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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO SOLEMNIDAD DE PENTECOTÉS. 24 de mayo de 2015

 

Hch 2,1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo.

Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

2Co 12,3b-7.12-13: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu.

Jn 20,19-23: Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”.

Cuando todos los demás espacios se han convertido en lugares inhóspitos y amenazantes, cuando tras las miradas hay sospecha y prejuicio, cuando se ha perdido la seguridad de la persona que tiraba de todos animando, trayendo una novedad inaudita… aún queda la casa y la familia para estar en el lugar propio con los propios. Jerusalén se había convertido en un campo de derrota y fracaso, pero aún conservaba un lugar para cobijarse, el hogar donde Jesús había celebrado la cena de despedida con sus discípulos.

            Una casa cerrada a cal y canto más que un cobijo es un escondrijo. Si el hogar no es ese espacio luminoso donde se vive con los íntimos pero con apertura a que otros entren y se pueda también salir hacia otros lugares, entonces el ambiente se enrarece, porque no se renuevan los aires de aquellas estancias y todos terminan por respirar la misma tristeza contagiada.

            Los discípulos del Señor, que tanto habían caminado con Él por Palestina, se encontraban ahora parados y encerrados. El miedo convierte la casa en caverna. La aparición del resucitado en medio de ellos descubre una nueva puerta por la que accede Dios cuando todas las demás están selladas. Trae paz a unos corazones hostigados por la tristeza de la muerte del Maestro. Trae las huellas de la pasión como el picaporte que se toma para abrir y pasar por una puerta insospechada: la de la resurrección.

            Este encuentro con el Resucitado llena de lo que tan faltos estaban, de alegría, pero aún no habrá reforma en la casa hasta que sople sobre ellos para insuflar el Espíritu Santo. Hay una distancia de cincuenta días entre esta aparición que relata san Juan en su Evangelio y el episodio de Pentecostés del que habla san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, pero pueden hilvanarse sin complicación. El Espíritu sobre los discípulos abre la clausura del miedo y hace crecer la casa con proyección universal. Tantas lenguas como lugares y todas proclamando la misma noticia, la maravillosa intervención de Dios entre nosotros. Ese impedimento recio que impide llegar a otras casas y que aísla en comunicación, el idioma, ya no tiene poder para que aumente el hogar de los discípulos del Señor.

            El cambio es abrumador: de un pequeño cubículo blindado como el único donde aquellos pocos discípulos podían encontrar protección (la añoranza de los momentos junto al Maestro en un recuerdo sin esperanza), se pasa a una mansión con las dimensiones del mundo, donde cualquiera puede entender en su propio idioma al resucitado.

            ¿Qué tendrá el Espíritu para agrandar, disipar miedos, alegrar, esperanzar, mover… a los que se habían achicado hasta hacer que su mundo fuese un lugar tan reducido como una casa? Junto a esto un poder especial para perdonar pecados o retenerlos. Un elemento fundamental de la misión de Jesucristo ha sido la llamada a la conversión y el perdón los pecados. Combate el mal y el pecado como un objetivo absolutamente prioritario. Lo que da Jesús con su Espíritu es la prolongación de este ministerio que deberán realizar sus discípulos. Podemos ver en ello el perdón sacramental conferido a los sacerdotes; también el poder de la comunidad para extender la misericordia de Dios de muchas maneras (podríamos decir que en muchas lenguas). De ahí que la imagen del cuerpo que ofrece san Pablo en la primera carta a los Corintios sea tan elocuente: describe la acción del mismo Espíritu Santo en cada cristiano donde se manifiesta de manera diferente, dependiendo del carisma, del servicio o la misión que encomiende. Sin rivalidades y con comunión, sabiendo y viviendo que el éxito del otro es el de Dios y el mío propio, el de la Iglesia.

Trabajar por abrir, por saltar cerrojos, liberar y favorecer el crecimiento. A través del perdón se abre una ranura por la que se cuela Dios y se hace presente en medio de la vida de cada persona; más aún, Él es el que posibilita esa brecha. El poder para retener pecados, parece hacer alusión a la facultad para apartar de la comunidad a quien peca gravemente, para hacerle ver su mal y moverlo a la conversión. En todo caso, siempre buscando el bien de salvación de toda persona.

El fondo de todo trabajo apostólico es manifestar la misericordia de Dios que ha entregado a su Hijo por nosotros, para nuestra salvación. Aquello se expresaba en las señales de manos y costado del Maestro, que han de ser los signos por los que reconocemos cómo el Espíritu de Dios renueva todo y convierte en misericordia la crueldad de una muerte de cruz. Esto es dejar que Dios haga crecer nuestra casa y hacer de todo lugar morada de Dios e Iglesia, de toda persona hermano. 

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR. 17 de mayo de 2015

 

Hch 1,1-11: lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista

Sal 46,2-3.6-7.8-9: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Ef 1,17-23: …Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

Mc 16,15-26: Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.

 

Jesús subió al lugar de donde no se había ido. ¿Cuándo había dejado de estar a la derecha de Dios Padre, a su lado, cara a cara con Él? Entonces, ¿para qué este trayecto? La carne tiene el mismo peso que la tierra y cuando el Hijo de Dios eterno tomó la carne humana, tomó también su peso. Apareció una novedad inaudita: lo celeste y lo terreno convivían en comunión en la persona de Jesucristo, no por una originalidad ocurrente, sino con una misión: que toda carne recibiera altura de cielo; es decir que toda persona humana y con ella toda la creación se hiciera de Dios y recibiera inmortalidad y gloria eternas.

Para ello este recorrido: del cielo a la tierra y de la tierra al cielo, sin que haya jamás dejado de estar en el cielo y nunca se vaya ausentar de la tierra. La fiesta de la Ascensión del Señor celebra que la humanidad resucitada del Hijo, tras cuarenta días en la tierra con sus discípulos, llega a su gloria, culminando su misión junto al Padre. Llega al lugar para el que había sido creada la humanidad del Hijo, por medio de la cual ha sido creado todo. Y todo lo creado ha de ser llevado hasta donde está el Hijo para arrimarse, por Él, a Dios Padre.

                Esta elevación a las alturas permite dos hechos:

1º. Que los discípulos de Jesús asuman sus responsabilidades desde el conocimiento y la vivencia de todo lo que el Maestro ha revelado sobre el Padre. La presencia de Jesús aún entre nosotros como tras su resurrección habría interrumpido la asunción de nuestra misión y tareas.

2º. En segundo lugar que Él prepara el sitio hacia el que los hijos de Dios avanzamos. Está donde tendremos que estar nosotros y desde allí tira de nosotros para que progresemos y consuma en nosotros aquello para lo que nos hizo Dios: participar de su gloria.

                Esta ascensión no es una despreocupación de la tierra; al contrario, que se eleve Jesucristo a las alturas es el ejercicio necesario para que ascienda todo un poco con Él y trabajar allí para que finalmente todo sea elevación, sin que pierda el peso de lo creado. El pasaje del evangelio de san Marcos que narra este acontecimiento se inicia con un mandato de Jesús que hace alusión precisamente a ese trayecto hacia el cielo: “Id”. La buena noticia ha de ir sostenida por los pies de los discípulos de Señor. Solo quien haya tenido experiencia de Cristo resucitado está acreditado a ser pies y vocero de esta alegría del “Dios con nosotros”. Sobre pies humanos se camina a paso humano, pero aligerado y robustecido por el Espíritu Santo. No para que llegue a muchos ni para muchísimos, sino a “toda la creación”. Tenemos que caminar en todas las direcciones, y cada uno sobre la parcela que Dios le pide hollar, sin frustración por llegar a poco, sin pereza para no andar lo que se exige. A fin de cuentas los pasos humanos avanzan a impulsos de tramos pequeños, pero son pies ungidos por Dios para la misión donde ya está Él presente.

Y les envía cuando en los versículos precedentes (no aparecen en el fragmento de hoy) les ha reprochado su falta de fe por no creer en los testigos de su resurrección. Por una parte nos avisa de lo importante que es creer a quienes testimonian a Jesús resucitado y a no dar crédito a los que dicen haberlo visto muerto en el sepulcro. Por otra parte, a pesar de esta incredulidad, se fía de estos “Once” hasta el punto que les encomienda la misión tan importante de continuar con su labor para dar a conocer el amor misericordioso de Dios y su justicia, para que conociéndolo crean en Él y se salven.

                Habla también de unos signos que acompañarán a los que crean que hacen referencia a la facilitación de la misión por el Espíritu (expulsar demonios en nombre de Jesús y hablar lenguas nuevas), una especial protección y la capacitación para la salud.

 

                Sube al cielo, a la derecha de Dios Padre, y no deja a sus discípulos solitarios. Desde allí estará tirando de los suyos y del mundo para que progresen en ascenso, cooperando para confirmar la palabra “con las señales que los acompañan”, y enviando el Espíritu Santo, que será el compañero imprescindible para dar acometer esta misión y dar fruto. 

DOMINGO VI PASCUA (ciclo B). 10 de mayo de 2015

 

Hch 10,25-26.34-35.44-48: se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles.

Sal 97,1.2-3ab.3cd-4: El Señor revela a las naciones su salvación.

1Jn 4,7-10: Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.

Jn 15,9-17: “Permaneced en mi amor”.

 

A la hora de dirigirse a la concurrencia con unas palabras, a la hora de entablar conversación con un desconocido, a la hora de corregir una actitud molesta… y a otras muchas horas lo que más cuesta es el primer paso. Una vez dado, lo demás va más fluido. Los reparos aumentan cuando se involucra el afecto y se han enquistado situaciones, como en un rencor recíproco o un silencio inexplicable en una mistad, que no se sabe de dónde vino. Aquí cuesta más ese primer movimiento, con la insana pretensión de que sea el otro el que tome la iniciativa. ¡Qué difícil buscar reparación para el amor herido y hacerlo con mi propio ímpetu!

 

            El remedio viene anticipado por Dios, porque Él nos amó primero y nos capacita para ello en las situaciones más desfavorables. El Evangelio de este domingo pone como protagonista al amor, el que va del Padre al Hijo y del Hijo a nosotros. Dios nos ha amado primero y después y más tarde… Dios no deja de enseñar a amar amándonos.

 

            En los domingos anteriores aparecía el Buen Pastor, con un Cristo compañero y maestro, vigilante y solícito, providencial y promotor de libertad y la Vid con sus sarmientos, como una relación con Dios a la que tenemos que estar unidos, pues en ello nos va la vida y sus frutos. Ahora se evitan las imágenes el Maestro nos habla de amor. La próxima semana celebraremos la Ascensión del Señor. Deja por tanto enseñanza sobre lo fundamental de su ministerio para que se nos quede grabado a fuego en la mente y el corazón. Antes de celebrar su subida al Padre nos ofrece la síntesis, el jugo, la esencia de su Evangelio.

 

Pero, ¿qué significa para nosotros el amor? El contexto confunde porque tal vez nos encontramos en un periodo muy prolijo en utilizar esta palabra y su campo semántico con una significación muy distante de lo que es el verdadero amor. Es habitual la confusión con el sentimiento, que viaja mudable oscilante del todo a la nada y arrastra consigo al amor. Pero esto no es el verdadero amor. No se trata de buscar ahora una definición, sino de alentar a saber, a gustar, a experimentarlo de Dios y compartirlo con las personas. No satisface conocer definiciones sobre lo que es amar, hace falta vivirlo. Para ello Jesucristo nos aporta algunas claves en este Evangelio. Lo primero es mirar la relación entre Dios Padre y su Hijo, cuyo amor nos llega en el Espíritu. Es una satisfacción y un descanso considerar que antes de que yo arranque, Dios lo ha hecho ya muchas veces: antes de que yo perdone, ya lo ha hecho conmigo sin reproche; antes de ser generoso, ya ha dado si vida por mí; antes de me acerque a quien lo necesite, ya lo está acompañando con consuelo. Antes de cada “antes” ya estaba Dios y después de todo final. Por eso basta con mirarlo, con pedirle, con abrirle para que te des cuenta de que ya te estaba mirando, dando y llamando. Siempre tiene la iniciativa en el amor. Contemplar al Padre amando al Hijo y al Hijo al Padre es aprender a amar.

 

Pero el amor es concreto, como los frutos que produce. Precisa perseverancia. Con el “permanecer” que aparece reiterado en el texto nos está indicando una de sus actitudes fundamentales. A pesar de la variabilidad de ánimo, a pesar del mayor o menor entendimiento, a pesar del sacrificio, quien permanece fiel en el amor demuestra un amor de calidad. Más que un sentimiento, aunque no deje de influir, es un acto de la voluntad: “quiero amarte”, para acompañar incluso cuando el sentir interno sea adverso o la actitud de la persona a la que se quiere fría, apática, desagradecida. Exige buscar el bien del otro. Un signo de su presencia en una vida es la alegría en la persona que lo ejerce. Tampoco puede ser un acto voluntarista, propio del siervo, que obedece a lo ordenado sin saber por qué; sino que vivirse en su sentido interno, como un amigo, que cumple el mandato, pero pregunta al amigo que le pide y buscar las razones de lo mandado. De fondo se encuentra la confianza en el amigo.

 

Por último esos frutos, que corresponden a quien ha aprendido mucho del amor del Padre y el Hijo y no retiene, sino que ejerce su función de hijo de Dios llevando afuera el amor vivido en aquella relación, de modo que todo cuanto se le pida al Padre en nombre de Jesús, Él lo concederá. El amor es tan concreto que nadie puede decir que sabe lo que es amar sino no ama a nadie. Al mismo tiempo abre a la universalidad, que es comunión entre todos, criaturas de Dios.

 

            Por último, aludiendo a la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, la postura inflexible de la Iglesia de origen judío de que todos los gentiles tendrían que pasar primero por las tradiciones judaicas es superada por el Espíritu Santo que propne una apertura muy grande. El amor cambia los raíles bien trazados y lleva adonde no sabemos, pero sí Dios. Porque Él ya estaba antes esperando y después recogiendo. Esta es una clara ventaja con el no creyente o el que cree con muchas deficiencias, que podrá haber buenos frutos en todo caso, pero ¿no será terriblemente difícil perdonar a un enemigo sin tener experiencia de la misericordia de Dios; de sacrificarse por los demás sin mirar a la cruz; de llamar al compañero “hermano” sin consciencia de un Dios Padre?

DOMINGO V PASCUA. 3 de mayo de 2015

 

Reflexión en torno  las lecturas del Domingo V de Pascua. 3 de mayo de 2015

 

 

Hch 9,26-31: Saulo les contó cómo había visto al Señor en el camino.

Sal 21,26b-27.28.30.31-32: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.

1Jn 3,18-24: Quien guarda sus mandamientos permanece en Dio, y Dios en él.

Jn 15,1-8: “Yo soy la vid”.

 

Éxito, triunfo, victoria… suenan bien al oído. ¿A quién no le gusta ganar? Porque estamos hecho para ello. Que exista vida ya es victoria, sostenerla en el tiempo es nuevo triunfo; que perdure para siempre, el éxito total. Podemos verlo en las plantas. Su triunfo es el fruto, esperanza de nueva vida. El fruto sirve a la vida de dos formas:   una es de simiente para hijos nuevos, procurando la pervivencia de la especie; la otra es servir de alimento para sostener otra vida distinta, que necesita energía para sobrevivir.

 

 

Pero todo triunfo tiene una historia precedente y otra consecuente. Al fruto le acompaña su proceso: unas ramas, unas hojas, un tronco y sus raíces y la savia que bulló en lo recóndito de su interior. También una tierra, un agua, un sol y un viento. Todo para procurar esta vida victoriosa, donde cuaja todo el esfuerzo de la planta que la sostiene. Vino de un proyecto de vida y mira hacia otro, dar vida.

 

 

Si la imagen del pastor y el rebaño a ayudaba a Jesús a que entendiéramos su acción providente (atenta, delicada, paciente, perseverante, personal…)  con nosotros, la de la vid y los sarmientos nos facilita a contemplar nuestro sostén y apoyo en Dios, y nuestra respuesta a sus dones. Para ello una palabra crucial y repetida en este pasaje evangélico: “permanecer”. Este quedarse junto a Dios, no es meramente un arrimo, sino el injerto en Él para recibir nuestro sustento de Él. Para que nuestra savia, el alimento interno, no solo proceda de Él, sino que sea Él mismo. Alimentarse de Cristo, es ingerir el amor de Dios, fundamentalmente por medio de su Palabra y de su carne. Esto es tomar de la misma fuente trinitaria, que recibe y responder en fruto.

 

 

Los sarmientos no son necesarios para la estabilidad de la cepa ni tienen otro cometido que llevar a término lo que arrancó del otro extremo, las raíces. Esto es: dar fruto, dar vida. Para ello se alargan mirando hacia fuera, bien sujetos a su cimiento y su razón de ser, pero expuestos a la acción del sol y del aire. Sale de un centro compacto y se extiende en equilibrio sin llegar a tocar el suelo para que lo que de él nazca tenga las condiciones idóneas que le hagan que fraguar y madurar. Del mismo modo nosotros, brotando de Cristo, como de una misma carne, hemos de ser nervios suyos que se estiran para llevar esa vida hacia la periferia y que se concrete cuajada en frutos hasta su madurez. Estos frutos revelan la sabia de la que se bebió: si hubo unión a Cristo, no puede haber agrazones, si se bebió de otros veneros, la calidad desmejora y fácilmente habrá escasez o esterilidad. Y el fruto bueno tiene que ser esperanza de vida: porque favorece toda clase de vida y cuida de ella. Si no ha sido así o no se dio todo el fruto posible, entonces nuestro sarmiento habrá sido tacaño para recibir de Dios y, por tanto, para dar lo que recibió de Él, o, en su extremo, nulo para la vida.

 

 

Junto con esa permanencia vital está también la poda. El viñador podrá esperar con amor paciente a que el sarmiento perezoso dé algún día fruto como debiera y podarlo temporada tras temporada, antes de arrancarlo sin más cuando se hayan consumido todas las expectativas (aunque la paciencia de Dios es inagotable). Pero en la práctica habitual, el sarmiento se poda una vez que se ha producido el éxito de la vendimia. Con mayor o menor producción, todo sarmiento reciben ese corte que los hace menguar hasta casi desaparecer. La cepa se queda llena de muñones. Aquí se ve que lo más importante es la cepa, que es la que permanece, y con ella quedan los nudos de unión con esos apéndices que se irán convirtiendo en varas estiradas recuperando, o incluso superando, su longitud anterior. Es decir: la poda, aparente fracaso, llega después del triunfo. Sucede en la vida. No hay victoria definitiva, salvo la de Dios, y si nosotros producimos es por Él. La tijera de la poda del Padre es liberación y  purificación de lo viejo (que o dará poco fruto o no dará nada), para que el nuevo brote sea más vigoroso, en un “más” continuo, temporada tras temporada. Pero con la poda se sufre en la medida en que uno se creyó más exitoso por la longitud y el grosor de su leño y no por el reconocimiento agradecido del fruto producido por amor de Dios.

 

 

Somos el éxito de Dios. Coincide que nosotros venzamos, con que Dios tenga también la victoria, porque “la gloria de Dios es que el hombre viva”. Esto solo es posible permaneciendo en Él, alargando su amor por nuestras venas. San Pablo era fiel a una cepa ya vieja y daba frutos viejos. Su conversión significó injertarse en Cristo. Los hermanos cristianos, sospechosos del converso, pudieron confiar una vez vieron sus frutos. La experiencia del injerto en Cristo es gustar un fruto de más calidad, mucho más nutritivo, porque son un cuajo de la vida de Dios a través de nuestra leña.

 

 

Que Dios triunfe en la victoria de nuestros frutos y este mundo pueda gustarlo a Él a través de aquello que produjo en nosotros. No deja de pedir la cepa todopoderosa ejército de sarmientos. Lo que podría hacer sola lo hace en compañía y no quiere renunciar a ello. Que toquemos nosotros los extremos del mundo donde exista más falta de amor y de justicia, y llevemos allí el fruto que nos ha encomendado el mismo Señor. 

DOMINGO IV PASCUA. 26 de abril de 2015

Hch 4,8-12: “quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido en nombre de Jesucristo Nazareno”.

Sal 117: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

1Jn 3,1-2: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios.

Jn 10,11-18: “Yo soy el buen pastor”. 

 

En un rebaño de ovejas destaca sobre todas las figuras la del pastor, porque es el único que no se mueve ni descansa a cuatro patas. Esa forma de estar, que lo hace igual a los demás pastores y tan distinto a cualquier oveja, permite una mirada un poco más elevada que la de los animales a los que cuida, y provoca preocupaciones también más elevadas, porque no ve solo lo que tiene frente a sí, sino también el horizonte a un lado y a otro, desde donde sale el sol y donde se oculta. Dicho de otra forma: el pastor ve que se va a acabar el pasto antes de que las ovejas han terminado de comer y ya cabila hacia dónde va a dirigir su rebaño, sin que se haya apurado todavía la hierba del entorno.

 

            Tan habituales eran los pastores en la época de Jesús como extinguidos hoy. Apenas se ven ya, aunque todavía los hay. Por eso la imagen del buen pastor habría calado fácilmente entre los oyentes y lectores de la Buena Noticia en aquel ayer, y habría seguido así por siglos y siglos hasta hace unas pocas décadas. No solo oficiaba uno de los trabajos más necesarios y productivos, sino que también era el protagonista literario de hazañas y poemas. El judío sabía de su origen pastoril y muchas de sus fiestas estaban asociadas a este ámbito. La misma relación de Dios con su pueblo había sido expresada por medio de la imagen del pastor que cuida a sus ovejas, con un vínculo colectivo, como nación, pero también personal. Además Dios había ido poniendo a algunos personajes del pueblo “aprendices de pastor”, a los que también se les llamaba “pastor” para guiar a su pueblo (Moisés, los jueces, David…). El Mesías esperado por algunos casaba sin complicación con la imagen de este pastor bueno, de calidad, preocupado verdaderamente por sus ovejas.

 

            La motivación de este Pastor es el amor. Contrasta en esto con el asalariado, el trabajador que se gana legítimamente su sueldo entre las ovejas, pero que no está dispuesto a dar su vida por ellas. Les podrá tener cierto cariño, pero, ciertamente, no tanto como para arriesgar su vida. Las ovejas, entretenidas la mayor parte del tiempo en sus preocupaciones: comer, beber, descansar…, no alcanzan más allá que lo que les preocupa inmediatamente. En su lugar lo hace el pastor. Pero, aunque no despeguen mucho su vista de la hierba de su comida, reconocen a su pastor y lo siguen solo a él. Otro, a pesar de ser también bípedo, les resultará extraño. El ajeno mirará a todas las ovejas sin distinguir, pero la oveja sabe de quién se tiene que fiar. En ello le va su supervivencia. Ese conocerse pastor y ovejas, tiene que ver también con el amor. Estamos impedidos a amar lo que no conocemos. Y, si la oveja supiese de las preocupaciones, los trabajos, los desvelos y riesgos del pastor por ellas, ¿lo querría más? Los judíos no conocieron y despreciaron la piedra que se convertiría en angular. Por eso conocer ha de convertirse en una preocupación vital, para poder llegar a amar especialmente al pastor y a las otras compañeras de rebaño.

 

           El conocimiento permite también poner en contraste una relación desnivelada. Este Pastor sabe de la tozudez, torpeza y simpleza de las ovejas, además de su casi exclusivo interés por la comida, y sin embargo dice amarlas y hacerlo libremente, sin que nadie se lo imponga. Las ovejas solo pueden encontrar bondades en el Pastor, de las que apenas se dan cuenta, y sin embargo su amor es con frecuencia mediano, tibio o a veces indiferente. Aun así Él está dispuesto a entregar su vida, alegrando con ello además al Padre, el dueño del rebaño que se lo entregó para cuidarlo.

 

            Hoy, cuando casi se han acabado los pastores, resulta difícil escoger otro oficio tan sugerente para hablar de la cuidadosa atención del Hijo de Dios para con nosotros. Por eso no hay reparos en proclamar a Jesucristo “Buen Pastor”, quien mejor nos conoce y nos ama, para que lo conozcamos y lo amenos, y conozcamos y amenos a toda oveja del rebaño. 

DOMINGO II de PASCUA. De la DIVINA MISERICORDIA. 12 de abril de 2015

 

Hch 4,32-35: Los apóstoles daban testimonio de la Resurrección de Señor con mucho valor.

Sal 117,2-4.16-18.22-24: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

1Jn 5,1-6: Sus mandamientos no son pesados.

Jn 20,19-31: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos”.

                                      

Tomás pedía manos y costado y Jesús le dio manos y costado. Donde hay falta de fe, Dios no escatima en la dádiva; eso sí, en el momento oportuno y, si es preciso, con acento en la reprensión, porque había déficit donde tendría que haber abundancia. Y no hubo abundancia en Tomás, porque no permitió que Dios le resucitase los ojos sino con aparición de manos y costado. 

 

Las manos de los primeros cristianos eran ya manos resucitadas, porque ya lo estaban sus ojos (como no lo estaban los ojos de Tomás). La fe se había convertido en ellos en la clave para entender su vida, lo cual significaba una visión nueva de la realidad: como la presencia de Dios en todo, puesto que Jesús se les revelaba como el Señor de toda la Creación. Por eso sus manos no se cerraban con intento de posesión cuando pasaban a través de ellas las cosas, sino que se abrían con desprendimiento para generar bien común. Los dedos son sensibles a las cosas y se contraen para agarrarlas o se distienden para desprenderse de ellas.

 

            Las manos de Cristo andaban cargadas de misericordias. La primera una misericordia crucificada con amor y perdón a los enemigos hasta en la cruz. Otra misericordia más por confiar en las manos de sus discípulos; a pesar de que no las vio cercanas al Calvario. Y aún más misericordia porque hacía a las manos de éstos capaces de perdonar los pecados o retenerlos.

 

            Mirando al mundo, ¿dónde queda la Resurrección de Cristo? La Resurrección puede hacerse menos evidente, cuanto más clara es la hulla del mal a nuestro alrededor. Seguramente nos sobrarían razones hoy, al modo de Tomás, para poner reparos a la victoria de Cristo sobre la muerte. Yo me conformaría con la fe de Tomás para, al menos, reconocerlo por sus llagas. Pero podemos atajar y saber con seguridad lo que Tomás supo solo después de la visión, porque él tuvo antes otros indicios que no tomó en consideración:

 

1. El testimonio de sus hermanos, que sí habían visto al Señor. La Iglesia es para nosotros garantía de que Cristo ha resucitado y en ella tantos cristianos cuya vida da fe de esto.

 

2. El cumplimiento de las promesas del Maestro, que, de no haber Resurrección, quedarían completamente frustradas y la vida sin sentido.

 

3. El peso de la resurrección en las propias manos. Es la experiencia más vital, tal vez, de esa resurrección, donde el corazón se siente empujado por una energía que fortalece y hace vibrar las manos con deseos de trabajo por el Reino. 

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