Is 45,1.4-6: Que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí.
Sal 95: Aclamad la gloria y el poder del Señor.
1Ts,1-5: Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros.
Mt 22,15-21: Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Comprometer a Dios de modo partidista con algunas de nuestras cosas humanas es desacertado y feo, pero ¿cómo no acudir a Él cuando los asuntos terrestres afectan a la relación con los divinos? A los judíos coetáneos de Jesús les gustaban los políticos que no cumplían con sus expectativas tan poco como a nosotros. Su situación venía agravada porque los dirigentes que gobernaban su país se hallaban lejos, en Roma, y eran extranjeros y paganos (más lejos aún de sus creencias y su modo de concebir el mundo). Se quejaban a Dios de su situación política, sobre todo los que esperaban un mesías rey, pero, por lo pronto, mientras la ayuda divina llegase tenían que soportar importantes cargas, como la de pagar los impuestos a Roma, taxativamente.
En clave geopolítica no había alternativa que eximiese del pago del tributo. Para el judío no era solo una cuestión económica sino también de soberanía; representaba un poderoso signo de que no eran libres, de que el destino de su país estaba en manos de otros. La tierra de la promesa de Dios se encontraba sometida a un poder ajeno a la Alianza y a la Ley y a los Profetas. Sin embargo, el Altísimo parecía demasiado elevado sobre estas cuestiones para tomar cartas en el asunto y, al menos, permitía la invasión romana y su intromisión en los asuntos del pueblo de Israel. De hecho, el autogobierno de Israel había sido efectivo durante breves periodos de tiempo a lo largo de su historia y no habían gobernado precisamente los dirigentes más capaces, como las mismas Escrituras atestiguan.
Y, ¿qué diría el Maestro acerca de esta situación? Tocando lo económico, se llegaba a uno de los elementos más sensibles de la ocupación romana. ¿Habría que pagar impuestos a los romanos o no? Sin duda que la pregunta no pretendía solo la resolución de una duda, sino poner en un aprieto a Jesús. Sin saberlo, se estaba intentando mezclar las cosas de Dios con las humanas a nivel ideológico.
Jesús eleva el planteamiento a un nivel de excelencia. Lo decisivo no se encuentra en la ocupación romana o en la liberación política, sino en la libertad de los hijos de Dios. La moneda tenía abalado su valor en el contenido de metal que llevaba consigo. La valía humana radica el peso que lleva consigo y que implica su relación con Dios y la imagen y semejanza divina que nunca perderá. La encrucijada donde se decide qué tipo de soberanía o de autogobierno quiere cada cual para su vida tiene el nombre de libertad, donde decidimos que sean los problemas políticos o económicos lo que absorban el total de las preocupaciones, o la búsqueda del Reino de Dios y su justicia.
Esta búsqueda es la que, precisamente, causa el que haya cristianos que, desde su libertad, caminan hacia quienes aún no conocen el Evangelio de Jesucristo que hace libres. Los llamamos “misioneros”. Son escogidos por el Padre para ser enviados por la Iglesia y vivir enseñando, al tiempo que aprendiendo, que hay que darle a Dios lo que es de Dios. Inflamados en el fuego del amor al Señor, se ponen en camino, como indica el lema de la campaña del Domund de este año, compartiendo su búsqueda y suscitando buscadores.
Esto no ha de llevar a una despreocupación por lo que concierne a la política y la economía, la educación y la cultura, sino a situar en un plano distinto, más firme y seguro, en el mismo Señor, el fundamente desde el que vivimos nuestro ser cristiano en el mundo, nuestro ser ciudadanos y peregrinos.