llegar nuestra carne. El humano está hecho para resucitar, la carne está configurada para recibir la gloria divina. Ciertamente es triste que muchos bautizados no crean en la resurrección y se conformen con una respuesta sobre el más allá tras la muerte con un “algo habrá”, o estimen la pervivencia del alma sola o entiendan diversos modos de reencarnación. A la par en tristeza los que desisten de plantearse la cuestión. ¡Qué tesoro entre los cristianos tan poco aprovechado! Quizás, ¡qué belleza tan mal contagiada! No debemos ser vistos como con demasiado rostro de quien camina hacia la resurrección. Sin certeza de ella no pueden entenderse las bienaventuranzas que en el evangelio de este domingo nos regala san Lucas. Tampoco la dicha del sufrimiento, rechazo, insulto por causa de Cristo. Nos hacemos malditos de la verdad divina si no apreciamos y procuramos vivir conforme a Jesucristo resucitado. En Él contemplamos la gloria de la carne humana, en Él la misericordia, el perdón, el ultraje aceptado en esperanza, la generosidad hasta dar la vida por los otros, la confianza en el Padre que acompaña hasta la cruz y más allá de ella. En Él la belleza de la vida, mi vida y todas las vidas.
La desconfianza en nosotros mismos pienso que ha de ser inversamente proporcional a la confianza en la Resurrección de Cristo. En Él adquirimos las rutinas de la vida eterna sin miedo, ni siquiera, a la muerte.