DOMINGO XXXI T. ORDINARIO (ciclo B). 31 de octubre de 2021

Dt 6,2-6: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno.

Sal 17: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

Hb 7,23-28: Lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.

Mc 12,28b-34: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo su ser”.

“¡Palabra del Señor!”. Así de rotundos respondemos a la Palabra proclamada en la Asamblea. Tan contundentes como cuando nos expresamos diciendo: “¡Tengo hambre!”, “¡me voy a dar una vuelta!”, “¡me aburro!”, “¡déjame en paz!” o “¡te quiero!”. Manifestamos de este modo lo que es nuestro, lo que parte de nuestras experiencias, aunque las palabras que empleamos no son nuestras, sino las que hemos recibido de otros. Gracias a ellas nos entendemos. Hacemos uso de algo ajeno para poder decir lo propio: lo que sentimos, deseamos… lo que somos.

Antes de que hayamos llegado a pronunciar ninguna de estas palabras las hemos tenido que escuchar muchas veces, como sucede con los niños pequeños, quienes tuvieron que prestar oído para poder luego ellos nombrar el mundo: primero el de fuera y luego el interno. Moisés también reivindicaba la escucha para su pueblo: “¡Escucha, Israel!”; si querían decir y hacer bien, habrían de escuchar palabras que no eran suyas, sino de Dios, para hacerlas propias y no improvisar insensateces. La memoria comienza por el oído y pide: atención, paciencia para que repose y evitar precipitaciones, búsqueda de su armonía con la realidad, capacitación para una respuesta acorde a lo que dice…

El Maestro acude a la escucha a la que invitaba Dios por medio de Moisés para responder al escriba. Un hombre instruido sobre la Palabra de Dios, ¿necesitaría de Jesús la confirmación a sus convicciones? ¿Quería de algún modo ponerlo a prueba? ¿Esperaba algún tipo de matiz por parte de un maestro tan diferente? Jesús le contesta con la Palabra. Moisés pronunció la Palabra que Dios de la que Dios le había hecho portavoz; pronunciaba a Cristo, Palabra de Dios eterna, aun sin saberlo. La Palabra hecha carne invita a hacer memoria de lo que su profeta había dicho de parte de Dios, ahora también visible en la vida del Nazareno, palabra divina encarnada.

Cualquiera que quiera hacer suya la Palabra de Dios, la que viene de fuera para que nos la apropiemos, ha de implicarse en el amor en sus dos ámbitos: a Dios y al prójimo. No pide nada más la Palabra. Nos llegan como mandato. El primero de ellos reivindica una relación personal con Alguien, no con ideas, fuerzas cósmicas o una entidad genérica. El segundo nos pide reconocer en el otro a alguien, por quien ese Alguien ha derramado su amor y ha entregado la vida de su Hijo. Dos mandamientos necesarios para auto-reconocernos también como alguien, cuya vida tiene sentido.

La Palabra de Dios no deja de llegar a nuestros oídos. Ofrecerle nuestra escucha es imprescindible para alcanzar vida y que nuestra vida sea testimonio de que Cristo vive y su Espíritu vivifica hacia la plenitud.