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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XXII T.ORDINARIO (B).30 de agosto de 2015

 

Dt 4,1-2.6-8: “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros siempre que lo invocamos?”

Sal 14,2-5: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

St 1,17-18.21b-22.27: Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los astros.

Mc 7,1-8.14-15.21.23: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.

 

Las comparaciones, tantas veces odiosas, de cuando en cuando ayudan para la elección. Dios se deja comparar con otros dioses, el Altísimo con otras alturas, para que, una vez sacadas las conclusiones pertinentes, escojamos. A los ojos del mundo politeísta del tiempo de Moisés, Israel era solo un pequeño pueblo entre los múltiples y poderosos pueblos del entorno. Su Dios era uno entre tantos dioses. La tentación a arrimarse a los dioses de las otras naciones fue constante desde que salieron de Egipto hasta todo el periodo monárquico. De hecho, la idolatría fue uno de los más graves pecados del pueblo judío. ¿A qué dioses rendiremos pleitesía? El poder de ciertas civilizaciones anuncia un dios poderoso; las riquezas de otras, un dios generoso; los prodigios de unos pueblos, un dios portentoso… ¿Qué atributo posee el Dios de este pequeño pueblo sacado de la esclavitud de Egipto para superar en la comparación a los demás dioses de las otras naciones? Sencillamente que es un Dios cercano y ha dado una Ley justa. Esto le bastaba a Israel para preferirlo.

            Un dios poderoso podrá tener imperio sobre el cielo, la tierra y el mar, y así agitar tormentas, abrir el suelo  o enfurecer las aguas del océano… hasta hacer temblar el cuerpo entero. Pero el mayor poder es que el que cautiva el corazón humano para abrirlo a la misericordia, la verdad y la justicia, para que no tema y confíe en su Señor. Algunos dioses ordenarán esto y aquello bajo amenaza y miedo o con engaño fraudulento, pero el mejor mandamiento es el que cuida a la persona y la hace crecer. En solo dos cosas el Pueblo de Israel lo vio todo y eligió lo mejor.

            Las idolatrías de antes son las de ahora, y no hace falta mucho para deslumbrarnos con diosecillos muy prometedores, pero tiránicos y embusteros. Donde observamos un resquicio de felicidad fácil y sin compromiso, sufrimos la tentación de ofrecer nuestro corazón, sin discernir seriamente si aquello nos conviene o no. “Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba”, predica Santiago en su carta, luego habrá que indagar y comparar si lo que nos cae por encima llega verdaderamente del Padre de la vida (de los “astros” dice Santiago, como refiriendo que estos, en los que muchos creían hallar conocimiento sobre sus vidas, están sometidos a Dios), o de algo bastante más bajo y nada beneficioso. Los preceptos de Dios Padre mueven a ejercer la paternidad con las personas y a velar más intensamente por los más desprotegidos (huérfanos y viudas en tiempo de Santiago).

            Considerando que Dios está muy cercano, podremos detenernos a descubrir qué mandatos vienen de Él, qué cosas nos dan vida y cuáles nos la quitan. Y, desde aquí, también qué personas vienen de Dios, porque sus vidas se acercan a las entrañas paternas de este Señor, y lo vemos en sus obras, que se acercan a las necesidades reales.  

            En lo que nos han dejado nuestros mayores, nuestros padres, habrá que distinguir entre lo procedente del Dios Padre y lo que no; entre lo que siempre será valioso y lo que sirvió para un momento; entre lo que fomenta la vida y lo que la constriñe. Ese interés por descubrir la voluntad de Dios en nuestro día a día es un ejercicio más molesto que el simple dejarlo o cogerlo todo, pero nos hace más libres y más de Dios. ¿Llegaron estos fariseos a los que interpela Jesús a cuestionarse si sus “tradiciones”, por muy antiguas que fuesen, les acercaban a Dios, les facilitaban la felicidad, los mejoraba en el amor? Una buena forma para nuestro propio discernimiento es valorar lo que sale de nuestro corazón. Para ello hacer falta hacer un examen serio y sincero de nuestra vida; y no se trata de buscar culpabilidades dañinas, sino darnos cuenta realmente de lo mucho o poco que estamos desaprovechando el don de Dios y evitando así la alegría que nos viene de Él y que tenemos responsablemente que compartir. Puede ayudar ese doble atributo de Dios: cercanía al corazón de las personas y mandamientos (podríamos llamarlos en nuestro caso “pautas de vida”) que protegen toda vida.  

DOMINGO XXI T.ORDINARIO (ciclo B). 23 de agosto de 2015

 

Jos 24,1-2ª.15-17.18b: “¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros!”.

Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 5,21-32: Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.

Jn 6,60-69: “Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?”.

 

El libro de Josué, donde se narra una conquista fulminante de la Tierra Prometida por el Pueblo de Israel liberado de la esclavitud de Egipto, acaba con una reunión en el santuario de Siquén. En aquel enclave religioso, tras tener el dominio de la tierra prometida a sus padres, Josué insta al pueblo, tribu por tribu, a que se decida si va a seguir al Señor o a otros dioses. La respuesta unánime fue la lealtad al Dios que los sacó de la esclavitud. El contexto de exaltación tras la conquista del país con éxitos militares extraordinarios facilita una respuesta de adhesión a Dios. Pero el entusiasmo no se sostendría en el tiempo. El libro siguiente, el de los Jueces, revela una conquista lenta, sufrida, con largos periodos de sometimiento a pueblos más fuertes… y de infidelidad a Dios. La perseverancia se mantiene en la victoria, pero en la derrota se deteriora y cede. Sin dejar de ser el mismo ni de velar por sus hijos, Dios observa cómo se acercan y cómo se alejan los que Él ama. Todo depende de si el Señor satisfizo sus expectativas o decepcionó.

                Cierto día miles de judíos contemplaron el triunfo de Jesús en una montaña donde repartió pan para todos. Recibieron comida sin pedirla y pudieron descubrir al Dios providente que se anticipa a las necesidades de los suyos como Padre bueno. Y esperaron más de Dios, aunque no tanto para alcanzar a contemplar los bienes que el Altísimo les ofrecía. No basta el alimento, no basta el vestido, no basta la salud ni la educación… aún hay mucho más para todos, con tal de esperar aquello que se brinda. Fueron capaces de subir a una montaña en la búsqueda del Jesús de los signos, pero no quisieron subir más allá a las Alturas del Jesús Hijo de Dios Pan de Vida. Era una pendiente dura que implicaba cambios: no solo un mayor esfuerzo en el camino, sino otra forma de caminar. La dureza venía dada fundamentalmente porque requería una novedad profunda: en las expectativas que se tenían de Dios que coinciden con las expectativas que uno tiene de sí mismo y de la vida. Cierto día, posiblemente el mismo, lo que habían subido bajaron con el vientre lleno de decepción.  

                El discipulado no garantiza la comprensión del Maestro en sus pormenores, ni siquiera a veces en asuntos de calado. Unas veces seguirá por convencimiento y otras veces por la confianza puesta en el propio Maestro. ¡Cuántas veces acercamos nuestras manos al Señor para que Él las colmase con lo necesario! Y sin embargo nos las devolvió con lo que no esperábamos ni pedíamos e incluso con el mismo vacío con que las llevamos. Los momentos en que regresamos de junto a Dios con el estómago lleno pueden no ser muchos, incluso escasos. No sucede así con el espíritu, nunca defraudado por Dios cuando esperaba de Él vigor y reciedumbre. Mientras miremos a Dios con propósito de que se acomode a nuestro sentimiento para simplemente hacernos sentir bien, nada entenderemos del Pan de Vida ni del banquete de la Eucaristía, donde se comparte vida con Dios y en fraternidad.

                Hay un Cristo que provoca cercanía y hay otro que distancia; siendo el mismo a uno se le entendió hasta cierto punto, al otro sencillamente se le amó. Aquí se inició una verdadera historia de amor. Como el Cristo del Pan de Vida ya no atrae, preferimos comernos solos nuestro pan, hasta que nos hastiamos de él o lo encontramos insuficiente y volvemos a buscar al Señor para pedirle lo mismo. Es una peregrinación circular que no mira realmente a los ojos al Salvador, porque no dejan de mirarse los sentimientos propios, como si fueran soberanos de la historia, de mi historia.

                Pero las palabras de Jesús, palabras de vida eterna, no decaen; ahí están para quien las quiera oír. Ellas llevarán su mensaje de puerta en puerta con insistencia, pero sin avasallar, a las casas de cuantos las hemos oído muchas, muchas veces sin entender en ellas más que pan, pan y pan de estómago. ¿Cómo entender la sumisión que pide Pablo de unos para con otros, cuando no sirvo más que a mis propios afectos y sentimientos? De ahí que se le entienda tan mal al apóstol y encuentre pronto censores que interpretan algunas de sus palabras, como estas de la carta a los efesios, en clave de misoginia. Los hay aún más feroces que separan a Pablo de Cristo y lo convierten en maquinador de lo que el Maestro ni dijo ni quiso. Los estudiosos encontraran motivos cabales para la interpretación (quizás hay mucho arrimo al contexto patriarcal de la época…, quizás alude a circunstancias propias de algunas comunidades…, hay que mirarlo, sin duda, desde la relación de Cristo con la Iglesia…), pero no dejar de ser Palabra de Dios e invita a que no nos detengamos en buscar razones solo de estómago o de vísceras, sino de eternidad en un Dios que quiere la felicidad de todos y, como Padre bueno, no discrimina, sino que busca la felicidad en la fraternidad.

                Que no nos decepcione Dios, que no trae motivos sino para alegrar y saciar, como tal vez no esperábamos, pero con lo que realmente nutre y eleva. Que perseveremos en fidelidad sin que tenga que imperar sobre nosotros nuestro ánimo ni nuestras derrotas coyunturales, que siempre podrá contarse como victoria estar con el Señor. Que busquemos ese Pan de Vida que a tantos decepciona y para muchos ni siquiera cuenta. Si no es a Él, ¿dónde acudiremos?

DOMINGO XX T.ORDINARIO (ciclo B). 16 de agosto de 2015

 

Pr 9,1-6: “Venid a comer mi pan y a beber mi vino”.

33,2-3.10-15: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 5,15-20: No os emborrachéis con vino… sino dejaos llenar del Espíritu.

Jn 6,51-58: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”.

 

El guiso servido en la mesa sostiene una historia donde se lavó, se peló, se troceó, se coció… y antes aún se cultivó y recolectó, se crio… cuanto ahí aparece. El producto que llena el plato es una mezcla armoniosa llena de sabor y de sustancia. En aquella comida tan bien conjuntada se identifican poco los ingredientes con lo que un día fueron. Dejaron de ser lo que fueron en particular, para ser ahora algo en conjunto dispuesto para ingerir. Pero, tras pasar por la boca, sufrirán una transformación más asombrosa: todo cuanto pase y se asimile, se convertirá en humano, formará parte de nuestra propia carne. Sostiene así otra historia que está a punto de comenzar para seguir permitiendo la vida. Murieron para que un alguien humano viviese.

            Apenas hay alimentos que tomemos sin elaboración: como poco hay un lavado o un troceado. Por decirlo así, tenemos que “amansarlos” para poder recibirlos. Cuanta más elaboración, más arte también se implica. La cocina es amiga del estómago; en ella se preparan los alimentos para facilitar su ingesta, agradar al comensal y, por supuesto, nutrirlo.  Lo que llevó en su preparación un tiempo considerable, desaparece del plato en instantes. El cuerpo se tomará también su tiempo para asimilar. Esta historia tiene una repetición diaria, y más que diaria. No nos cansamos de comer; tampoco el cuerpo se cansa de pedir.

            Dios quiso hacerse alimento. Todo cuanto nos evoque la comida servirá para referirnos a Dios-comida. El evangelio de Juan nos habla a lo largo de todo el capítulo sexto del Dios-comida como Jesús-pan. El texto del evangelio de este domingo corresponde a la segunda parte del llamado “Discurso del pan de vida”. Los estudiosos consideran que la primera parte trata de un alimentación espiritual, la fe, y esta segunda se refiere a la propia Eucaristía, donde literalmente “se come” el cuerpo de Jesús. Lo primero es necesario para que aproveche lo segundo, así como es necesario preparar los alimentos para tomarlos con gusto y eficacia. Hace falta creer en Jesucristo hecho hombre por amor a nosotros, muerto en la cruz para nuestro perdón y resucitado para nuestra salvación, para poder comer con provecho el pan de la Misa y que sea eficaz en nuestra vida.

            Comemos y comemos y la boca no deja de abrirse por el hambre. Podemos alargar el ayuno a voluntad, pero al final tendremos que volver a comer o morir sin remedio. La comida es de algún modo recuerdo de que vamos hacia la muerte. El Dios comida nos proporciona lo contrario: un alimento que aviva nuestra memoria de que caminamos hacia la Vida. Tendrá vida el que viva como el Señor de la Vida, Jesucristo, con misericordia, verdad y justicia, pero además coma su pan, que resume y condensa toda la fuente de Vida que Él vivió y nos aporta ahora a nosotros en el Espíritu. Qué mejor nutriente para la vida eterna que la carne del Resucitado.

En la Eucaristía se prepara una mesa prodigiosa para un manjar prodigioso, alentados por una Palabra viva. Quien descubrió a Cristo realmente presente en su vida, entenderá este pan de la Misa como un alimento real de eternidad, que exige una buena preparación diaria, como quien se entrena para un acontecimiento importante. Cuanto más se saboree a Cristo en lo cotidiano, más sabrá este pan a Cristo, pues es Él, y más se sentirá la vida eterna y lo que ella está ya trayendo a mi propia historia. Más nos llenaremos del Espíritu que, distribuido por todos nuestros miembros como la sangre que transporta el alimento, provocará vida eterna en todo nuestro ser. 

DOMINGO XIX T.ORDINARIO (ciclo B). 9 de agosto de 2015

 

1Re 19,4-8: Comió y bebió y con la fuerza de aquel alimentó caminó…

Sal 33,2-9: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 4,30-5,2: No pongáis triste al Espíritu Santo.      

Jn 6,41-51: El pan que yo os daré es mi carne, para la vida del mundo.

Cuantos más sean los trabajos o los esfuerzos, más comida será necesaria. Cuando se come menos de lo que el cuerpo necesita, faltarán las energías y no se podrá cumplir con la tarea. Mientras Jesús se nos revela como el Pan de Vida en este largo capítulo sexto del evangelio según san Juan que estamos escuchando en estos domingos, la liturgia nos acerca a descubrir la necesidad del alimento venido del cielo. Las lecturas de este domingo así lo hacen.

Elías, el profeta vehemente y fogoso, defensor de la fe en el único y verdadero Dios en medio de una sociedad con una religiosidad idolátrica, cómoda y confusa, se sació de éxito hasta hartarse en el monte Carmelo, cuando hizo ver a todo el pueblo claramente quién era el verdadero Dios. Venció a todos los profetas de los Baales y acabó con ellos, dejando al pueblo un testimonio de la fe verdadera. Luego salió huyendo al saber que la reina buscaba darle muerte. Estos son los acontecimientos precedentes al pasaje de hoy. Tras una jornada de camino, una sola jornada por el desierto siente desfallecer y se desea la muerte. ¿No le alimento el triunfo reciente? ¿No le bastó su confianza en Dios? Sin agua y sin alimento aquella sola jornada entre el calor y la aridez del desierto fue suficiente para consumir sus fuerzas. Contrasta el éxito anterior, tan cercano aún, y esta derrota tan contundente donde no solo falta el alimento, sino también ha decaído el propio ánimo. El ángel enviado por Dios le proporcionó lo necesario para restablecer las fuerzas: pan y agua. El profeta tenía aún varias misiones importantes que realizar, Dios se lo pedía; no podía rendirse en este camino. Con estos alimentos anduvo cuarenta días y noches hasta el lugar del encuentro con Dios.

¿Conocemos hasta donde llegan nuestras fuerzas? Probablemente sí, y esto no ha de hacer cautos. ¿Conocemos hasta donde pueden llegar las fuerzas conseguidas con el alimento proporcionado por Dios?  Es más fácil dudar aquí, si no tenemos experiencia de su pan cuando flojearon nuestras piernas, nuestros brazos no nos respondían como queríamos o nuestra mente comenzó a desvariar en torno a la tragedia. Puesto que es el Pan Vivo bajado del cielo, nos dará fuerzas celestes para afrontar con una energía divina cuanto nos suceda por el camino y el camino mismo.

Los paisanos de Jesús sabían hasta donde podían llegar las fuerzas humanas y por eso desconfiaban de Jesús y lo criticaban. De lo humano siempre se espera algo humano. Pero esto significaba conocer solo a medias a Jesús, lo que equivalía a desconocerlo por completo, porque también Él era el Hijo de Dios eterno. Y todavía más desconocido saber que Él era el Pan Vivo, el que entregaría su vida en la cruz y resucitaría y quedaría también como pan sagrado para la vida eterna. Esta alimento divino no ignora los otros, sino que nos hace recordar como toda comida nos da fuerzas para vivir y la vida es don de Dios, pero nosotros no nos conformamos con vivir esta vida, sino que aspiramos a la vida de la eternidad. Si no comemos de este Pan Vivo, desfalleceremos en nuestro camino y desearemos muchas veces la muerte, como Elías.

La muerte en cierto sentido nos puede venir de muchas formas, al menos como una inclinación hacia ella: en el desánimo, más aún en la desesperanza, en el pecado, en una vida ajena a Dios que, por tanto, no espera más allá de esta vida… La bondad, la comprensión, el perdón, a los que se refiere san Pablo en la carta a los Efesios, son frutos de este alimento que da Dios gracias a su Espíritu que multiplica las fuerzas humanas y es capaz de transformar un pan cualquier en el Pan Vivo que es Cristo. Este Pan revive y reanima las energías con un vigor contundente que viene de Dios y acerca a Dios. ¿Cómo va a esperar en la vida eterna quien no reconoce al Dios vivo dándonos de comer un alimento también de eternidad?

Esperemos de Dios lo que no podemos esperar de nosotros mismos y pidámosle poder comer de su Pan vivo para vivir la vida eterna, mientras os esforzamos en hacernos merecedores con el trabajo de nuestro corazón y nuestra mente, para gustar y ver el alimento bajado del cielo; así, con más fuerzas proporcionadas por este alimento, trabajaremos con más ímpetu y eficacia por el Reino. 

DOMINGO XVIII T.ORDINARIO (B). 2 de agosto de 2015

 

Ex 16,2-4.12-15: “Es el pan que el Señor os da de comer”.

Sal 77: El Señor les dio un trigo celeste.

Ef 4,17.20-24: Dejad que el Espíritu renueve nuestra mentalidad y vestíos de la nueva condición humana.

Jn 6,24-35: “Señor, danos siempre de ese pan”.

 

Fue tan sencillo el argumento del pan del milagro en la multiplicación de aquellos panecillos y peces, que casi no nos explicamos por qué Dios no sigue obrando el prodigio con frecuencia entre nosotros. Y si lo hizo con pan, por qué no con sanidad, educación, bienestar… Estas son las consecuencias de un milagro interrumpido y frustrado, que no llega a término en su propósito, porque, lo que obró Jesús al dar de comer a tantos con tan poco, señalaba a que nuestros sentidos mirasen hacia Dios y no hacia el pan o a un Dios solo de pan.

            Tan fuerte es el sonido del estómago insatisfecho que uno podría ser capaz de perder su soberanía sobre sí mismo con tal de ver resueltas sus indigencias. A Esaú le bastó la expectativa de saciar su hambre para perder la primogenitura, y para los hebreos sacados de Egipto fue una fuerte tentación: volver a tener comida, aun a costa de perder la libertad de adorar a Dios y vivir con dignidad. Esto es peligroso, porque podemos convertir en rey a aquel que nos dé un pan fácil, un afecto fácil, un placer fácil, una seguridad satisfactoria. Si Dios nos pusiese las cosas tan fáciles, cuánta ventajas nos daría para seguirlo con docilidad; sería un argumento convincente para tanto descreído. Pero Dios parece preferir caer Él en descrédito que asistirnos hasta realizar nuestro trabajo, arrebatándonos nuestro protagonismo en nuestra propia historia, historia de salvación.  

“Trabajad por el alimento que perdura, dando vida eterna”. Jesucristo se empecina en que busquemos con esfuerzo nuestra propia libertad, porque todo trabajo por la vida eterna dignifica a la persona, hace crecer en libertad. Esta labor consiste fundamentalmente en el interés por el encuentro con Dios Padre, al que solo se puede llegar por Jesucristo. Y a Él solo se puede acceder viviendo en Él: abandonando el hombre viejo que cedió su soberanía a deseos egoístas, dejándonos renovar por el Espíritu para vestirnos de la nueva condición. San Pablo lo aclaraba a los efesios con sencillez.

Es un ejercicio interesante descubrir cuáles son los principios que quiero que rijan mi vida y los elementos que la gobiernan realmente día a día, y poder al mismo tiempo ir descubriendo cómo tal vez no seamos tan libres como suponemos, cómo cedemos con facilidad a aquello que nos resulta más cómodo, más satisfactorio en lo inmediato, menos esforzado. El trabajo que pide Cristo es una exigencia para no detenernos en tener cubiertas las necesidades más básicas, sino para anhelar al Dios de la Vida que concede eternidad y felicidad sin mancha. Trabajo y trabajo en la búsqueda de aquel que no descansa para que lo encontremos, para liberarnos de cualquier tipo de esclavitud, para que no generemos esclavitudes entre nosotros, para que valoremos y prefiramos la libertad en Cristo. Si viene como Pan de Vida, no dejará de ser regalo, pero tenemos que acercarnos a la mesa y sentarnos y preocuparnos de los no conocen el lugar para sentarse y comer, y otros que lo rechazaron… ¡Hay que trabajar para ganarse el Pan, el Pan de vida y ser libres en Cristo! Qué delicioso el pan cuando se come después de haber trabajado duro por conseguirlo. 

REFLEXIÓN DOMINGO XVII T.ORDINARIO (ciclo B). 26 de julio de 2015

 

2Re 4,42-44: Comieron y sobró, como había dicho el Señor.

Sal 144,10-11.15-18: Abres Tú la mano, Señor, y nos sacias.

Ef 4,1-6: Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz.

Jn 6,1-15: Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados.

 

“Estaba cerca la Pascua” y, por tanto, era primavera o quedaba muy próxima. Sentado sobre la hierba de aquella montaña, Jesús podría distinguir con claridad la multitud de personas que se acercaban a Él venidas de muchas partes. Mientras ve llegar a tantos, sentado puede pensar, meditar, contemplar, distraerse también. El asiento es bueno para reflexión, por eso hay que sentarse muchas veces, o al menos detenerse, para poder dedicar tiempo a contemplar y luego poder actuar.

Aquellas personas que se acercaban en pendiente hacia el Maestro sugerirían distintas cosas a Jesús y a sus discípulos; dependía de cada corazón. Su ascenso no era en balde, subían por algo. Ese algo, era un alguien y ese alguien era Jesús. ¿Qué estaría Él dispuesto a darles en este momento? Ya había dado tanto: Palabra, curación, expulsión de demonios… Los miró y entendió que lo más urgente en este instante era darles comida. Y no se contentó hasta que no se la dio.

                La prioridad del Reino de los cielos con predicación y signo queda como oculta en este pasaje, adelantada por la urgencia de saciar el hambre. ¿O es quizás este dar de comer también una realidad inseparable del Reino? Buscar el bien espiritual sin que haya preocupación por el bienestar del cuerpo, más que espiritual es fantasmagórico. Cristo busca y trabaja el bien íntegro de la persona y nos urge a que nosotros colaboremos con ello.

Ahora tocaba dar de comer, lo que tal vez ni siquiera esperaba aquella multitud; así lo entendió Jesús y así lo realizó. Es el momento de ponerse en pie, y pide para ello ayuda a sus discípulos. Hay reticencias: frenan los humanos reparos por las humanas cuentas. Cuando la fe toca incómodamente nuestra vida concreta, entonces nos armamos de reservas, como sucedió con Felipe. No supo en ese momento que el Maestro no pediría más de lo que se pueda dar, pero lo pedirá, y el resto lo hará Dios Padre. Un poco de comida llegará a unos pocos, no hay que hacerse ilusiones. Pero, si necesitan comer, ¿dejará el Padre bueno sin lo necesario al resto? La respuesta de Jesús es un signo para confiar en la providencia divina y en el trabajo y la generosidad humana. Reconocer a Dios como Padre implica reconocer a las otras personas como hermanos y buscar el momento para sentarnos juntos y comer de la misma comida de la creación de Dios. Y comer también del mismo banquete de Jesucristo Pan de vida.

Se sentaron todas aquellas personas. No solo para la reflexión, el asiento también es necesario para recibir de Dios con calma y que nada se desperdicie. Haciéndolo así no podrá faltar la acción de gracias ni tendrá por qué dejarse a alguien sin su alimento. Todos comieron, se saciaron y recogieron las sobras. Superó el milagro del profeta Eliseo, que con más dio de comer a menos. El milagro de Jesús sobrepasa tanto los milagros antiguos como los cálculos humanos.

¡Que nada se desperdicie! Pues no puede malograrse el don de Dios. ¿Entendieron los discípulos el signo? Hasta su resurrección no. Aquellas gentes que comieron hasta hartarse supieron menos aún: entendieron en Jesús un rey de pan, solo de pan, pero no el Pan vivo bajado del cielo, ni el Hijo de Dios que quiere la salvación íntegra de todos y busca nuestra colaboración por la justicia social, para que todos tengan que comer… y  educación, y acceso a la sanidad, y un trabajo digno, y servicios… ¿Habremos entendido nosotros este signo; sentarse,  observar lo que Dios pide y levantarse para trabajarlo; lo que significa comer el Pan de Dios en la Eucaristía?

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