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En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA. DOMINGO DE NAVIDAD. 27 de diciembre de 2020

Si 2-6.12-14: Sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas.

Sal 127: Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.

Col 3,12-21: Vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión.

Lc 2,22-40: Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor.

             

Llevaron a su hijo al templo de Jerusalén sin tener obligación de hacerlo, pero así solía hacerse entre los judíos piadosos cuando nacía el primogénito. La vida de los hijos es propiedad de Dios y un regalo entregado a los padres para su cuidado y crecimiento en fe y valores.

Los personajes de este relato de Lucas giran en torno al Niño. Dios Padre había convertido a María y a José en padres de Jesús. Ambos recibieron mensajes de lo Alto, María por medio de un ángel, José en sueños. Los dos con una exhortación a la confianza: “no temas”. Uno y otro escogieron la vida, la misión que Dios les ofrecía para acoger la vida. María primero, valiente y generosa, dispuesta a una maternidad inaudita, sin resistencias a la voluntad de Dios. Luego José, que, fiándose de Dios acepta una nueva paternidad, sin mengua ni disminución de nada de lo suyo: ni como varón, ni como creyente justo, ni como padre. Lucas lo llama “padre” de Jesús, porque fue mucho más que un padre de adopción.

El regalo de la vida les vino a los dos de un modo completamente gratuito e imprevisto y los dos abrazaron aquella vida del Hijo de Dios, necesarios ambos para recibirla y para que prosperase. Esto estaba preparado y anticipado por el amor mutuo en el vínculo de compromiso para el matrimonio. No solo se fiaban de Dios, sino también el uno del otro.

Simeón y Ana aparecen ensanchando la familia. Aunque no lo dice expresamente, parece que Simeón era anciano; Ana, sin duda. Dos abuelos sobrevenidos, entusiasmados con este Niño esperado. Simeón puede representar el enlace con la historia de Israel y las esperanzas en el Mesías. Posee la sabiduría de quien interpreta los acontecimientos a la luz de Dios y entiende la relevancia de aquel pequeño que sostiene en sus brazos. Anticipa proféticamente lo que será y no omite la contradicción que causará en el pueblo, hasta anunciar el sufrimiento de María. En Ana podemos encontrar la fidelidad, la perseverancia, la consagración completa a Dios que provoca el encuentro con Jesucristo.

Tres generaciones unidas en torno al Hijo de Dios hecho carne. El templo edificio, lugar del encuentro con Dios, queda relevado por esta preciosa comunidad de relaciones: de esposos, padres, abuelos e hijo. En ellos el lugar del encuentro con Dios en torno al milagro de la vida que cada uno valora y protege desde su experiencia, sus años, su capacidades y su confianza en Dios. Faltaría tal vez la relación fraterna; es la que tendríamos que poner y cultivar nosotros, los que contemplamos y hemos sido hechos hermanos del Hijo de Dios no solo por nuestro bautismo, sino porque, también atentos a la voluntad de Dios, queremos vivir conforme a lo que Él nos pide, en torno al milagro de la vida.

La escala de relaciones donde el padre tenía el primer puesto, luego la madre y finalmente el hijo, tal como se concebía en la antigüedad, queda interpretada de forma inversa, donde el lugar primero lo tiene el hijo. Su obediencia a los padres es el aprendizaje para ser hijo y la autoridad y ejemplaridad de los padres han de velar por favorecer lo mejor para el crecimiento del niño. Pero, en realidad, todos somos hijos. Solo hay un Padre y en su Hijo Jesús aprendemos la obediencia para ejercer lo que somos, con una misión para velar por la vida, que es regalo de Dios y ha de ser amada como Él la ama.

DOMINGO IV DE ADVIENTO (ciclo B). 20 de diciembre de 2020

2Sam 7,1-5.8b-12.14ª.16: “¿Tu me vas a construir una casa para morada mía?”.

Sal 88: Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.

Rm 16,25-27: A Dios, único Sabio, la gloria por los siglos de los siglos.

Lc 1,26-28: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.

Entre las expectativas más compartidas a la hora de logros futuros suele pensarse en conseguir la “casa de mis sueños”. Básicamente se trata de un lugar acogedor, agradable, armonioso con los lugares, mobiliario e instrumentos necesarios para la vida doméstica y con una impronta personal.

Dios soñó casa para su pueblo para que tuvieran un lugar donde vivir en paz, alabando a su Señor y con un trato fraterno a nivel social. Le costó bastante a Israel establecerse en la casa prometida, por sus terquerías, y, una vez allí, desordenaban y afeaban el interior con frecuencia, especialmente al olvidar a Dios, el dueño de la casa, y con el desprecio hacia los más vulnerables. También tenía sus momentos de arrepentimiento y lucidez; cuando reconocía a su Dios. Por eso, también quisieron que Dios tuviera en su casa. ¿Cómo entendían la casa de los sueños de Dios? El pueblo peregrino, una casa itinerante: tienda de campaña. Una vez consolidado el reino, querían para Dios una casa al modo de un palacio, como los grandes templos de los pueblos vecinos.

Fue el propósito de David: un proyecto religioso, pero también político. El templo de un dios puede tomarse indicativo de la potencia económica, cultural, política de un determinado lugar. Dios rehuyó su ofrecimiento. Una justificación que no aparece en el texto escogido para la Liturgia de hoy del segundo libro de Samuel relaciona este rechazo a que David tenía las manos demasiado manchadas con sangre. De sangre humana: por sus batallas, también por su despotismo. Quien tiene las manos manchadas de sangre no es idóneo para construirle una casa a Dios. La edificó su hijo, Salomón. Pero lo que anuncia el profeta Natán a David no se refiere al majestuoso edificio del llamado Primer Templo, sino a lo que se relata al principio del evangelio de Juan.

            La casa de los sueños de Dios estaba en Nazaret. La construcción era modesta y sencilla; no se trataba de un edificio, sino de una joven llamada María. Por María en Jesús, el Hijo de Dios hecho humano. El linaje de David estaba formado por una descendencia de constructores frustrados, hasta que llegó el Hijo de Dios para vivir en la casa de la humanidad, en la carne del hombre. Todo lo humano quedó habitado por lo divino, para que todo hombre se prepare para ser vivienda de Dios. Así es la casa de los sueños de Dios: la humanidad entera siendo su hogar, toda persona humana acogiéndolo, no ya como huésped, sino como el miembro más distinguido y respetado de la casa que, con su presencia, convierte en tierra sagrada. Y donde Dios habita produce frutos de justicia, paz y alegría, además de la preocupación por el vecindario, es decir, porque todo el mundo tenga una casa digna y acogedora para Dios, donde no exista la injusticia ni la maldad. Convertidos todos en la casa que Dios ha soñado, sería de desagradecidos no soñar junto con él para que este hogar que somos cada uno sea realmente hospitalario para Dios y para cualquier que él mande a nosotros.

            Todo esto porque el hijo de Dios quiso habitar en nuestra condición humana y lo hizo por el sí de María.

DOMINGO III DE ADVIENTO (ciclo B). GAUDETE. 13 de diciembre de 2020

Is 61,1-2a. 10-11: El Señor me ha ungido.

Lucas 1,46b-50.53-54: Me alegro con mi Dios.

1Te 5,16-24: Estad siempre alegres.

Juan 1,6-8.19-28: No era él la Luz, sino el que daba testimonio de la Luz.

 

"Agradece a la llama su luz, pero no olvides el pie del candil que, constante y paciente, la sostiene en la sombra" (R. Tagore)

 

Festejemos cada Domingo la Luz, su victoria sobre las tinieblas del pecado y de la muerte; la Luz verdadera que viene a este mundo; la Luz gloriosa que ha de volver para la felicidad definitiva… pero no olvidamos el pie del candil, a los portadores de esta Luz.

Desde antiguo la luz ha sido empleada como un poderoso símbolo de la verdad especialmente en dos contextos: la comprensión de la realidad y la moral. También en el ámbito judeocristiano se aplica a la experiencia de la presencia de Dios, a la fe. La Luz de Jesucristo que llega hasta nosotros de muchos modos, entre ellos a través de sus portadores, personas que ejercen como candiles o lámparas de barro. Dios ilumina con la ayuda necesaria de hombres concretos que se convierten en luminosos en la medida en que reconocen y llevan la luz de Dios, la Luz que es Dios; en cuanto su vida se convierte en testimonio de que el Señor está con ellos, porque existe armonía entre su vida y Él: con su misericordia, con su sabiduría, con su ternura, con su justicia… Pero no solo se trata de llevar, sino también reconocer la llama luminosa del Logos. Juan, al que la liturgia le concede un protagonismo especial durante el tiempo de Adviento, era uno de ellos. Uno de los más sobresalientes o el que más, a juicio del mismo Jesús.

El historiador judío Flavio Josefo habla de él como «un hombre de bien, que exhortaba a los judíos a cultivar la virtud y a emplear la justicia en las relaciones mutuas y la piedad para con Dios, a fin de unirse al bautismo...».

Su actividad tuvo que ser muy original y llamar la atención de sus paisanos. Generó un movimiento de seguidores que no solo influyó en Palestina, sino que tuvo ecos hasta en Éfeso mucho después de la muerte de Juan, según menciona los Hechos de los apóstoles. Parece que este movimiento sobrevivió  hasta el año 300 en Siria. La tradición de los llamados evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) indica que los judíos de Palestina estaban divididos sobre la persona del Bautista: para algunos era un extravagante, un loco o un poseso, otra mucha  gente, que se veía atraída por su predicación y por su bautismo, lo tenía en enorme estima y se preguntaba incluso si no sería él el Mesías (Lc 3,15).

Aunque no era la Luz como él mismo aclara, sí era una persona luminosa. Por eso llama la atención a otros y suscita preguntas. Hasta hombres entre los más autorizados de la religión judía, sacerdotes y levitas, se acercan para tener una idea acertada sobre él.  

Juan va a negar de forma correlativa todas las posibles atribuciones por las que se le pregunta: no es el Mesías (tan esperado en aquel tiempo), tampoco el Elías (pues se esperaba que iba a volver junto al Mesías), ni  el Profeta (después de Moisés, quien habría de interpretar la Ley). Se reconoce mucho más modesto, parece no querer enturbiar en nada el protagonismo del verdadero Mesías. Así es que se define simplemente como la voz en continuidad con los que anunciaron en el Antiguo Testamento que vendría el Mesías, y exhorta a la conversión para su venida. Ante la pregunta: ¿Quién eres tú? El texto original (al contrario que la traducción que hemos escuchado) omite las palabras “Yo soy” que en este evangelio de Juan se reservan para Jesús. Dice solo: “¿Yo? La voz que grita en el desierto…”.

 

Juan era por tanto solo candil o lámpara. Lo sabía y con esa responsabilidad entendió su misión. Es bueno alegrarse de la sencilla belleza de las lámparas de barro que sostienen la luz. Evitando la queja sobre su barro, su aceite, su forma, su cochura, su servicio discreto, se aprende mejor a valorarla como transmisora de aquello que pronuncia el color de cada cosa. ¡Cuántas vidas luminosas podríamos nombrar trayendo a la memoria a quienes nos aportaron luz! Iluminaron pero nosotros también aprovechamos su esmero. Son personas que han suscitado admiración y nos han provocado preguntas: ¿De dónde le viene esto? ¿Qué hace para ser así? Y aun así, todos ellos no eran más que portadores del único que realmente produce claridad, el que anunciaba Juan el Bautista. Ahí está la clave de su luz.

DOMINGO II DE ADVIENTO (ciclo B). 6 de diciembre de 2020

Is 40,1-5.9-11: Se revelará la gloria del Señor y la verán todos juntos.

Sal 84: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.

2Pe 3,8-14: Esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en que habite la justicia.

Mc 1,1-8: “Yo envío mi mensajero delante de ti”.

Marcos abrió las puertas de un nuevo género literario: el Evangelio, un relato donde se narraba la vida de Jesús. Desde entonces, no han parado de publicarse textos que han pretendido acercarse a la figura del Maestro de Nazaret desde diferentes perspectivas y con diversos propósitos. El evangelista Marcos busca que los que se aproximen a su narración comiencen a interesarse por aquello que expresa al inicio: Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. El contenido de este libro gira en torno a alguien llamado Jesús, el Mesías o Cristo, Hijo de Dios. Marcos ya lo sabe, lo ha experimentado y quiere transmitir lo que ha conocido de Él para contagiar a quienes aún no saben. Para ello va a explicar lo que conoce de Jesús a través de episodios de su vida donde hay milagros, parábolas, gestos y, sobre todo, culminando el relato, una historia de su entrega, muerte en la cruz y su resurrección.

Parece, por el modo de comenzar su evangelio, como si quisiera incorporarse al grupo de aquellos que han dicho del Maestro antes que él, entendiendo que puede ser como un eslabón en la transmisión de su vida. Quiere facilitar el contagio de la pasión por este Hijo de Dios tan esperado por el pueblo de Israel, pero tan poco comprendido. Hubo quienes anticiparon su venida en lo remoto, hablando de Él prácticamente sin saber a qué se referían, como el profeta Isaías donde la Palabra de Dios profetizada excede las capacidades y conocimientos del mismo profeta; otros que lo anunciaron en lo más cercano e inminente, como Juan el Bautista que incluso pudo verlo y mantener un encuentro cuando estaba bautizando. También hubo seguidores suyos, que participaron de sus gestos y palabras como compañeros y testigos de primera línea, aunque no reconocieron quién era realmente hasta después de su muerte. Estos serían los encargados de contar a muchos lo que habían visto y oído. Según la tradición, Marcos tuvo que ser aprendiz de estos testigos presenciales (es posible que del mismo Pedro) y se viese en la responsabilidad de dejar constancia por escrito de todo ello en un momento en el que ya no vivía ninguno de los compañeros del Maestro. Es un testigo de los testigos y el que ofrece una ventana para asomarnos a la vida de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios.

Alude al principio a Isaías, como representante de los profetas que anunciaron la venida del Mesías, como portador de una esperanza que se intuye, pero aún no se ve: “llegará”; luego incorpora al Bautista para la preparación inmediata, “ya está aquí”. Y Marcos se sitúa para confirmar su identidad: “ya ha estado y sé quién es… y os lo voy a contar”.

El relato oral tiene la frescura y la vitalidad, el narrador puede cautivar a sus oyentes en la medida en que resulte convincente si él mismo está convencido. Marcos quiere reflejar un testimonio apasionado y, aunque la letra limite el estilo vibrante de la palabra pronunciada, facilitará que el lector quede atrapado por la persona de Jesús, que sobrepasa con mucho los textos, pero que también cautiva por medio de ellos.

                Tal vez lanza un reto a sus lectores: “Aquí os presento a Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios; yo ya lo he descubierto, ¿seréis vosotros capaces de confirmar esto mismo si os cuento lo que dijo e hizo? Aquí os lo dejo”.

                La vida del Juan el Bautista, que despertó tanta admiración y respeto en su época según el mismo Marcos, encontraba su sentido en la preparación de la llegada de aquel que reconocía que era menor que él y ante quien no merecía, según sus propias palabras, siquiera agacharse para desatarle la correa de las sandalias. Echó mano de lo que podía para hacer lo que entendía que debía, pero reconociendo que su labor era precaria, insuficiente, solo preparativos de algo realmente importante. El agua le servía para motivar a un cambio de vida, a preparar un corazón ante la visita de parte de Dios de alguien muy importante. Tanto que traería consigo ya no agua motivadora, sino al mismo Espíritu Santo capaz de transformar por completo los corazones.

                ¿Habría tenido Marcos experiencia de esto que anunciaba el Bautista? ¿Habría sentido la transformación del Espíritu Santo en su interior al conocer a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios? ¿Habría cambiado realmente su vida? Tal vez, si no hubiera sido así no nos habría dejado este relato, el primero de los evangelios que nos han llegado. Y, si ha llegado hasta nosotros, ¿habrá provocado en nuestro interior algo que se parezca a la experiencia de este Marcos? Podemos convertirnos (si no lo somos aún) en mediadores entre Jesús, el Mesías, y aquellos a quienes se quiere acercar por medio de un testimonio vivo y apasionado, el nuestro.

DOMINGO I DE ADVIENTO (ciclo B). 29 de noviembre de 2020

Is 63,16c-17.19c; 64,2b-7: Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero.

Sal 79: Oh, Dios, restáuranos, que brilla tu rostro y nos salve.

1Co 1,3-9: Él os mantendrá firmes hasta el final.

Mc 13,33-37: “¡Velad!”.

Los ojos de Adán recién plasmado por las manos de Dios y estrenando vida con el soplo vital de su Creador no podían cerrarse para el sueño. La mirada que ha alcanzado la contemplación de Dios no puede distraerse en nada más bello ni más oportuno ni más feliz. El corazón cautivado así pedirá a los ojos trabajo sin descanso, vigilia continua para no detenerse ante quien lo llena de alegría y fortaleza como un sustento insustituible que da sentido pleno a su pálpito.

Así imágenes medievales de Cristo crucificado lo representan traspasado por la lanzada, muerto por tanto, pero con los ojos bien abiertos. Manifiestan la divinidad de Cristo; Dios no puede dormir, no puede dejar de mirarnos, porque nos ama ininterrumpidamente y sin condiciones. Si se distraje solo por un instante, dejaríamos de existir. Él mantiene en el ser cuanto ama, sostiene en su mirada aquello por lo cual ha merecido la muerte de su Hijo.

La invitación insistente a la vigilia: el “¡Velad!” del evangelio, interpela a esa actitud contemplativa. Ni siquiera el descanso nocturno que nos trae la relajación de los párpados y de todo el cuerpo cede ante la mirada de Dios, sino que la vida del creyente es una escucha atenta a su paso ante nosotros con el interés continuo por descubrir su voluntad y cumplirla. ¿Qué habrá que nos aporte tanto encanto, tanta dicha, tanto provecho como verlo a Él? Contemplarlo en todo y en todos. Es un principio espiritual fundamental a la par que muy práctico: vivir de tal modo que en todas las personas, cosas y acontecimientos descubra a Dios, sin atarme a nada de ello como exclusivo ni definitivo, ni de forma que me obstaculicen el encuentro con el Señor. Este sabio desprendimiento causa libertad, contextualizando nuestras relaciones con los demás y con las cosas que forman parte de nuestra realidad para integrarlas dentro del plan de la historia de la Salvación divina.

El aprendizaje para mirar así requiere un itinerario donde la mirada se va purificando y el corazón procura el desapego de aquello que le resta frescura para amar. Una excesiva preocupación por el dinero, por cierta pertenencia, por unas cualidades… genera una dependencia que merma la libertad. Incluso sucede en las relaciones con las personas, donde nos podemos reconocer o exageradamente dependientes o descuidadamente indiferentes, si hacemos depender nuestra felicidad de su compañía o si renunciamos a obligaciones para con ellos por motivos que nos satisfagan más.

El hombre se fue de viaje sin indicar cuándo volvería, pero a cada uno de sus trabajadores les encomendó un oficio y al portero que estuviera atento, que velara. El elemento crítico es el desconocimiento de la venida del señor. Cada cual conoce lo que tiene que hacer, él mismo se lo ha dado a conocer, pero cuando se prolonga el tiempo ilimitadamente surge el cansancio, la duda, la sospecha y se puede dejar de perseverar.

La mirada cristiana no es una expectación pasiva, sino que al ver le acompaña la valoración de lo que está sucediendo y una intervención en consecuencia: Ver, juzgar, actuar (en palabras de la Acción Católica). Esto precisa de una gran inteligencia, para evitar caer en los peligros que descolocan la mirada. Uno de ellos es la del espectador distante, que se guarda de verse involucrado en lo que sucede. Otro es el del espectador polarizado, que se escora a un lado o a otro cuando le ha concedido un peso excesivo a ciertas posturas ideológicas que se sobreponen o excluyen a la mirada a la que invita Dios.

La contemplación fiel, inteligente y audaz ha de ser una de las grandes aportaciones de los cristianos a nuestra sociedad. No podemos dejarnos afectar de modo exagerado y acrítico por una posición política, ideológica, cultural… Nuestro sitio es el de los inteligentes (no el de los listos), el lugar de quienes, contemplando a Dios interpretan lo que sucede a través de su mirada y no se dejan arrastrar por la postura del momento ni por observaciones excesivamente parciales.

Llegará el señor de la casa esperando no solo encontrar a cada uno en su puesto, sino con el trabajo hecho, con la casa más acogedora, más limpia, más hogareña que cuando él se fue. La prosperidad de este mundo que ha de culminar al final de los tiempos, cuando regrese el Señor, ha de ser trabajada en el presente. El futuro lo iniciamos cada día. 

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. 25 de noviembre de 2018

 

Dn 7,13-14: Todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán.

Sal 92: El Señor reina, vestido de majestad.

Ap 1,5-8: A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos.

Jn 18,33-37: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo”.

 

A Pilato le dieron en unas cuantas palabras el motivo de la acusación del Nazareno: decía ser el rey de los judíos. Y a Pilato le tendría que parecer el acusado tan poco rey como los acusadores poco honestos en sus acusaciones. ¿Por qué le traían a aquel hombre con ánimos homicidas? Pero no se desentendió cediendo ante las presiones de las autoridades religiosas y la gente, y quiso cumplir con su oficio. Lo interrogó para comprobar las acusaciones. Es presumible que no esperara encontrar tanto un auténtico rey cuanto las trazas propias de un iluso o una especie de revolucionario religioso. ¿Si no por qué se lo entregaba con este ímpetu el sanedrín de los judíos?

Primera pregunta del interrogatorio: “¿Eres tú el rey de los judíos?”, para comprobar en qué medida el acusado confirmaba los motivos de la acusación. Era Roma, por tanto el emperador Tiberio, quien ostentaba el poder. El único soberano de Judea era el César y Pilato, procurador suyo, ejercía en la práctica este poder. ¿Basta con creerse uno rey y rival del César para ser condenado?

Segunda pregunta: “¿Qué has hecho?”. El abolengo puede acreditar a uno como rey, pero sus obras dicen también mucho. Obviamente los judíos habían entregado al procurador romano a Jesús por lo que había hecho (y dicho…). ¡Qué buena pregunta para preguntarles a los reyes! ¿Qué has hecho? Y, por extensión, a todo los que tienen algún puesto de responsabilidad. En el “¿qué has hecho?” ha encontrado Pilato el modo de averiguar el motivo de la antipatía de las autoridades hacia Jesús. Luego lo expresaría: “No encuentro nada en este hombre…”.

Una nueva pregunta; esta para Pilato: ¿Qué entendía él por rey? El paradigma era su emperador, de modo menor otros reyes locales, como Herodes Agripa, que regía sobre Galilea. Poder sobre otros: capacidad para gobernar, impartir justicia, condenar o dejar libre o indultar. Encarna la cúspide, encumbrada con una corona o similar, de un sistema jerárquico con el fin de guiar y procurar el orden de una sociedad. Tal vez se ajusta a lo que nosotros mismos entendemos por rey o similar y esperamos de él. ¿Qué entendía por rey Jesús?  Él asocia su reinado a la Verdad, su labor a dar testimonio de la Verdad. Pilato le preguntará en este mismo interrogatorio: “¿Qué es la Verdad?” Y el mismo Jesucristo se manifestará como Camino, Verdad y Vida. Él es la Verdad. La Verdad de Dios, expresión de la vida divina, de la misericordia de Dios Padre, del poder santificante del Espíritu, de la obediencia del Hijo. Verdad sobre el mundo: porque todo ha sido creado por él y para él, porque en Él encuentra su razón de ser y su destino. Verdad sobre el ser humano: creado a imagen y semejanza del Resucitado.

            La genética humana está modelada a imagen de este Hijo de hombre y no podrá encontrar respuesta a lo que es ni medida para lo que ha de ser sino en Jesucristo. Aquí se manifiesta luminosamente su realeza: Él es el rey del universo, porque todo él tiene las huellas de su propia persona, porque solo en Él puede dar con su referencia, su meta, lo que necesita. Y eso que precisa es misericordia, paz, fraternidad, filiación con Dios Padre, la fecundidad del Espíritu, solo posible por su vínculo con el Hijo hecho carne, crucificado y glorificado. Así se nos manifiesta como el único rey. Solo en la medida en que los responsables y soberanos de los pueblos se unen a este proyecto de servicio pueden ser de modo análogo “reyes”. Si no es así, simplemente tiranos. En otras palabras, la soberanía de Jesucristo más poderosa es la que tiene sobre nuestros corazones, que están hechos a su medida, la medida del Hijo único crucificado y resucitado. Ningún otro poder alcanza a tener tal presencia en un corazón. Ningún otro poder alcanza esa fuerza, y lo hace por medio de la humillación, el despojo y la cruz, que son consecuencias del amor de este monarca.

            A Pilato le dejaron las palabras de la acusación para ajusticiar a un Maestro Nazareno: decir que era rey de los judíos. No se aclaró mucho en el interrogatorio, pero tuvo que verse interpelado por aquel hombre. Los judíos que lo entregaron decían bien, aun sin creérselo: ciertamente era el rey de los judíos, pero redujeron su reinado, lo era también del universo, porque todo fue creado por Él y para Él, y todo lo será para Él, pero bajo el signo de la cruz, es decir, del amor misericordioso de Dios en la humildad de la carne entregada para la salvación de todos. No podemos escapar a esta pregunta sobre la realeza de Jesucristo para este mundo y para uno mismo. 

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