Dn 7,13-14: Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Sal 92,1-2.5: El Señor reina, vestido de majestad.
Ap 1,6-8: ¡Mirad! Él viene en las nubes.
Jn 18,33b-37: “¿Eres tú el rey de los judíos”?
Allá donde van los ojos a fijarse, va después toda el alma y todo el cuerpo. Lo que despertó interés prioritario y fundamental arrastrará consigo cuanto venga de la persona, moviendo hacia sí proyectos, intenciones, acciones. Si los ojos se encaprichan de otro objetivo, será siempre pretendiendo algo mejor. Cuando el pueblo de Israel desvió sus miradas de Dios a los pueblos colindantes, tuvieron apetito de rey y lo pidieron con descaro al que hasta entonces había sido su rey. Dijeron a Dios: “Queremos un rey” (1Sm 8,5). Entonces el Rey de reyes, le dio rey, rey como los otros pueblos.
El proyecto monárquico israelita fue en muchos sentidos frustrante, aunque finalmente terminó cuando otros reyes venidos de fuera con más poder acabaron con la libertad del país y sus instituciones. No se les fue el apetito de rey, a pesar de su experiencia frustrante con la monarquía, pero pusieron sus ojos en una realeza ideal. Dios nos los dejaría en desamparo, trayéndoles un Mesías de paz y justicia. El deseo se avivaba en los momentos en que un rey tirano oprimía con saña al pueblo. En este contexto está escrito este pasaje del libro de Daniel, donde el profeta anuncia en un momento de opresión política y religiosa, la soberanía de un “hijo de hombre” un humano desconocido, con poder real y dominio dado por Dios, sobre todos los pueblos (poder sobre las razas), naciones (poder político sobre todo país) y lenguas (sobre la cultura). Esto en un dominio de eternidad sin término… pero en los tiempos finales. Habría que esperar a ese personaje anónimo. También el libro del Apocalipsis habla de ese soberano definitivo, aunque ya sabe su nombre: “Jesucristo”, y conoce su pasión y su muerte, su eficacia para perdonar los pecados y su última venida con juicio sobre todo pueblo. El escritor de este último libro de la Biblia sabe quién ese “príncipe de los reyes de la tierra”, pero ¿habrá que esperar hasta el final de los tiempos para saber también de su reinado?
En una ocasión el pueblo quiso nombrar rey a Jesucristo, cuando dio de comer a una multitud con unos cuantos panes y peces. En un segundo momento fue aclamado como rey, a la entrada triunfal en Jerusalén junto a los peregrinos que se dirigían a la Ciudad Santa para la celebración de la Pascua. Las autoridades judías lo habían desechado, porque defraudaba las expectativas para un rey Mesías conforme a la Ley, a su interpretación de la Ley. Ahora se encuentra cara a cara en un juicio privado junto a la máxima expresión del poder imperial en Palestina. Se lo han entregado a Pilato con la acusación de hacerse pasar por rey de los judíos. Llegaba la hora, así lo esperarían los que aguardasen en Jesús al caudillo liberador en que desplegara todo el poder de su realeza, sometiendo al opresor romano… o que se desvelara por completo su fraude.
Cuántas miradas hacia los mismos ojos, esperando cada una cosas diferentes, pero todas condenadas al fracaso. Fracaso por no entender la victoria en la humillación, la pasión y la muerte. ¿Qué buscaría Pilatos en los ojos de Jesucristo? El sumo sacerdote y el sanedrín no habían hallado el líder religioso que cabría esperar. Este rey de los judíos decepcionará cuantas veces se pretenda encontrar en Él el “rey” que pidió en tiempos de Samuel el pueblo de Israel, y no el Dios liberador con entrañable interés en hacernos libres de nuestros pecados y herederos de la Salvación. Esto no significa que el poder político, necesario para el orden social y la administración, sea antagonista de la soberanía de Dios. En un grado elevado, una situación política de participación y trabajo por el bien común está implicando ya una presencia de Dios. El peligro está en considerar que la política o cualquier otra institución humana tiene capacidad de causar la salvación. No llega a lo más íntimo donde habita la libertad, con esa fuerza para transformar el corazón y hacer realmente libres. Una tentación constante en la Iglesia ha sido la de aliarse con el poder político para asegurarse una situación de privilegio en la sociedad; otra de los gobiernos, hacer uso de la religión o sus instituciones, como la Iglesia, para sus fines.
La soberanía de Cristo, cuya fiesta solemne celebramos en este domingo, empuja a tomar partida por un trabajo cristiano en los distintos ámbitos sociales, que den testimonio de su presencia y poder transformador que ya obra entre nosotros, pero teniendo bien claro que el único imperio de misericordia, de justicia y de paz vendrá de Él, que tiene poder para salvar y conceder la vida eterna, porque reinó con misericordia y justicia y paz entre nosotros y, pasando por una muerte de cruz, recibió vida de Resurrección para darnos vida a nosotros. ¡A ver donde fijamos nuestros ojos, no sea que esperemos de donde no cabe esperar y no esperemos de donde nos viene todo bien!