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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO V CUARESMA. 22 de marzo de 2015

 

Jr 31,31-34: Haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva.

Sal 50: Oh, Dios, crea en mí un corazón puro.

Hb 5,7-9: Él, a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo a obedecer.

Jn 12,20-33: “Quisiéramos ver a Jesús”.

 

Basta la palma de una mano para sostener un grano, y sobrará mucha palma. Con ese peso tan ligero se pueden hacer diferentes previsiones dependiendo de las expectativas que se pongan sobre él:

 

  1. “¡Qué poca cosa!”. En verdad que poca, incluso ridícula. A lo sumo una semilla así podrá dar diez o quince granitos más en la cosecha. ¿Merecerá la pena todo el trabajo de la siembra y el cuidado de la tierra y la siega para no obtener más que un puñadito con el que seguirá sobrando mano? Visto así, más vale deshacerse cuanto antes del grano y ocupar la mano en asuntos más provechosos. 
  1. “¡Poco pero mío!”. Mejor es lo pequeño que lo que no es. Así el grano asegura algo y hace que la mano que lo tiene aventaje a las que no tienen nada. ¡Qué miedo entra entonces cuando aparece la idea de enterrar el grano para que dé fruto! Es el pavor a perderlo todo.
  1. “¡Cuántas posibilidades!”. El grano de este año dará otros quince y la quincena otros quince más; y así con multiplicación anual, en una década habrá un inmenso granero aumentado cada año… Ya sabemos lo que sucedió con la lechera y sus cuentas. Ante estas perspectivas se le pedirán al grano cuentas de lo que no es o de lo que no puede, intentando precipitar lo que no prometió, pero se esperaba erróneamente de él.

Pueden añadirse otras aportaciones sobre los modos de considerar al grano, tantas como las experiencias de su peso y su tacto. ¿Cuánto le pesamos nosotros a Dios entre sus manos? Las mismas que se implicaron en nuestro modelado del barro son la que nos sostienen para seguir siendo moldeadas y dar fruto. A pesar de nuestro poco peso, nuestra pequeñez, tanto ama el Señor estas semillas que somos nosotros que hizo a su Hijo también semilla que se abrió en la tierra para que, muriendo, diera vida a los demás.

 

Resulta difícil de entender, pero Dios se enamoró de ese gajo minúsculo que somos, proyectando para nosotros una espiga de grano abundante. Pero para ello pide colaboración: que nos abramos a la vida que Él nos ofrece, a la cual no se puede llegar sino con sacrificio de apertura, de renuncia, de esperanza en la Resurrección. Esto también significa servicio, una vida entregada a Dios, para que, en la sepultura de aquello que pone tierra sobre nuestros intereses, egoísmos, proyectos, pecados… emerja el brote que dará un día grano y grano y grano. Aun así Dios no deja de querernos en nuestra pequeñez, y se alegra con nuestra condición menuda.

 

Él hace nuevas todas las cosas, porque su amor es sanador y rejuvenecedor; tan preciosos le parecemos nosotros, pequeñas semillas suyas, que no tiene en cuenta nuestras deficiencias y el pecado, pero pide que nos abramos a su perdón; no se impacienta con nuestra lentitud, pero quiere que no nos detengamos en la marcha; sabe que, al final del camino seguiremos siendo la misma pequeñez, y sin embargo Él nos ha llamado a ser Hijos suyos.

 

          Se anuncia la muerte de Jesucristo, con ella la nuestra propia; también se preludia la Resurrección, y con ella la cosecha de todo lo que Dios puso en nosotros para ser espiga de vida. ¡Qué grande quien, desde su pobreza, sabe mirar a las manos de Dios Padre y experimentarlas delicadas y entrañables con nuestra semilla! ¡Qué pequeños para todos y qué grandes para Dios! ¡Qué limitados para muchas cosas, pero qué capacitados para una sola: dar la vida por amor a Dios! Luego que Él saque fruto donde nosotros emprendimos obediencia de semilla.  

DOMINGO IV CUARESMA. "Laetare". 15 de marzo de 2015

 

2Cr 36,15-16. 19-23: Quien de vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él y suba!

Sal 136,1-6: Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.

Ef 2,4-10: Estáis salvados por su gracia y mediante la fe.

Jn 3,14-21: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único.

 

Propongo una historia. No “mi” historia, ni “tu” historia, ni siquiera “nuestra” historia, sino “la” Historia. Aquella donde no serán suficientes todas las miradas para que interpreten y concluyan; es la historia que va tejiendo el Señor contando con el arte humano; a veces, no pocas, con el desastre humano. Se llama “historia de la salvación”, donde ni todos los ojos humanos pueden agotar su inmensidad y hondura, sino que hay que arrimarse al amor de Dios para esclarecer. Y en ella encontramos nuestra propia historia, sobre la que podemos hacer numerosas interpretaciones, pero todas ellas desatinadas si no la contemplamos al trasluz de esta “historia del amor de Dios” por todos para nuestra salvación.

 

            La historia de Israel podía ser una más entre las historias de tantos pueblos, pero entendía que habían sido escogidos por el Señor como el pueblo de su heredad por puro amor. O los acontecimientos que sucedían eran interpretados desde esta elección o estos hechos quedaban desgajados arrastrando al sinsentido todo lo demás. Aquel suceso demoledor, cuando el destierro y la destrucción del templo, provocó miradas diferentes hacia Dios. Parecía que la historia del pueblo de Israel llegaba a su fin frustrando todas las expectativas.  ¿Habrá habido abandono por parte de Dios? ¿Será impotente ante otros dioses? ¿Ya no le interesamos? Para no precipitarse en una respuesta inadecuada hay que hacer balance de aquella historia de elección, descubriendo que el daño producido ha sido consecuencia de la “infidelidad” del pueblo. Su olvido de Dios causa una situación de castigo para propiciar el arrepentimiento y la vuelta al Señor. La desgracia provoca  un trabajo más esperado en la memoria, que se preocupa, ante una situación de apuro, por hallar la verdad para encontrar una salida a lo que se está viviendo. Lo recuerda el redactor del segundo libro de las Crónicas: ha sido la infidelidad del pueblo la causa del desastre. Y recuerda también abriendo a la esperanza: Dios ha enviado un salvador.

 

A golpe de pecado vamos labrando una historia de daño sobre nosotros mismos. ¿Acusaremos a Dios de nuestros propios delitos? El reconocimiento de nuestros pecados es acercamiento a la verdadera historia; su negación es perseverancia en la penumbra. Por eso, tanto en la historia del ser humano como en la mía, hace falta poner verdad acerca de nuestras maldades, como requisito necesario para la curación y la enmienda.

 

           No basta solo, sin embargo, con aceptar que tenemos faltas y provocamos males, porque lo prioritario es contemplar cómo es la bondad de Dios la que cubre multitud de pecados y la que prevalece sobre todo mal. De ahí que solo mirando a Jesucristo crucificado y resucitado, interpretamos la historia con mayor realismo, con mayor verdad: allí vemos la consecuencia final de nuestros pecados, “el asesinato de Dios”; allí Dios nos toca con un perdón sin condiciones abriendo en la cruz una puerta a la vida en la Resurrección.

 

            A Jesús le sirvió el pasaje en que los israelitas, tras haber pecado contra Dios, reciben el castigo de la mordedura mortal de las serpientes en el desierto. Esto recuerda la falta humana repetida de muchas formas y en tantos momentos. Pero también invita a mirar hacia el estandarte donde Moisés coloca la serpiente de bronce para recibir la salud. La cruz incita a mirar elevando los ojos un poco a lo alto, para tampoco detenernos en nuestros pecados, sino en la misericordia de nuestro Señor. Despegar la vista desde aquello que me preocupa con subrayado, mi mal, mi pecado, pero que no puede convertirse en el centro de mis atenciones, para fijarla en el signo salvador que me hace entender “mi historia” en la “Historia de la salvación”. Solo en Jesucristo podemos interpretar con verdad y realidad la historia de todos y la mía en particular. Solo sabiendo de mi pecado y, todavía más, del perdón de Dios, tendré los recursos suficientes para entenderme a mí en este mundo. Aquí está la luz que unos reciben y otros rechazan, dependiendo de las ganas de Verdad que tengan.

 

La Verdad causa una profunda alegría, que ha de protegerse y estimularse durante este tiempo de Cuaresma, para que llegar con deseo de plenitud a la celebración de la Pascua. Nos lo recuerda este domingo llamado de “Laetare” (alegraos). Nos oscurecemos porque vemos solo pecado en nuestras vidas o no lo vemos en absoluto. En ambos casos, porque no se ve a Dios. La búsqueda de la alegría coincide con la búsqueda de la Verdad, de “la” Historia (proyecto del amor de Dios), donde nuestro Señor quiere contar sin excepción con cada uno de nosotros y, por tanto, habrá tropiezo, pero siempre asumido con sonrisa por el amor incondicional de nuestro Padre. 

DOMINGO III de CUARESMA. 8 de marzo de 2015

 

Ex 20,1-17: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud”.

Sal 18,8-11: Señor, Tú tienes palabras de vida eterna.

1Co 1,22-25: Nosotros predicamos a Jesucristo crucificado.

Jn 2,13-25: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.

 

Vertiendo todo un cargamento de piedra sobre la tierra, se acotará un espacio antiguo para un uso nuevo, y el mismo lugar será ya distinto; separado del resto, cambiará de utilidad. Así tuvo su comienzo el local designado para significar la presencia de Dios. Hacía falta un edificio en el corazón del pueblo para la memoria de quien debía ser siempre su centro, como era origen y final. Pero el montón de roca precisa orden para hacer morada; de la piedra se sacará muro y techo y habitación… casa en definitiva. A Dios no le gusta la piedra más que la nube del cielo, ni la nube que la piedra. Si una es pesada hasta no despegarse de la tierra y la otra ligera para sobrevolar sobre nuestras cabezas, Dios siempre preferirá la tierra humana, que sin dejar de emerger del suelo, se encumbra hacia el cielo; que sin tener la dureza de la roca, tampoco es tan intangible como el vapor y puede recibir forma de las pacientes manos de Dios. De la piedra a la tierra hay una distancia: la del agua, porque la roca no permite que penetre a través de ella, mientras que la tierra se hace una con el agua para formar barro. De la nube a la tierra hay otra distancia: la nube solo agua ligerísima, incapaz de recibir modelado; en la tierra hay agua con mezcla de polvo, susceptible de los dedos artesanos. Otra distancia, del edificio al hogar: en uno hay piedras sin vida, en el otro hay personas que acogen. Hasta aquí quería llegar Dios: que el lugar, el templo, sirviese para el encuentro con su pueblo. No pretendía un terreno, sino un hogar, donde la tierra más preciosa fuese la de la carne humana estremecida por el tacto de su Señor.

 

La piedra del templo no será hogar de Dios hasta que en sus rocas no se sienta el aliento humano, y todo aquel edificio se conciba como lugar para el encuentro con un amigo y Creador. El proyecto de templo para Dios pide piedras, que son recogidas para hacerle casa, y lleva consigo un trozo de corazón creyente.

 

            Aunque el Altísimo escogió la piedra para dejar grabada su ley, no era para arrojarle al pueblo las tablas con sus mandamientos como una losa terrible, sino buscando perpetuidad en algo duro y duradero, con el fin de que la piedra comenzara a enternecerse en el corazón del creyente. Si no permanecería con rigidez, provocando más temor que piedad, y otras veces indiferencia. Para que la Palabra de Dios se reciba con acogida, tiene que pasar de la roca al corazón, de la piedra a la carne. Cumplir simplemente lo mandado, puede ser ayuda en algunos momentos; sin embargo, un corazón maduro precisa razones, y solo se pueden encontrar razones para los mandamientos en el amor de Dios que quiere hacer hogar entre nosotros.

 

            El Jesús indignado con enfado en este evangelio es el Jesús que se contrista al encontrarse un templo solo de piedra, donde el corazón se hizo impermeable al agua mansa de Dios. Arroja del templo a los que comercian facilitando los animales del culto (lo cual estaba permitido), ¿qué de malo hay en ello?  De esto podrán saber mejor los que más trato tienen con Dios. La sensibilidad rechaza cuanto anule, entorpezca o siquiera distraiga la relación con el Señor. El sacrificio, ese instrumento ancestral y válido hasta Jesucristo para la petición y la alabanza y la acción de gracias a Dios, se había convertido para muchos en un simple rito, no más que una piedra seca sin carne, donde no había latido creyente, hasta el punto de meter a los propios animales en el lugar santo, no para facilitar el culto, sino el negocio.

 

Dios no cabe en un recipiente, aunque tenga las dimensiones del cosmos, porque lo hizo Él, pero habita muy a gusto rezumando en la carne del que espera en Él y vive buscándolo y encontrándolo. Por eso la carne gloriosa de Jesucristo, su cuerpo resucitado, es el lugar del encuentro sublime entre Dios y el hombre, el hogar más amable para ambos, donde la tierra humana se ha dejado empapar por el Espíritu de Dios. Aunque aún no hemos alcanzado esta cumbre, sí estamos caminando hacia ella en la medida en que nos implicamos en preparar hogar para el Señor, donde no puede haber exclusión de nadie. Para ello habrá que expulsar mucho negociante y mercader de dentro. Una absoluta estupidez, una inutilidad soberana, como escándalo para judíos y necedad para los griegos, y para todos aquellos que no han experimentado ese amor pacificador y gozoso en su propia carne; pero para el creyente, vida eterna. Esta experiencia es la sensibilidad de la Pascua, el paso de pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios por nuestras vidas. Si no lo hemos experimentado aún, aunque sea un poquito, ¿qué esperamos para prepararnos a hacerlo? ¿No será por demasiadas durezas a fuerza de mercadear con Dios y los hermanos? 

DOMINGO II de CUARESMA. 1 de marzo de 2015

 

Gn 22,1-2.9-13.15-18: “Toma a tu único hijo, al que quieres… y ofrécemelo en sacrificio”.

Sal 115,10.15-19: Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida.

Rm 8,31b-34: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

Mc 9,2-10: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo”.

 

Podría contar Abrahán las estrellas del cielo y entender la inmensidad de los granitos de arena de la playa, confiando en la descendencia que Dios le iba a conceder, pero ahora resultaba que su estrella más preciosa, su grano de arena más amado, su hijo, su único hijo, había de ser sacrificado a Dios. Tuvo que temblar hasta las vísceras con la petición de Dios. ¿No frustraba esto la misma promesa del Altísimo? ¡Que nos deje Dios en paz disfrutando con nuestro pequeño grano y nuestra estrellita, y renunciemos a todas las demás! ¿Qué nos importa a nosotros lo que venga después, si el presente, este hoy, nos trae tanto dolor?

            Y con todo, Abrahán confió. Era reciente en el oficio de padre. Mucho lo había deseado, pero no llegó hasta la ancianidad.  Y, ya sabemos, la paternidad transfigura a la persona, que sufre un vuelco interno hasta reordenarse en sus prioridades y recolocarlo todo en torno a esta nueva vida engendrada. Abrahán se transfiguró en padre, pero eso no le bastó a Dios, sino que quiso probarlo. Dios sabía bastante más de paternidad que Abrahán, la ejercía eternamente con su Hijo, y el patriarca estaba de estreno. Pero no solo, sino que, además, el Creador había extendido lo que con su Hijo con sus criaturas y los ademanes paternos y maternos se vertían con los humanos, hasta… hasta transfigurarlos. ¿Qué es eso de transfigurar? Es la transformación de algo de modo que revela lo que realmente es. El Padre transfiguró a sus criaturas humanas en hijos, lo que realmente eran, pues así los creó, para ser hijos suyos.

            Por eso Abrahán, más que padre, era hijo y había de seguir el camino de buen hijo para llegar a ser un buen padre. Confiaba en Dios lo suficiente, ¿pero tanto como renunciar a su “paternidad” para ser un “hijo obediente”? ¿Tanto como para no impedirle a Dios que le arrebatase a su unigénito? De haberse opuesto al mandato de Dios, se habría mostrado como un padre con ansias posesivas, con pretensión de arrebatarle a Dios el puesto de Padre. Más quería Dios a Isaac que Abrahán, y más era Abrahán hijo de Dios que padre de Isaac; Dios se la concedió como don para que más aprendiera Abrahán a ser hijo del Padre bueno del cielo (obedecer al hijo en todas sus necesidades reales es obedecer a Dios). “Dios proveerá, hijo mío”, contestó a su hijo cuando le preguntó por el animal del sacrificio, y Dios ya había provisto, porque se escogió un amigo íntegro y noble.

            Había que abrir una brecha en el horizonte. Como Dios la abrió para Abrahán para encontrarse con uno más padre que él y no dejar de mirarse a sí como hijo, Dios Padre volvió a abrir con su Hijo, descubriendo la consumación de su misión. Cristo se transfiguró ante cinco testigos. Dos testificaban en retrospectiva, desde el Antiguo Testamento; tres con los pies sobre el Nuevo. Un Cristo transfigurado es un Jesús resucitado en anticipo. El momento era el oportuno para manifestar lo que todavía no había llegado a su plenitud. Se revela glorioso en el momento en que se va a iniciar la crisis que desembocará en su pasión. Pronto muchos lo van a abandonar y se va a ver con solo un puñado de discípulos fieles. Sin sensación de fracaso, sino con la certeza de cumplir la voluntad del Padre.

            “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”. Pero para creerse esto, que con tanta fuerza defendía san Pablo, hace falta tener una experiencia muy profunda del ser hijos de un Padre todo misericordioso. Esto es dejar que el Espíritu abra en nosotros una apertura hacia una unión más estrecha con Dios y una delicadeza mayor hacia los que, compartiendo a un mismo Padre, nos llamamos “hermanos”. 

DOMINGO I de CUARESMA (ciclo B). 22 de febrero de 2015

 Gn 9,8-15: “El diluvio no volverá a destruir a los vivientes”.

Sal 24,4-9: Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad, para los que guardan tu alianza.

1Pe 3,18-22: Como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.

Mc 1,12-15: El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás.

Las aguas del Jordán donde se bautizó Jesús desembocaron en el desierto. Es hasta aquí donde nos lo lleva el evangelio de Marcos de este primer domingo de Cuaresma, justo después de haber narrado su bautismo por Juan en las aguas del Jordán.

Tan amenaza para la vida es el exceso de agua como su falta. El diluvio trajo una cantidad indigerible hasta para la tierra. Su fin era limpiar el mundo de todo su pecado. No lo explicamos como una aniquilación del pecador, sino del pecado y de su germen. Por eso, esa agua tan abundante serviría como símbolo para significar el bautismo, cuyo signo, el agua, es elemento purificador y de vida. El desierto, por otra parte, pone a prueba la entereza del creyente, forzándolo a luchar con la tentación.

 Dos momentos en un mismo itinerario: agua para sepultar, para purificar, para renovar y desierto para probar, para fortalecer, para acrisolar. Las aguas del Jordán desembocan en el desierto. El Padre ungió con el Espíritu a Jesús en aquel bautismo con que se inicia su vida pública. Sin tener nada que perdonar, sí, sin embargo tenía que capacitarlo para la misión que a partir de entonces llevaría a cabo. Es el Espíritu el que habilita proporcionando una nueva dimensión que nos hace luchadores por el Reino. Pero en un segundo paso, el camino se convierte en aridez para atravesar, como por una puerta, un umbral estrecho y hacer trabajar las armas con las que nos pertrechó ese mismo Espíritu, sin que Él deje de actuar en nosotros. Es decir, el desierto es la abertura por la que hay que pasar para consolidarnos y legitimarnos como luchadores de Dios. A él empuja el Espíritu, como empujó a Jesús, para ser tentado por Satanás.

¿Y qué es este desierto para nosotros? Lo podemos experimentar como todo momento en nuestra historia en el que nos encontramos con una aridez o aspereza que nos pone en un aprieto ante el cual, o salimos airosos con nuevas fuerzas, o nos dejamos someter por la tristeza o la desesperanza. A esto lo llamamos tentación, que acude a nosotros en todo momento, pero más incisiva allí cuando menos pletóricos y entusiastas nos encontramos, cuando menos ganas tenemos de ser tentados.

“Fue tentado por Satanás”. Marcos no dice más del cómo, ni narra el contenido de las tres tentaciones como sí hacen Mateo y Lucas. Después refiere brevemente la predicación de Jesús en Galilea exhortando a la conversión y la fe en el Evangelio. Habría que considerar que en Jesús, más que un momento específico en su vida en el que fue tentado, hubo muchos momentos en los que sufrió, como humano, la tentación, hasta la más terrible en Getsemaní. Así se describiría en Jesús lo que sucede en nosotros mismos: que se alternan en la vida muchos momentos de tentación. Tomando de la espiritualidad de san Ignacio de Loyola, se puede hablar de dos grandes clases de tentaciones (de las que habla en el discernimiento de espíritus):

  1. La primera es la de los que se encuentran en un proceso espiritual todavía incipiente. Suele ser tentado para dejarse llevar por sus deseos más inmediatos, prometiéndole conseguir satisfacción y gusto.
  2. La segunda, en un momento más avanzado de la vida espiritual, la tentación llegará como un desánimo para creerse incapaz de un mayor encuentro con Dios y desesperar de sí mismo y del Señor.

En ambos se ejerce presión para desanimarse y dejarse vencer, para renunciar al Espíritu Santo que actúa en nosotros, prefiriendo otras alternativas que hagan pasar deprisa por ese desierto tan incómodo.

Solo en la tentación podemos saborear la victoria de Dios en nosotros, porque solo es allí donde realmente demostramos y llevamos a cabo si es Él aquel por el que merece la pena morir y vivir, o es un compañero ocasional al que acudimos a conveniencia. Este primer domingo de Cuaresma invita a vivir los momentos de desierto desde el Espíritu que actuó en Jesucristo superando toda tentación, y prepararnos así a que el Espíritu nos vaya resucitando. 

DOMINGO VI T.ORDINARIO (ciclo B). 15 de febrero de 2015

Lv 13,1-2.44-46: El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza.

Sal 31,1-2.5.11: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.

1Co 10,31-11,1: Hacedlo todo para gloria de Dios.

Mc 1,40-45: Acudían a Él de todas partes.

 Por hacerle el favor a la sociedad, se desfavorecía a uno, hasta hartarlo de soledad. No había otra forma de protección ante el peligro de un contagio colectivo que aislar la amenaza. Esto hacía de la lepra una enfermedad especialmente dañina: hería en la carne y hería en el corazón. “¡Impuro, impuro, impuro!”, así, a gritos, el leproso saludaba con su desgracia, provocando a voces la huida del que se acercase. Este saludo describía su estigma, acuñado por la enfermedad y por el veredicto del sacerdote. La sentencia se quedaba con él, como un apodo, y ¿quién se iba a acordar ya de su nombre cuando la enfermedad le impedía incluso el trato cercano con otros? Solo la curación, legitimada por el sacerdote le permitía reintegrarse de nuevo en el pueblo (vuelta a las relaciones, a la vida social, a la comunicación con los iguales, al culto a Dios).

            El Nuevo Testamento estaba tan lleno de leprosos como el antiguo; el protocolo sanitario-religioso seguiría siendo, al menos en mucho, lo mismo. Si la medicina no había traído ninguna novedad, tampoco el pueblo habría previsto nada nuevo. Había que apartar al enfermo irremediablemente. El hombre herido por la lepra arriesgaba acercándose a un sano, que podía despedirlo con insulto y agresión. Para el que ya ha sido agredido en su dignidad, condenado a la exclusión, quizás no provoque tanto riesgo. No eran excepcionales las curaciones de la lepra, aunque se consideraban como un milagro. Aquel hombre habría oído hablar de Jesús (la palabra atraviesa distancias que saltan de sanos a “impuros” y lleva el mensaje a los más apartados) y a él se acercaría como alguien milagroso.  Los sacerdotes no podían curar, solo avalaban el contagio o la curación. Acercarse a Jesús es allegarse a quien es más que un sacerdote, porque él sí que tiene poder para el verdadero cambio.

Primero una petición humilde, hasta temerosa, del hombre enfermo. Es entrañable ese empeño por llegar hasta Jesús. Él le responde con un gesto, sobrio en la descripción del evangelista, pero muy sugerente: “lo toca”. Pone su piel sana sobre la piel enferma, la piel sanadora del Hijo de Dios hecho carne, junto a la del hombre que le pide a Él. Aunque las leyes habían establecido sus cauces para evitar ese contacto y mantener distancias, Jesús amplía las posibilidades de resolución del conflicto con mucha proximidad y curación por el tacto. Acompañan también unas palabras: “Quiero, queda limpio”, que lo diferencia radicalmente de los sacerdotes, inútiles para curar. Curiosamente, una vez curado, lo envía, como mandaba la ley, a que se presentara al sacerdote. No rechaza la ley, pero muestra su superación a través de una nueva respuesta, eficacísima, que produce la curación del enfermo, muy unida a la sanación de la herida en su dignidad y a la alabanza a Dios, autor de la vida, que cuida de toda vida; más aún, de “mi” vida.

Como es típico en Marcos, aparece la prohibición de divulgar el hecho (el secreto mesiánico). A Jesús, o se le mira en todos sus pasos, culminado su vida en la entrega de cruz, o los ojos se desviarán de lo central y se quedarán con un Cristo curandero. La cruz apetece menos que el milagro, pero es su meta. Sin cruz no hay curación definitiva de resurrección. El hombre sanado no puede o no quiere reprimir el entusiasmo y transgrede la prohibición. ¿Fue de alegría incontenida? ¿Apreció en su corazón algo más que a un Jesús milagroso?

La sociedad estableces sus propios cauces para solventar conflictos. ¿Serán definitivos? Muchos se fundamentan en distancias: poner tierra de por medio entre enemigos evita males. Jesús supera con creces. Su proximidad motiva un cambio real y de hondura que se abre a la misericordia de Dios, que no deja de sorprender cuando aporta una solución real, que mira a la persona para su salud íntegra, su salvación. Al expresar Pablo a los corintios que lo hagan todo para gloria de Dios, lo hace en el sentido de la búsqueda de lo que Dios pide a cada uno, y así habrá una respuesta nueva a planteamientos viejos que causen la victoria buscada por Dios en nosotros.

El saludo del apartado: “¡Impuro, impuro!”, es desplazado por el del abrazado por Dios: “¡Hijo de Dios, hijo de Dios!”, proclamando con rotundidad la propia salvación por aquel que me ha tocado en mi piel con un perdón entrañable y un amor que me pide llevar y compartir, para que todos se sepan igualmente amados incondicionalmente (sanados en sus heridas más íntimas). Ese nombre, hijo de Dios, unido al nombre propio, vivido con rostro radiante y vida coherente, ¿no atraerá miradas e interés en sentido inverso a como el enfermo de lepra las repelía?

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