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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XIv T.ORDINARIO (ciclo B). 8 de julio de 2018

 

Ez 2,2-5: Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.

Sal 122: Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.

2Co 12,7-10: muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo.

Mc 6,1-6: Se extrañó de su falta de fe.

La protección y custodia de lo más valioso mueve a la reserva de un espacio dedicado a guardarlo con una frontera suficientemente eficaz. Los muros que delimitan nuestros hogares trazan el límite entre lo público y lo privado, lo íntimo y lo abierto, lo familiar y lo genérico. No obstante, no es clausura absoluta, sino que se permiten orificios hacia el exterior por donde llega la luz y el aire de fuera y, más importante aún, por donde se puede entrar y salir. La puerta proporciona un grado de fragilidad en el bastión que es la casa, pero es el riesgo para que aquel ámbito familiar no se agote en sí mismo y esté abierto a riquezas externas. Si no hubiese necesidad de este intercambio, tampoco lo habría de puertas.

                Una puerta excesivamente abierta puede responder a un aprecio pobre de lo que se tiene dentro. Si el exceso se comente en su cierre, tal vez no se esté valorando lo que puedan aportar los ajenos. Llevando el asunto hacia sus extremos encontramos una valoración inapropiada hacia lo propio o lo ajeno, que provoca un desprecio por lo familiar o lo externo a la familia. Es uno de los retos con los cuales ha de enfrentarse la pregunta sobre la identidad personal o comunitaria. ¿En qué medida somos nosotros mismos si nos llega tanto de fuera? ¿De qué modo crecer y no empobrecernos si no es desde la apertura a tanto como nos traen otros?

                Nazaret pertenecía al mundo rural galileo del interior que no gozaba del cosmopolitismo cotidiano de ciudades cercanas mucho mayores y abiertas a otras culturas. Su propia ubicación y dimensión ponía muralla a su población. Había que salir de Nazaret y recorrer unos cuantos quilómetros para encontrarse con la diversidad. Y sin embargo, contra todo pronóstico veterotestamentario, en Nazaret se había abierto una puerta extraordinaria hacia la mayor fuente de intercambio y enriquecimiento, con el mismo cielo. La familia de José el carpintero de Nazatet custodiaba esa posibilidad de tránsito y transacción con lo divino en Jesús, el hijo de María. Las palabras y los signos que hizo entre ellos no bastaron para mitigar los prejuicios sostenidos férreamente por los paisanos nazarenos: “de lo que conocemos, de lo que hemos visto, de aquello con lo que tenemos cotidianidad no podemos encontrar nada admirable ni sorprendente” (parece que pensaban). Obviaron uno de los movimientos más maravillosos de Dios: que obra prodigios en lo más cotidiano y ordinario. Así el Hijo de Dios se hizo “uno de tantos”. Sin embargo, el Maestro no pudo actuar allí por su falta de fe. Cerrados en su estrechez vital se habían cerrado a Dios, lo que impedía dejarle actuar. Donde se obstruye la acción de Dios el hogar, irremediablemente, se empobrece. Todo porque no quisieron interpretar los nuevos acontecimientos que el Señor les había traído.

                Lo que encontraba Pablo en su interior no debería parecerle muy admirable. El hogar irrenunciable y más definitivo es cada persona para sí misma. Él miro hacia dentro de su hogar y no se alegró de todo lo que vio. Habla de una espina, seguramente una dificultad o problema de gravedad que le preocupaba seriamente. Habiendo cerrazón en torno a la preocupación cabe esperar o una magnificación del problema, que arrastra consigo un ingente consumo de fuerzas (muchas veces lamentos y quejas estériles) o bien una despreocupación asombrosa (como si no pasara nada). La puerta de Pablo abierta hacia Dios le traía luz para, sin dejar de reconocer una situación dolorosa, confiar en el poder divino sobre su carne. La apertura a Dios equilibra nuestra percepción de la realidad asumiendo lo que hay con una perspectiva y una actitud esperanzadas. Precisamente lo que rechazaron los paisanos del Maestro y lo que rechazaremos nosotros si no buscamos esos cauces de encuentro con el Señor en nuestras propias experiencias y movimientos internos, en las relaciones con los demás, en los acontecimientos diarios, en la Palabra y los sacramentos. Cuántas puertas; aprovechadas o no, depende de nosotros. 

DOMINGO XIII T. ORDINARIO (ciclo B). Jornada de responsabilidad en el tráfico. 1 de julio de 2018

 

Sab 1,13-15; 2,23-25: Todo lo creó para que subsistiera.

Sal 29, 2-6. 11-13: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

2Co 8,7-9. 13-15: Sobresalid también en esta obra de caridad.

Mc 5,21-30. 33-43: “No temas; basta que tengas fe”.

 

El autor de la vida lo creó todo para que subsistiera. ¿No cuidará con primor a la niña de sus ojos? Al hacerlo, no hay duda, lo hará así: dejando que llene sus ojos, en una relación de amor y confianza.   

                Un mismo episodio nos narra dos curaciones, dos gestos o concreciones de este amor entrañable. El evangelista, tan conciso en otros milagros, nos deja una descripción con interesantes detalles de dos historias. La primera nos informa sobre una mujer que padece durante doce años hemorragias, lo que le hace sufrir mucho en lo físico y en lo moral. El contacto con la sangre derramada hacía incurrir en impureza según la ley judía. Ella tenía que padecer esta situación de modo habitual. Habiendo acudido a multitud de médicos, no solo no habían podido acabar con su mal, sino que la habían hecho empeorar y habían acabado empobreciéndola. Esto indica que se trataba de una persona adinerada, pues no cualquiera podía recibir servicios médicos y menos en tanta cantidad. El momento en el que se acerca a Jesús la encontramos enferma, sufriente, empobrecida y religiosamente impura. Probablemente esto la motive a dirigirse hacia Él como a hurtadillas. Cree que le bastará con tocar su manto y que de ese modo podrá pasar desapercibida. Pero Jesús siente la fuerza salida de sí y pregunta por ello entre el gentío. Muchos lo apretujaban, de ellos quizás también un número intentase encontrar en Él, como la mujer, la curación de sus males, la solución de sus problemas, pero solo sabemos que fue ella quien quedó sana. Esto por su fe. La fe es presentada como requisito necesario para que la fuerza y el poder de Dios sea eficaz. De este modo lo va a corroborar el Maestro. Su misión no consiste en solventar los problemas sanitarios o de otra índole, sino encontrarse con los hijos de Israel para traer la salvación a todos. Busca el rostro de la mujer para encontrarse con ella. Se manifiesta como el médico competente que no solo sana, ni principalmente sana, sino que acoge, que busca una relación personal y un encuentro. Expresa y cumple la misericordia de Dios.

                La segunda historia es la que inicia el relato. Una niña de doce años (coincide con el tiempo de enfermedad de la otra mujer) se halla en un estado crítico de salud. No es ella, sino su padre, Jairo, un hombre distinguido por ser jefe de la sinagoga, el que se acerca a Jesús. Con una actitud de reverencia y veneración, postrándose ante Él, pide la curación de su pequeña. Parece una última petición de auxilio a la desesperada. En vez de permanecer con su esposa junto al lecho de su hija para acompañarla en el inminente final, pide una ayuda casi imposible. Pero cree. El Maestro quiere ir a su casa, al hogar familiar. De nuevo va a aparecer el gentío que en esta ocasión se ríe de Jesús en casa de Jairo, cuando anuncia que la niña no está muerta, sino dormida. La noticia de la muerte parece dejar el asunto resuelto. Jairo no tiene nadie más en quien poder confiar, y confía, a pesar de lo rotundo del diagnóstico. Jesús va a obrar el milagro, más asombroso que el anterior, porque para todos se había agotado la esperanza, salvo para el padre, que creyó en el poder de Dios en Jesús. El modo de curar, tomándole la mano y ordenando con su palabra, recuerda las intervenciones divinas con el pueblo, donde la mano de Dios protege a Israel de sus enemigos y los guarda, y su palabra tiene poder creador y de transformación de la realidad.

                En Jesucristo se hace presente el poder de Dios que actúa en beneficio de sus hijos; que manifiesta que el Señor quiere la vida para todos, su salvación íntegra y eterna. Y, al mismo tiempo, que esto precisa un asentimiento, mediante la fe, a la acción soberana del Altísimo. Nuestras historias no podrán completarse si Él no se hace presente con su poder y su Palabra, pero pide también nuestra aceptación desde la fe, para dejarnos configurar y transformar por su Espíritu. 

SOLEMNIDAD DEL NACIMIENTO DE SAN JUAN BAUTISTA. 24 de junio de 2018

 

Is 49,1-6: Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó.

Sal 138: Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente.

Hch 13,22-26: Antes de que llegara, Juan predicó a todo Israel un bautismo de conversión.

Lc 1,57-66.80: Juan es su nombre.

¿Quién sabe por qué fuimos nosotros los que cuajamos en las entrañas? ¿Quién puede decirnos por qué prosperamos hasta ver la luz y nos diese la bienvenida el mundo? Hemos sido elegidos para la vida. Ante eso solo podemos corresponder con un “gracias”.

            ¿Por qué se nos ha dado también un nombre personal, particular?  ¿Quizás para hacerlo propio y diferente a todo otro nombre, con el que nos identificamos y formamos parte de la realidad de este mundo? Hemos sido llamados, y solo podemos reconocernos en ese nombre si antes damos crédito a quien lo pronuncia llamándonos. Solo puedo saber que yo soy, si sé que Tú eres.

            ¿Para qué una elección y una llamada si no puedo yo también elegir y llamar? ¿No formaremos parte de un proyecto, de una historia de salvación? Y si no podemos ofrecer lo que tenemos y somos, ¿Cómo podremos protagonizar esta historia que va a definir nuestro propio fin? Si no nos queremos quedar al margen de la colaboración en esta historia, habremos de responder: “Aquí estoy”.

            El puesto singular de Juan, el de Isabel y Zacarías, el elegido por el Señor desde antes de su concepción es la concreción en su persona, también singular de una vocación, una llamada y una misión. Hereda el oficio de los antiguos profetas y lo desempeña como el que grita para convocar a la preparación de la llegad del Mesías. El anuncio de su llegada, su concepción y su nacimiento, descritos en paralelo a la historia de los preámbulos de la encarnación del Señor, a quien él anuncia y dispone el camino, manifiestan esa elección divina para una misión particular.

            El único santo, además de la Virgen María, cuyo nacimiento se celebra en la liturgia. Además con solemnidad. Él sabe lo que no es, consciente de que no debe asumir lo que no se le ha pedido, lo que le corresponde a otros y al mismo Mesías, y conoce lo que es; por ello no pretenderá un puesto ajeno a su misión. Su vida es, insisto, elección, llamada y misión. Su identidad quedó bien definida en su relación con Dios. Precediendo al Salvador con su vida y su anuncio, nos precede también a nosotros para enseñarnos a entendernos con relación a Dios que nos ha elegido, llamado y enviado. ¿Seremos lo suficientemente agradecidos para darnos cuenta del don de Dios? ¿Qué tenemos un nombre, el de hijos de Dios, y sino en Él encontraremos nuestra identidad? ¿Pondremos delante nuestras propias aspiraciones o querremos formar parte de la historia de la salvación atentos a la voluntad de Dios? En san Juan encontramos aquello que puede Dios conseguir en la tierra humana cuando se abre generosa a su llamada. 

DOMINGO XI T. ORDINARIO (ciclo B). 17 de junio de 2018

 

Ez 17,22-24: arrancaré una rama de alto cedro y la plantaré.

Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.

2Co 5,6-10: Siempre tenemos confianza

Mc 4,26-34: Y no les hablaba sino en parábolas.

 

No la estires, no le grites, no le metas prisa… que la semilla trabaja con sus ritmos. Pero hará lo que puede y en el momento oportuno si cuenta con todo lo necesario a su hora. Porque el triunfo de la semilla no es solitario, sino que en ella vencen también la tierra, el agua, el sol y quien la dejó caer para que diera fruto.  

            Así hablaba el Maestro, con color de semilla y de vid, y oveja con su pastor, y de señor con sus siervos… A una sociedad rural, jerárquica, doméstica, les hablaba con ejemplos rurales, jerárquicos y domésticos.  No se había hecho el Verbo carne para dirigirse a la carne humana con oratoria grandilocuente y elevada, sino al modo como mejor lo pudieran entender, por medio de las cosas que conocían, para llevarles a las cosas que Él quería que conociesen. Para que en lo cotidiano reconociesen la presencia de su Señor, más cotidiano que su propia cotidianidad.

Les hablaba siempre de lo mismo, de aquello de: “Tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo único, para que todos se salven por Él”. Y lo hacía subrayando unas veces esto, otras aquello. Luego a los más cercanos, les explicaba el significado de las parábolas. Quien quisiese penetrar en el conocimiento de sus palabras, tenía que pasar tiempo con Él, hacerse próximo. Las parábolas no resolvían los enigmas y misterios sobre el Altísimo en su relación con nosotros, sino que incentivaba la búsqueda, para que cada cual marchase con su corazón sembrado intuiciones y se preocupase en cultivar aquello que había albergado al modo de una siembra con capacidad para mucha fecundidad. Porque el lugar propicio para aquellos granos tan prometedores de la parábola estaba en la misma mente y corazón humanos. El reino de Dios o reino de los cielos, consistía en la victoria de la justicia, la paz, la verdad y la misericordia divinas en la vida de los hombres; la eficacia de una seducción donde el Señor ofrecía y su criatura acogía o rechazaba.

También los antiguos profetas habían acudido a estos ejemplos sencillos. La rama alta del cedro arrancada para gestar un nuevo árbol, que emplea Ezequiel, predisponía para entender también los nuevos ejemplos del Maestro nazareno.

Aquí la semilla le sirve para hablarnos del Reino. Con esta imagen alude al proceso, a un camino paulatino que requiere cuidados, pero que tiene también una dimensión misteriosa. No deja de ser milagroso el que la tierra (ayudada por el agua y el sol) devuelva multiplicado el grano que se sembró solitario. También destaca el contraste entre la pequeñez del inicio y las dimensiones del resultado final. Los propósitos grandes de Dios comienzan en lo diminuto, para que “la fortaleza de Dios brille en la debilidad”. Y esta debilidad la estamos palpando constantemente, porque somos nosotros. No renunciamos a un cuerpo y a una piscología tantas veces delatados en sus incapacidades y torpezas, sino que lo abrimos a la gracia divina para que se Él el que saque partido de lo que tantas decepciones nos reporta.  Por ello, como tierra de labor, hemos de disponernos para que, de un modo muchas veces imprevisto e incontrolable, todo cuanto siembre Dios pueda germinar y llegar a su plenitud. Lo de Dios es sembrar, lo nuestro preparar el terreno para que cuanto siembre, fructifique; y que lo haga a su ritmo, a su momento. 

DOMINGO X DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 10 de junio de 2018

 

Gn 3, 9-15: “¿Dónde estás?”.

Sal 129, 1-8: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.

2Co 4, 13-5, 1: Todo esto es para vuestro bien.

Mc 3, 20-35: “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás”.

El alimento que ingerimos no se detiene en la boca. Pasará más hacia dentro colándose por muchos orificios para quedarse repartido por un lado y otro. Y allí llevará lo que tiene: si sano, nutrientes vitales; si nocivo, perjuicio para el cuerpo. El daño se deja notar pronto bajo el síntoma de molestias, y así se queja el organismo, aunque no sepamos realmente qué nos pasa. Para llamar por su nombre a nuestras indisposiciones y sus consecuencias encontraremos una buena ayuda en el especialista sanitario.

                Comió Adán, porque le ofreció la mujer, Eva, porque el fruto les pareció apetecible. Ambos comieron la mentira y su daño pasó a sus entrañas. Experimentaron que, tras aquella comida, las cosas no eran como antes, y se escondieron por miedo. El miedo es uno de los primeras consecuencias de la mentira, miedo a encontrarse con Dios, el que paseaba con el hombre cada tarde a la hora de la brisa como se pasea con un amigo. Quizás sin reparar en lo que había sucedido, sentían vergüenza y miedo y se escondieron. Pero Dios les salió al encuentro de nuevo y, al no ver a su criatura en el sitio acostumbrado le preguntó: “¿Dónde estás?, iniciando un diálogo. No era un interrogatorio de acusación, sino un descubrimiento del resultado de la desobediencia. El Señor fue sacando a la luz las consecuencias de su acción, fue descubriendo el pronóstico de un alimento perjudicial, para que el hombre supiera, y sabiendo aprendiera y prefiriera la luz.

                Solo la relación dialogal con Dios esclarece desde la verdad, la verdad de quien más nos conoce y nos ama. Todo lo que no se armonice con el proyecto salvador de Dios personal y universal será mentiroso; todo lo que rechace proclamar a Jesucristo como Dios y Señor, como el Hijo de Dios hecho hombre y crucificado por nuestra salvación y resucitado al tercer día será falaz. La conversación con Dios es imprescindible para conocer la verdad de lo que somos y ha de ejercitarse constantemente; constantemente tendemos a justificar lo que no está bien, condescendiendo con nuestras mentiras. La verdad resulta, no pocas veces, molesta, exige desenmascarar nuestras intenciones egoístas y aprovechadas. ¿Por qué hago esto o aquello? ¿Me lo está pidiendo Dios? Lo que no pide Dios no viene de Él y es mentira.

                A Jesús se le identificó con el príncipe de la mentira, Belzebú. Y es la mentira, le negativa a reconocer la Verdad, la oposición a contrastar nuestras sombras con la claridad de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, la que atenta contra el Espíritu Santo. Obstinarse en la propia falsedad es tratar a Dios como mentiroso y renunciar a que sea su proyecto y no el nuestro el que prospere. De nuevo diálogo, mucha conversación con Dios, pero conversación transparente que pretenda encontrarse con la verdad y no utilizar a Dios para sostener nuestras falsedades. Porque podemos utilizar a Dios para legitimar todo lo que hacemos y somos, sin ningún ánimo de cambio. Porque la verdad escuece, es molesta para la mentira, pero libera; la Verdad nos hace libres para la construcción de la vida y se opone al miedo de andar en amistad con Dios.

                Da la impresión de que en nuestras oraciones no abunda el diálogo. Nos dirigimos a Dios, le pedimos, pero no escuchamos a lo que Él nos diga. La posible conversación la despechamos en un monólogo. No se le deja intervenir. Un ejercicio muy valioso es hacer diariamente una revisión de la jornada, donde descubrir las huellas de Dios en el día a día: en lo sucedido, en las relaciones con las otras personas, en lo que se movió internamente… Y, de este modo, aprender de su lenguaje en nuestras vidas. Porque Él sigue acercándose a la hora de la brisa a conversar con nosotros y a compartirnos cuánto nos ama, enseñándonos la verdad sobre sí y sobre nosotros. 

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE JESUCRISTO. CORPUS CHRISTI (ciclo B). Domingo 3 de junio de 2018

 

Ex 24,3-8: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.»

Sal 115: Alzaré al copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

Heb 9,11-15: La sangre de Cristo podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo.

Mc 14,12-16.22-26: “Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”.

 

La sangre ha de verterse hacia dentro, hacia el interior del cuerpo, si no quiere dejar al organismo seco de vida. Lo sabían los antiguos: la sangre es el alimento vital de animales y hombres. Donde vaya el cuerpo ha de ir también su sangre. Si se derrama hacia fuera, deja de cumplir con su oficio y la vida se malogra desperdiciada. Lo sabían los antiguos y aprendieron a tapar y curar la herida para que la sangre no saliera del cuerpo; y también aprendieron, tristemente, a derramarla: para arrebatar la vida a cualquiera, hiriendo su carne. Así sucedió cuando el terrible fratricidio de los primeros hermanos. ¿Por qué habría de alzarse una sangre hermana contra otra? Sin más motivos que la envidia, el afán de dominio, el odio… el ejemplo se multiplicó y la tierra se irrigó de muchas sangres despojadas de su cuerpo.

Aprendieron también aquellos hombres de antes a que podría haber una sangre derramada con utilidad. El sacrificio de animales ofrecía para ellos el encuentro con Dios, el Señor de toda vida y el ser humano, receptor de esa vida. La sangre, precisamente el torrente de vida necesario, era regalo divino y a él podía destinarse en un acto religioso de profunda fe. La sangre se empleó como elemento purificador, de expiación, de alianza. Los hombres elegidos entre el pueblo, los sacerdotes, eran los encargados de acoger el animal ofrecido y verter su vida para legitimar el vínculo del creyente con Dios. Sangre de animales, nunca humana. Fuera de estas prácticas religiosas, tocar siquiera la sangre de cualquier animal o persona llevaba a la impureza; nadie podía mancharse las manos de aquella sustancia de vida, porque era, de algún modo, sagrada, en cuanto que en ella se transmitía la vida regalada por Dios.

A la hora de mejorar la relación con Dios, conocido ya con el nombre de Padre, hubo que estrechar lazos con una nueva alianza. También intervino la sangre, pero no cualquiera, sino la de su Hijo hecho carne y sangre humanas. El cambio fue abismal. El sacrificio animal se transformó en el compromiso personal para que la sangre propia recibida de Dios sirviera para su alabanza y su servicio, para ofrecerse a la reconciliación de toda sangre, para que la misma vitalidad recibida del Altísimo fuera fecunda para la vida humana respetando y preocupándose por toda carne, por todo cuerpo, por toda sangre. El prodigioso cambio fue posible en Jesucristo cuya vida consistió en una entrega generosa buscando el sacrificio de su propia existencia por amor al Padre, en favor de los humanos a los cuales amó como hermanos. Por eso en aquella Cena de despedida, vinculó la suerte de su sangre  y de su carne al pan y al vino ofrecidos y tomados en memoria suya, en memoria del cuerpo de Cristo entregado, crucificado, resucitado; en memoria de la historia del Hijo de Dios encarnado y hecho donación para la salvación de los hombres.

No se nutre la sangre de lo que uno come y bebe. ¿Qué calidad tendrá la sangre que coma y beba del Señor en la Eucaristía? ¿A dónde llevará una sangre alimentada con tanta calidad y fuerza de vida? A reproducir lo propio que hizo el Maestro, dar la vida por amor a Dios y amando a aquellos en los que no puede dejar de reconocerse el mismo don divino, la misma sangre fraterna, a los que no podemos llamar rivales sino hermanos.

Así se entiende que Caritas haya escogido un cuádruple corazón que forma una cruz. Es el que recibe y distribuye la sangre. Es el órgano que da de comer a todo el cuerpo y le lleva lo que se respiró y se comió. La calidad de la sangre, asociada a la calidad de  lo comido, lleva a todo el organismo a la salud o a la enfermedad. La caridad requiera la más alta calidad y su alimento no es otro que el cuerpo y la sangre de Cristo, por el que nos hacemos más sangre de su sangre y carne de su carne, cuerpo del Señor, miembros de la Iglesia; sangre ofrecida, desgastada y hasta derramada para proclamar y vivir las misericordias del Señor y servir, misericordiosos, a toda sangre humana.  

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