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Ciclo B

DOMINGO IV DE CUARESMA (B). "LAETARE". 14 de marzo de 2021

2Cro 36,14-16. 19-23: ¡Que el Señor, su Dios, esté con él!
Sal 136: Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.
Ef 2,4-10: Estáis salvados por pura gracia.
Jn 3,14-21: Tanto amó Dios al mundo que envió a su primogénito.

 

La historia es una parlanchina incansable, aunque no se le preste la atención suficiente. Lo que ella dice se entiende de modos diversos dependiendo de la persona y el momento. Conversamos mejor con los acontecimientos mejor cuando nos acercamos a ellos desde la distancia procurando descubrir su significado.

El Pueblo de Israel, al vivir en lo inmediato, renunciaba a la historia, a la comprensión de lo sucedido en base a la Alianza de Dios con ellos. Los libros de las Crónicas aportan la interpretación de los acontecimientos desde los ojos de la clase sacerdotal. La mayor parte de los episodios narrados ya están recogidos por los libros de Samuel y Reyes, pero aquí la perspectiva enriquece la valoración de los hechos. La primera lectura de este domingo, del segundo libro de las Crónicas, recuerda insistentemente en el amor de Dios por su pueblo que buscaba su bien con oportunidades repetidas a pesar de su infidelidad hasta que, finalmente, dada la maldad de todos (y el libro se encarga de enumerar grupos de dirigentes y el pueblo en su conjunto como culpables del rechazo a Dios), van a sufrir un terrible castigo: la conquista de Jerusalén y la destrucción del templo, la deportación a Babilonia y el destierro durante setenta años... hasta el regreso. Al final no aguarda la desgracia, sino la restauración de la alianza y la resconstrucción del lugar sagrado. La perspectiva hilvanada de los hechos les ofrece la interpretación profunda y real: han sido infieles y por eso le ha sobrevenido la desgracia, pero el amor de Dios, tras la purificación por el castigo, les ha devuelto lo perdido.

También un fariseo miembro del sanedrín, el tribunal de justicia judío, llamado Nicodemo, tenía interés por la conversación. Había visto los milagros y signos que hacía Jesús. Para algunos compañeros eran una provocación por parte de alguien no autorizado ("¿de dónde le viene esa autoridad?"). Él entendía que aquellos prodigios y gestos proféticos no podían venir sino de un hombre de Dios. Le llamaría poderosamente la atención aquel maestro galileo. Es posible que tuviese que pelear internamente entre retener su curiosidad para no llamar la atención y acercarse a Él, aun sabiendo que no iba agradar a sus compañeros fariseos. Juan nos dice que fue de noche, como a hurtadillas, y tuvo una conversación con el Maestro, porque, intepelado por la novedad que Él traía, quería conocer el designio de Dios en todo ello. La conversación personal, atenta, incluso nocturna (en el contexto silencioso de la noche) invita a una nueva lectura de la historia, la historia que más nos interesa: la de la Salvación.

Primero el Maestro le indica cómo lo sucedido en el Antiguo Testamento anticipa lo que va a suceder con Él. La serpiente sanadora elevada por Moisés preludia la Cruz Salvadora de Jesús, el sanador y, por tanto, será el signo más patente del amor misericordioso de Dios, que quiere que todos se salven. La alusión a que Él no ha sido enviado para juzgar, parece una pequeña ironía, porque Nicodemo es miembro del tribunal religioso que va a juzgar a Jesús. La actitud de Dios difiere de los hombres, que van a juzgar y condenar al mismo Hijo de Dios. Y, sin embargo, Él es la Luz, el que nos aclara quiénes somos, el que ilumina la historia para entenderla y descubrir a Dios en ella, frente a los esfuerzos humanos por oscurecer su presencia.

La lucidez, la claridad implica un reconocimiento del pecado y la situación a la que aboca el mal al ser humano, la muerte, y la consciencia de que prevelece, con mucho, el don de Dios y su misericordia. Pablo lo predica en este fragmente de su carta a los Efesios. Es abrumadora la cantidad de palabras que le dedica a las muestras del amor de Dios al hombre con respecto a la escueta expresión sobre el pecado y la muerte, que queda envuelto por todo lo concerniente al don divino. Pero a esto no se puede hacer memoria de la bondad divina, sin recordar la infidelidad humana, especialmente la propia, personal.

La lengua ineficaz y la incapacidad para la acción, nos expresa el salmo 136, son signo del olvido de Jerusalén, de la casa de Dios, de la relación con el Señor. No sería un mal ejercicio revisar en nuestra vida, cómo ha repercutido nuestro olvido de Dios y cómo se ha visto afectada nuestra palabra y nuestro obrar. Conversar con la historia, en Cristo, nos hace capaces de más luz.

DOMINGO III DE CUARESMA (ciclo B). 7 de marzo de 2021

Ex 20,1-3.7-8.12-17: No tendrás otros dioses fuera de mí.
Sal 18: Señor, Tú tienes palabras de vida eterna.
1Co 22,25: Nosotros predicamos a Cristo crucificado.
Jn 2,13-25: Hablaba del templo de su cuerpo.

 

Los recuerdos de la infancia suelen venir asociados al hogar. Lo que fluía de modo natural se sostenía en una serie de normas no escritas que facilitaban la convivencia y que, de algún modo, han supuesto la base de nuestra educación. La disciplina amable y asumida con espontaneidad de la casa se llevaba al colegio, al juego, a las relaciones con los otros. El pulso con los padres para sobrepasar los límites trazados se ejercía en la desobediencia y esta, como un terremoto que agitaba los pilares del hogar, debía ser encauzada del mejor modo para evitar el caos en la familia.
La casa de Dios merece el orden más esmerado. En el punto culminante de su travesía por el desierto tras el paso por el Mar, lleva el Señor a su pueblo hasta el monte Sinaí, y en su cumbre le entrega por medio de Moisés su Ley. El Decálogo, las diez palabras, ofrecen un conjunto legal básico y fundamental, que, aunque no llega a tratar todos los asuntos de la vida, es fuente de inspiración para el resto de preceptos. Puso Dios su morada entre los israelitas y allí quiso que tuvieran disciplina para no perecer en la idolatría, acudiendo a falsos dioses, y en el fratricidio, ajenos a los derechos de sus prójimos. Todo en atención a procurar el espacio más hogareño en la casa común de Dios y los hombres y evitar el caos de un mundo donde se puede creer en cualquier cosa y se puede hacer lo que se quiera con el otro.
Con el tiempo el pueblo israelita, sabiéndose el pueblo escogido por el Señor, había como condensado la presencia hogareña de Dios en un edificio reservado para su encuentro con los hombres: el Templo de Jerusalén. Los múltiples templos de otras épocas, signo de esa sensibilidad humana de querer una casa para Dios, habían sido abandonados para el predominio final del único templo, signo de la unidad de Dios (uno y único) y de su Pueblo. La acción más significativa en aquel hogar común, como la casa de los padres, era el sacrificio. Cuando subió a aquel Templo al encuentro con su Padre, Jesús no reconoció la casa que el conocía en el hogar de la Trinidad. Había jaleo, barullo de compra y venta, comercio con animales. Esa práctica estaba autorizada y regulada por las autoridades del templo, facilitando la adquisición de animales para el sacrificio. Con la expulsión de los animales, ovejas y bueyes, el evangelista presenta a un Jesús que inaugura un nuevo culto donde Él mismo será el animal del sacrificio, el Cordero de Dios, porque Él es la autoridad que regula el culto, el nuevo modo de relación con Dios en continuidad con lo que pedían los profetas.
También hace alusión el evangelista dos veces a la memoria de los discípulos: en primer lugar ante el signo profético de la expulsión de los animales, "el celo de tu casa me devora", y luego tras su resurrección para dar sentido a sus palabras de levantar el templo en tres días. La memoria de los testigos de la vida del Maestro que son capaces de interpretar el significado real de los acontecimientos desde la persona de Cristo hace que se convierten en los transmisores autorizados de la identidad real de Jesús. El Espíritu les ha llevado a vincular las Escrituras con las acciones del Maestro, como en cumplimiento de ellas, y luego a reconocer a Jesús como Palabra misma, desbordando en plenitud todo lo dicho anteriormente. Las Palabras de vida eterna que tiene el Padre es Cristo y en Él encontramos toda la disciplina para que este hogar que es el mundo, la Iglesia, la familia y cada uno de nosotros sea lugar especial y privilegiado para el encuentro con Dios.
La disciplina de Cristo es la Cruz, lo que aturde a quienes esperan razones (los griegos y su ciencia) o signos (los judíos y sus milagros). La Cruz de Cristo se acerca por flancos muy diversos y, si no se rehúye, ofrece un acceso al misterio del amor libre y arrebatador de Dios, acerca al Hijo de Dios entregado, tan poderoso que es capaz de elegir libremente lo indeseado, lo aborrecible por ofrecer el mayor tesoro a los indeseados y desechados. Hace de esta manera hogar para todos, donde nadie es rechazado y el que rechaza se excluye a sí mismo del hogar porque hace violencia a la Ley, a Cristo, que es el Salvador de todos.
Los que creen por sus signos, pero sin encuentro con la Cruz, llegan a una fe sin suficiente raíz, de la que no se fía Jesús, porque solo la Cruz tiene el poder de convertir por completo a la persona y hacer de ella un hogar de calidad para invitar a Dios a morar allí.

DOMINGO II DE CUARESMA (ciclo B). 28 de febrero de 2021

Gn 22,1-2.9-13.15-18: "Ofrécemelo allí en sacrificio".
Sal 115: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Rm 8,31b-34: Dios no perdonó a su propio Hijo.
Mc 9,2-10: "Maestro, ¡qué bien se está aquí!".

 

Qué terrible tenía que sonarle cada pisada a Abrahán mientras se encaminaba hacia la región de Moria. Cuanto más cerca del lugar del sacrificio, más demoledoras sus pisadas. El sacrificio de su único hijo precisaba una incómoda travesía exigida por Dios. De haber sido inmediata la ejecución se le habría evitado la duda, la incertidumbre, la huida, la tentación de apostasía... pero quizás también la esperanza. Lo que pedía el Altísimo a su siervo no podía vincularse a una respuesta acelerada e irreflexiva, sino a una entrega libre abierta a otras posibles opciones contrarias. La fe no puede venir ni impuesta ni acogida. El camino inició el sacrificio del propio Abrahán: para ofrecer la vida de su hijo, antes tenía que sacrificar su propia paternidad y todo lo que esta sostenía. Se puso en marcha hacia la frontera de lo humanamente razonable para encontrarse con lo divinamente incomprensible y prefirió adherirse a un Dios desconcertante que a una razón cabal. Este salto al vacío le valió la bendición de Dios para él y sus generaciones. Cuánta fecundidad fue derramada desde el cielo por aquella fe subersiva ante los criterios de estricta sensatez y racionalidad humana; también rebelde al fanatismo religioso, porque el aspecto crucial de aquella estremecedora prueba no era el asesinato de un niño, sino el auto-sacrificio de un padre. Aprendiendo a morir por fidelidad y amor a Dios, Abrahán recibió una vida dilatada, solo posible (en la concepción de la época) gracias a generaciones de sucesores. Algunas tradiciones cristianas primitivas harían coincidir el lugar donde iba a ser sacrificado Isaac con el monte Calvario, donde nunca se vio que un padre fuera más padre ni un hijo más hijo, por el sacrificio de este.
Marcos nos ha llevado hasta la mitad de su evangelio para mostrarnos este episodio de la liturgia de hoy. Es oportuno poner en antecedentes. Poco antes de este momento, Jesús ha preguntado a sus discípulos sobre quién dice la gente y ellos mismos que es Él. Pedro respondió reconociendo que Él era el Cristo. Y, tras esto, el Maestro hace el primer anuncio de su pasión, muerte y resurrección, a lo que Pedro reacciona con rechazo. Entonces Jesús le reprende con dureza y les exhorta a ellos y al gentío a negarse a sí mismos y perder la vida por Él. Después anuncia que algunos de los presentes verán llegar el Reino de Dios antes de morir. Y a continuación, introduciendo que sucedió seis días después, Marcos relata la transfiguración, de la que nos hablan también Mateo y Lucas.
El contexto previo apunta en dirección a la pasión. Los discípulos no parecen entender y se muestran entre confusos e indiferentes, salvo Pedro, completamente contrario. Jesús insiste pero interpelando al auto-sacrificio y a perder la vida por Él y su Evangelio. Sin duda que Abrahán habría sido para ellos un luminoso referente. Es muy probable que hubiesen escuchado el relato del sacrificio de Abrahán muchas veces: ¿Qué conclusiones habrían sacado tras cada escucha? ¿Y nosotros, para quienes tampoco nos resulta novedosa la historia? La Palabra de Dios seguirá ociosa para quien busque razones humanas y no sufra una convulsión estremecedora que provoque el encuentro con un Dios abrumador e interpelante en medio de acontecimientos desconcertantes.
Parece que Jesús quiere oxigenar la decepción e incomprensión de sus discípulos e inicia con tres de ellos, los siempre presentes en los grandes acontecimientos, un camino de ascenso a la cima de un monte alto. De nuevo la Palabra nos lleva a un monte, como el de Moria, como el Sinaí, como el Carmelo, como el de la Bienaventuranzas, como el Gólgota. La figura del Maestro se vuelve resplandeciente y sus vestidos, simbolizando la gloria de Dios, deslumbrantes. Moisés y Elías, en conversación con Él, representan la Alianza antigua; también los que recorrieron un camino escarpado y descorazonador para encontrarse con Dios; también los que apuntan, especialmente Elías, hacia el final de los tiempos con triunfo divino. Jesús anuncia el futuro como con un anticipo de la resurrección gloriosa. Los apóstoles están sujetos al presente, aunque tienen ante sus ojos la mirada de Dios con una panorámica sobre la historia de la salvación que resuelve los reparos del sacrificio personal en un final glorioso. La nube, tan presente en la historia del Éxodo, parece indicar al Espíritu de Dios que los envuelve como para protegerlos y despabilarlos; los sumerge en un espacio misterioso e inabarcable, confortable e inexplicable, en una experiencia de la manifestación de Dios. Finalmente habla el Padre pidiendo acogida a la Palabra que es su Hijo; escuchándolo a Él, se encuentra la palabra segura para la travesía por el auto-sacrificio hasta el triunfo glorioso de la resurrección.
Los tres discípulos descienden más aturdidos que cuando ascendieron. Seguramente siguen sin comprender y continuarán escuchando a medias al Maestro o escuchándolo a enteras, pero entendiéndolo a mitades. Pero ya se han impregnado sus ojos de la victoria de la Cruz y el corazón caminará con retazos de esa esperanza, porque el itinerario que han emprendido se encamina hacia Jerusalén y el desenlace final. Los que debemos escuchar ahora somos nosotros, más pertrechados para entender que ellos, pues conocemos la resurrección y hemos recibido el Espíritu, aunque, tal vez, más indiferentes a una Palabra que ha dejado de interesarnos, porque no nos parece razonable o poco acorde a las necesidades actuales. A fin de cuentas, ¿cuándo estuvo de moda la cruz y el auto-sacrificio?

DOMINGO I DE CUARESMA (ciclo B). 21 de febrero de 2021

Gn 9,8-15: El diluvio no volverá a destruir a los vivientes.
Sal 24: Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza.
1Pe 3,18-22: Como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.
Mc 1,12-15: El Espíritu empujó a Jesús al desierto.

 

Recién empapado del agua del bautismo, el Maestro es empujado por el Espíritu al desierto. Extraño lugar para el estreno de su vida pública. Nada más manifestarse en el Jordán, un reguero de vida, se acerca a un contexto inhóspito, como una explanada de sequedad. Tal vez sea un preludio de lo que le espera a continuación: el encuentro con los judíos, sus paisanos, un pueblo árido y yermo, que no es capaz de dar fruto. Parece también que podría estar evocando algunos acontecimientos singulares de la historia del Pueblo de Israel que estuvieron precedidos por una travesía por el desierto. Dos grandes personajes del Antiguo Testamento tuvieron que enfrentarse a sus rigores: Moisés y Elías. El primero, guiaba por el desierto a un pueblo terco y duro, descuidado para las cosas de Dios, pero al que Dios amaba entrañablemente. Esta dureza de corazón prolongó su paso por el desierto hasta los cuarenta años, donde Dios dio pruebas de su fidelidad y su amor. Finalmente, tras todo ese tiempo, llegaron a la Tierra de la Promesa y entraron en ella. El segundo, tras un exitoso trance en el que hizo ver a todo el pueblo que Yahvé era el único Dios, tuvo que huir perseguido y, atravesando el desierto, es desbordado por la dureza de las circunstancias, se encuentra sin fuerzas y se prepara para la muerte. Dios actúa dándole el alimento y el agua necesarios para continuar un camino que durará en total cuarenta días. En ambas travesías por el desierto hubo hambre y comida, sed y agua, desaliento y esperanza. La tierra infecunda es terreno de combate para llevar el cuerpo a ciertos límites y el alma hasta la frontera entre la derrota y la victoria, porque allí aparecen las tentaciones más potentes. Su superación provoca el robustecimiento de la confianza en Dios. Entonces, ante las posibles reticencias de tener que pasar por algún tipo de desierto, personal o comunitario, surge la pregunta: ¿Podrá haber auténtico desarrollo sin experiencia de aridez? ¿O recepción de agua, sin sequía previa?
Tiene especial interés el Espíritu Santo en que Jesús vaya al desierto y es Él el que lo empuja allá. El agua que le sobrevino al Maestro por manos de Juan no le empapó más que a los otros judíos que se acercaban al Jordán. Sin embargo, fue el Espíritu de Dios el que sí resultó eficaz, como agua de vida que recibió Cristo para fecundar la tierra de su condición humano y, en ella, toda tierra que anhela la presencia del Espíritu. El terreno desértico se convierte para Jesús en el campo de entrenamiento. Cuando las condiciones vuelven más precaria la supervivencia o bien uno se fortalece de modo admirable o sucumbe hacia la desesperanza. Quizás aquel desierto con sus rigores y su lucha contra la tentación era un prólgo de la pasión o pertrechaba a Cristo para afrontarla con entereza.
La breve alusión a las fieras y a los ángeles del evangelista coloca a Cristo implicado en lo terreno y en lo celeste. La alusión a Juan lo sitúa en continuidad con la historia de los profetas. A Juan le coartan la voz y Jesús lo sucede en la predicación. Es portador del mismo mensaje del Bautista que anunciaba la proximidad del Reino y llamaba a la conversión. No obstante, existe un importante cambio cualitativo: el nuevo profeta, sucesor de profetas, no realiza signos proféticos sugerentes y evocadores, como el mismo bautismo de Juan, sino que su quehacer es eficaz por sí mismo; es portador del agua viva del Espíritu capaz de hacer fecundo cualquier espacio desértico o abandonado.
La liturgia de los domingos de Cuaresma proporciona una nítida evocación bautismal que, en sus lecturas, prepara a los catecúmenos para los sacramentos de la iniciación cristiana, y motiva a los ya bautizados a vivir su bautismo con la exigencia cristiana. Las referencias al bautismo en la primera lectura y segunda lectura son evidentes. El relato del diluvio universal apunta al sacramento del bautismo, según la Primera Carta de San Pedro; la purificación de la humanidad corrompida mediante el agua, anticipaba la liberación de la esclavitud del pecado y la vida en gracia que provoca el bautismo. El paso de una figura remota a una realidad sacramental se produce gracias a Cristo y en Él, primicias de toda la humanidad y su consumación, el hombre queda abierto a recibir el perdón de su pecado y la salvación para participación de la comunión divina.

DOMINGO VI T.ORDINARIO (ciclo B). 14 de marzo de 2021

Lv 13,1-.44-46: Mientras dure la afección, seguirá siendo impuro.
Salmo 31: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.
1Co 10,31-11,1: Lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios.
Mc 1,29-39: "Quiero: queda limpio".


La lepra convertía al sano en leproso y, además, en contagioso, indeseable, impuro, impuro, impuro hasta la proscripción de la cotidianidad con su gente. Los de vínculos más estrechos: la madre, el hermano, el hijo, el vecino, el amigo... permanecerían apartados si su piel revelaba el cuño de la lepra. La distancia era el modo más eficaz de limitar el mal. La realidad sanitaria se imponía sobre otras consideraciones de carácter humanitario. El libro del Levítico nos ofrece la perspectiva de una comunidad que ha de protegerse del peligro de extinción. Las prescripciones no dejan de mostrarse severas y hasta crueles, pero, tal vez, no había otro recurso para preservar la integridad física del pueblo debido a la alta probabilidad de contagio.
El afectado por lepra, entendiéndose por tal en la época toda afección que presentaba una notable manifestación de heridas, llagas o eccemas sospechosos en la piel, había de abandonar su cotidianidad en la sociedad, pero no quedaba excluido completamente de ella. Por lo pronto se contaba con un mecanismo de control: solo el sacerdote declaraba la pureza o impureza, lo que ponía freno a posibles reacciones espontáneas y precipitadas de los particulares o de la multitud. Por otra parte, se le permitía vivir fuera del campamento, alejado del contacto con los miembros del pueblo, pero si abandonarlo por completo a su suerte. Seguía teniendo como referencia a la comunidad y podía integrarse de forma plena en ella si sus circunstancias sanitarias mejoraban y así lo acreditaba el sacerdote. Lo que pudieran ser preceptos muy antiguos para gestionar una cuestión de salud pública, sería asumido por Israel asociado a su religiosidad, y con la declaración de puro o impuro, señalar la capacitación o no para la relación con Dios. La medida sanitaria se unía a una concepción teológica: algo había quedado alterado en el orden establecido por Dios y, para evitar mayores desórdenes, había que manenerlo a distancia.
El Maestro de Nazaret tenía no solo el derecho, sino también la obligación de alejarse de aquel hombre enfermo de lepra cuando vio que se aproximaba. El deber primero correspondía al leproso, que había de mantenerse lejos por su condición y avisar a los viandantes de un modo vergonzante, gritando: "¡Impuro, impuro!". El que, movido por humanidad o simple curiosidad, se acercaba a la lepra, se hacía contagioso de enfermedad y de impureza para sí y para cuantos tuviesen contacto con él. Nada de temeridades, fuera irresponsabilidades, la valentía exigida ante la sospecha de la aparición del leproso era la huida. Solo el sacerdote poseía la prerrogativa para dejar que el contagiado de lepra se acercase, para determinar si había enfermedad o esta cesó; para declarar si impuro o puro.
El hombre afectado de lepra, no obstante, se acerca a Jesús. Con todo perdido solo le queda ganar. A las malas recibirá alguna increpación o insultos; nada nuevo. Decide transgredir las restricciones que le impone su condición de leproso y llegar hasta un sano... o a lo mejor no quebranta ninguna prohibición, porque encuentra en Jesús a un auténtico sacerdote o, más incluso, a uno superior a un sacerdote. Su petición desvela espectativas grandes y una confianza firme en el poder de Aquel ante quien se ha arrodillado. El Maestro nazareno permite reducir el espacio antre ambos y él extenderá su brazo para tocarlo y eliminar cualquier distancia, provoca el encuentro más estrecho y eficaz, que traerá la salud con su gesto y su palabra. El sano que toca no sana, pero puede recibir la enfermedad del enfermo. Este sano es Salud y sana tocando, y no puede sufrir contagio del afectado, sea por enfermedad de cuerpo o de corazón. Más que sacedote, porque más que declarar sobre puro o impuro, acoge, sana, purifica, integra. Solventa de modo eficaz y problema que había recibido ya respuesta muy limitada y no suficientemente satisfactoria, porque preservaba a una comunidad del riesgo de pandemia, pero sometía a sus enfermos a una situación de indignidad y rechazo. Revela, por tanto, un poder mucho mayor: quiere, toca y limpia. Aun así, pide al hombre sanado que cumpla con el requisito del control sanitario sacerdotal. Él ya se ha manifestado como muy superior a cualquier sacerdote.
La capacidad de contagio no es ningún poder, sino una desgracia. No obstante hay quien la ejerce a sabiendas. El auténtico poder ofrecido por el Sanador es el de sanar tocando: acoger a la persona en su dignidad, sensibilizar con su situación, integrarla en la comunidad, trascender lo que causa rechazo o aversión y valorar a la persona por sí misma. Esto debe ejercerse con más urgencia, sin duda, en el ámbito donde la sociedad ha establecido más restricciones y distancias con ciertos grupos de personas consignados como impuros. El rechazo o la indiferencia también son modos de lepra actuales, mal detectados y, sin embargo, muy contagiosos en el interior de la población.
El sacerdote y médico Cristo, que recibe y sana, nos ha facultado para eso mismo en nuestra condición de cristianos. La Iglesia, con todos sus recursos, ha de buscar esto. Manos Unidas es uno de los recursos promovidos para estrechar distancias desde la promoción humana. A través de la ayuda de cooperación económica, se fortalece la fraternidad. Por tanto, investidos de tal autoridad, lo que hagamos sea -en palabrad de san Pablo- para gloria de Dios, y la gloria de Dios es que el hombre tenga vida y vida eterna.

DOMINGO V T. ORDINARIO (ciclo B). 7 de febrero de 2020

Job 7,1-4.6-7: ¿Cuándo me levantaré?
Salmo 146: Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.
1Co 9,16-19.22-23: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!
Mc 1,29-39: Se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar.

 

Las puertas de la casa de Jesús se abrieron para salir. Salió del hogar de la intimidad de divina con el Padre y el Espíritu, sin dejar nunca de estar allí, y lo hizo para hablar al Pueblo de lo que allí vivía. Se instaló en Cafarnaúm, en casa ajena, la de Pedro y Andrés, para llevar la alegría de su propia casa por toda Galilea.
Job no se encontraba a gusto en su propia casa. La vida se le había vuelto insoportable a causa de sus desgracias: perdió a todos tus hijos, cayó en la ruina y una dañina enfermedad le impedía tener consuelo incluso por la noche (muerte, pobreza y enfermedad). Las expresiones que utiliza evocan imágenes desoladoras: la vida es un combate continuo que parece llevar a la derrota, las fatigas de un jornalero con perspectivas de no cobrar su salario, la indigencia de un esclavo sin otra ilusión que disponer de un poco de sombra para ampararse ante el sol abrasador. Cuando la situación es tan precaria, el consuelo se pone en cosas pequeñas. El texto nos deja en la incertidumbre de quien espera contra todo pronóstico. ¿Hasta cuándo la espera? Es el único vínculo, aunque muy frágil, que impide que se apague la vida: la esperanza en un Dios en quien se sigue confiando.
Los galileos le llevaban a Jesús sus cosas domésticas que les resultaban problemáticas hasta la puerta de su casa. Básicamente eran dos: enfermedades y posesiones de espíritus. El deterioro en la salud impide el trabajo y una vida normalizada, la presencia de los demonios limita la libertad. Él les llevaba la esperanza a las puertas de las suyas. ¿Un intercambio desigual? El hombre abre su casa para pedir, Dios la suya para dar. Jesús por ser Dios es dadivoso y da generosamente; por ser hombre es indigente y necesita descansar en el Padre en momentos prolongados de oración a solas. Por ser obediente al Padre ha de seguir llevando noticias de la vida doméstica divina a otros lugares del entorno. No va a resolver los problemas de salud y de demonios de todos, tal vez ni siquiera de la mayor parte de la población; es más bien un sembrador: echa semilla aquí y allá, sobre todo la de su palabra en la predicación. El resto lo hará el Espíritu en el corazón de los oyentes. Los que tienen conciencia de su debilidad son los más habilitados para que lo sembrado germine y crezca.
Lleno de Dios, Pablo se veía impelido a salir de su casa ininterrumpidamente. Tenía que dar a conocer el Evangelio a todos con predilección por los débiles. Se veía llamado al oficio del sembrador de la Palabra arriesgándose a todas las fatigas y peligros. Aspiraba también a ser colmado de la misma dicha del Evangelio. No se da en balde nada de lo de Dios sin que Dios lo premie. ¿Esperanza ilusa? Preocupándose por la siembra, el resto lo hará el Señor.
El ministerio del Maestro, del que sería continuador en la distancia Pablo, no es el de resolver las dolencias y enfermedades humanas, sino la de aportar esperanza. Esta se vive de modo más intenso en los momentos más fronterizos y desgarradores. La sanación de enfermos es un signo: Dios no abandona, e impulsa a mirar más allá al que es nuestra Esperanza.