Hch 2,1-11: Estaban todos en el mismo lugar.
Sal 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
1 Co 12, 3b-7. 12-13: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», sino por el Espíritu Santo.
Jn 20, 19-23: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Allí que estaban los discípulos de Jesús, todos juntos en el mismo lugar. Ocupando el mismo espacio, cada cual en su lugar. Todos o muchos, tan cerca y con riesgo de encontrarse tan sin vínculo. Hacía un par de años que no se conocían y, en torno al Maestro, habían creado una comunidad, una familia de ingenuos o valientes o deseosos de Dios que lo siguieron. Él daba coherencia y sentido al grupo. Su muerte se extirpó las razones para la existencia de grupo como tal, ¿de qué servía estar juntos si ya habían perdido su referencia y el motivo que los hizo converger? Pero aún permanecieron reunidos en un mismo lugar, uno al lado del otro y tan distantes, como islas en un océano de tristeza y fracaso.
Entre los poderes de la muerte está el de la fragmentación. La muerte de Jesús dejó fragmentada a una comunidad unida en torno a su persona y conduce a que la pena se masculle en solitario y como a ciegas. El único remedio se lo trajo el mismo Señor que los había convocado y los había enviado a curar enfermos, expulsar demonios y predicar la llegada del Reino. La resurrección les ofreció esperanza y motivos para confiar en Dios más allá de la Cruz. Pero la despedida del Maestro con su ascensión al cielo los dejaba en una posición desconcertante. ¿Cómo continuar la labor encomendada por el Maestro sin el Maestro? Les había pedido una madurez, una mayoría de edad que no podían asumir por ellos mismos. Hasta que llegó el Espíritu.
El Espíritu Santo conecta con la Palabra de Dios iluminándola para profundizar en su interpretación. Da sentido a la historia de cada uno y fortalece los vínculos de unos con otros. El miedo se disipa, aparece la paz y una fuerza renovadora que empuja a llevar lo recibido superando las barreras de las limitaciones propias. Lleva más allá, provoca la palabra, el apostolado, la generosidad de los dones recibidos. Causa diversidad y armonía en esta; pluralidad y comunión. Las distancias geométricas no enturbian la proximidad, sino que cimienta fortaleciendo la fe en un mismo Señor, la esperanza en la resurrección de la carne, el ejercicio de la caridad como la actividad más sublime.
La proclamación de la Palabra se realiza de modos diversos, en multiplicidad de lenguas que transmiten una misma y única verdad: el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús y activo en nuestras vidas por el Espíritu. ¡Qué poder transformador en nosotros, por nosotros, con nosotros! Reivindica lo suyo en nosotros, lo nuestro en Él, porque es el primero que causa sinfonía haciendo que Dios more en nuestra vida.