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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO II CUARESMA (ciclo B). 25 de febrero de 2018

 

Gn 22,1-2.9-13.15-18: Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.

Sal 115,10.15.16-17.18-19: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida

Rm 8,31b-34: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

Mc 9,2-10: “Este es mi Hijo amado. Escuchadlo”.

A la hora de hacer camino, mejor con una buena compañía. Qué bien si podemos elegir compañero. Y si, puestos a elegir, podemos quedarnos con Dios, ¡miel sobre hojuelas! Esto no excepcional, sino absolutamente cotidiano, aunque con un pequeño matiz, es Dios el que te escoge a ti para andar.

            Podría parecer una actitud de predominio o de imposición. La decisión de tener contigo a Dios en ese itinerario implica que Él elija el destino (y no siempre coincide con lo que pretendías), que Él te tome de la mano y te guíe, y que te haga pasar por tramos especialmente ásperos y desagradables. No parecen a simple vista unas condiciones muy halagüeñas. Pero, si se acepta la invitación a compartir andadura, es por una razón predominante: la confianza en Él, la certeza de que Él sabe, porque Él quiere lo mejor, porque, sencillamente, te quiere.

            Las historias de algunos de sus amigos son ilustradoras. Abrahán recibió la invitación para andar con promesa de descendencia y de tierra. Y anduvo. Dios lo tomó de la mano y lo llevó a una nueva tierra y le dio un hijo. Sin embargo, no se detuvo con esto, sino que Dios lo siguió guiando, más allá de la nueva patria y de su recién estrenada paternidad hacia una meta de más calado. El nuevo camino exigía prescindir del hijo tan deseado, tan esperado, tan amado. A veces parece que Dios te hace desandar lo ya caminado. Sin saber seguramente el porqué de esta petición, Abrahán continuó agarrado a la mano de su Señor, aunque esto suponía renunciar a lo más querido para él, y sus pasos, siguiendo los de Dios, tuvieron que enfrentarse con una costosa pendiente hasta que llegó a una cumbre. La cima de aquel itinerario fue la de la fe en Dios en carne viva, la confianza, aunque faltasen motivos para entender lo que Él pedía y por dónde lo llevaba.

            Otros amigos del Hijo de Dios subieron de la mano del maestro a una montaña alta. Allí su amigo apareció con una presencia gloriosa, como de resucitado, como antes no lo habían visto. Les enseñó la amistad que tenía con otros amigos de Dios que habían elegido hacer camino juntos, de la mano del mismo que condujo a Abrahán: uno, Moisés, para sacar de la esclavitud de Egipto y conducir a su pueblo a la libertad de la Tierra prometida; otro, Elías, para mostrarle al pueblo Dios vivo del que se habían apartado y pedir su confianza en Él (cuando uno se suelta de la mano de Dios en su camino, se busca otros compañeros que lo suplan). Y entonces el Dios de Abrahán y de Moisés y de Elías, el Señor de todo hombre pidió que se soltasen de la mano de su Hijo, Jesucristo, que lo escuchasen. Nadie podría tener amistad con Dios, sin tener a su lado a su Hijo. Aquel momento les supo a gloria, aunque tuvieron que volver de nuevo a lo llano. No se acaba aquí el camino, sino que continúa con una nueva pendiente que llevaría al Amigo a su pasión y su cruz y a su mayor altura, la de dar la vida por todos en la cruz y resucitar al tercer día. Fue un momento en que casi todos sus compañeros de camino se soltaron de su mano por no entender y por miedo.

            Habiendo aprendido de tantos amigos del Maestro, habiéndolo experimentado tan sabio y tan certero en tu propio camino: ¿Quién o qué habrá más convincente para tu travesía? ¿Quién te podrá apartar de Aquel en quien has puesto tu confianza? Mirando tus manos descubrirás que se ajustan a la perfección a sus manos y que no hay alegría comparable a la de hacer camino juntos, aunque a veces cueste. 

DOMINGO I DE CUARESMA (ciclo B). 18 de febrero de 2018

 

Gn 9,8-15: Pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra. 

Sal 24,4-9: Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza.

1Pe 3,18-22: Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conduciros a Dios. 

Mc 1,12-15: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

 

Aún quedan muchas iglesias donde, a la entrada, puedes encontrarte una pila con agua bendita. Los dedos tocan el agua y corazón y la mente recuerdan el bautismo. Ese gesto es memoria de este sacramento. El agua corriente se convierte en un poderoso evocador de la historia de la salvación cuando es capaz de suscitar una interpretación profunda y espiritual de la historia.

                De esta forma lo expresa la liturgia del bautismo, singularmente en la bendición del agua de la fuente o la pila bautismal. Un elemento tan cotidiano y necesario para la vida aparece en momentos singulares de la historia humana global y, en particular, de la historia del pueblo de Israel. La creación del mundo a partir de las aguas, el diluvio universal, el paso por el mar rojo, la Jerusalén futura anunciada con torrentes de agua purificadora… Todos estos episodios alcanzan un significado vinculado a la acción salvadora de Dios. Y aún más, porque con la humanación de Jesucristo, su entrega en la Cruz y su resurrección, aquellos episodios son entendidos como un anuncio de la salvación íntegra y definitiva que se abre con el bautismo. Este sacramento que hace participar, por medio del agua, de la misma resurrección de Cristo, capacitando para ella.

                La primera y segunda lectura están relacionadas desde esta dinámica. El acontecimiento del diluvio universal significó muerte a la vida vieja y corrupta para la regeneración de la humanidad, ante la cual Dios se compromete a garantizar su salud por siempre. La primera Carta de Pedro entiende aquí una prefiguración del bautismo por la muerte de Cristo. Es el Señor el que lleva a la comprensión íntima y misteriosa de los acontecimientos, donde Dios conduce a la prosperidad humana en términos absolutos, hacia su plenitud.

                Aquellos que en los primeros siglos del cristianismo querían ser cristianos (según unos de los primeros testimonios de finales del siglo IV que nos hablan de la costumbre en la Iglesia del norte de Italia), se preparaban para el bautismo durante la cuaresma. Al inicio de esta daban sus nombres y eran inscritos en un libro. Cada día recibían la instrucción del obispo, que les hablaba sobre los principales artículos de la fe. Una vez bautizados en la Vigilia Pascual (también confirmados y habiendo participado de la Eucaristía tomando la comunión), recibirían en los días sucesivos la explicación de los misterios o sacramentos recibidos. Las lecturas de este primer domingo de Cuaresma nos señalan hacia el bautismo. Nosotros, ya bautizados, recordamos este sacramento y ratificamos nuestro compromiso con la vida, tomando consciencia de la vigilancia constante que requiere nuestra fe: pendientes de que Dios extirpe de nosotros toda raíz de maldad y toda semilla de pecado presente en nuestras vidas, y esforzándonos por vivir con mayor intensidad nuestra fe, nuestra filiación divina, nuestra fraternidad eclesial… cuyo cuño renovaremos en la celebración de la Vigilia Pascual.

                Tras el bautismo de Jesús el Espíritu escoge para Él el desierto. Nada más lejano a la frescura del agua recibida, pues es un páramo de soledad y árido, con dificultades para la vida. Es, sin embargo, ahí precisamente donde el Espíritu Santo obrará visiblemente la fuerza de Dios en Jesucristo, haciéndolo fecundo para vencer toda tentación y robustecerlo para la misión, porque, después de esta estancia en el desierto y tras enterarse del arresto del precursor, Juan, comenzará a predicar la llegada del Reino de Dios y pedirá la conversión.

                El mismo Espíritu Santo recibido de un modo especial en el bautismo, nos mueve a que ejerzamos nuestra responsabilidad como hijos de Dios y ajustemos la vida a la voluntad del Señor. Un momento muy oportuno, y así nos lo ofrecer la liturgia, es la Cuaresma, recuerdo del amor de Dios incondicional y no suficientemente aprovechado por nosotros. Que el agua purificadora y renovadora del bautismo que aparece en la liturgia de hoy y que nos recuerda el sacramento recibido nos refresque la memoria del regalo tan grande recibido y nos esmeremos en cuidar nuestra vida cristiana en espera de la venida del Señor. 

DOMINGO VI T. ORDINARIO (ciclo B). CAMPAÑA CONTRA EL HAMBRE. 11 de febrero de 2018

 

Lv 13,1-2.44-46: El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza.

Sal 31,1-2.5.11: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.

1Co 10,31–11,1: hacedlo todo para gloria de Dios.

Mc 1,40-45: “Quiero: queda limpio”.

 

¡Miserable, desgraciado! Con palabra o sin ella, expresamos con virulencia nuestra desaprobación a aquellos que nos molestan reflejando que no son bien recibidos, que nos son molestos, que son amenaza para nuestra paz. Un modo de evitar esa presencia perturbadora es procurar una distancia que puede ser física o una actitud de indiferencia u olvido. Esto para los incordios individuales; ¿Y para los comunitarios? Basta con no arrimarse: no preocuparse, no interesarse o, más agresivo, expresar un rechazo manifiesto. Hay que defenderse de algún modo. Los prejuicios justifican la conciencia, porque la comunidad ha de preservar su integridad, procurando evitar aquello que la desestabiliza. Estas maneras defensivas tienen su éxito mayor cuando la persona interpelada por la sociedad asume su condición de “proscrito”, miserable y desgraciado, y, sabiéndose generador de malestar, él mismo decide apartarse.

El enfermo de lepra no era bien recibido en la comunidad israelita. Su enfermedad, difícilmente curable, provocaba desasosiego en la sociedad, pues traía el anuncio de un muy probable contagio. La falta de recursos movería a tener que alejar al enfermo de todo contacto con el resto de paisanos y obligarlo a vivir en la distancia. El problema sanitario derivaba en uno social y luego religioso: no solo estaba enfermo, sino que, además, era considerado “impuro”, elemento distorsionante en la armonía divina reflejada en la sociedad judía. Privado de trato social, también era apartado de una relación normalizada con Dios: no podía participar en el culto ni seguir las normas rituales…  Por ello era el sacerdote el encargado de determinar sobre la pureza o impureza.

La actitud del leproso que se acerca a Jesús es ciertamente osada. Rompe la barrera de la distancia impuesta por la ley religiosa, a riesgo de que se le increpe, que se le desprecie y rechace con violencia. Ejerce cierta rebeldía ante su situación, no resignándose a su situación y a la consideración de los demás. Está enfermo, pero no tiene por qué estarlo siempre. La esperanza en un Dios Padre misericordioso, el mismo que anuncia el Maestro de Nazaret, abre expectativas para una acción misericordiosa de Dios. Se acerca a Jesús a pedir lo que nadie antes le había dado: salud. Mientras que los sacerdotes no hacían más que constatar la realidad, pureza o impureza,  Jesucristo aparece mucho más eficaz, porque es capaz de convertir al considerado impuro en un israelita de pleno derecho, tan puro como los demás. No lo cura en la distancia, sino que lo toca, evocando la imagen del Dios Padre Creador obrando como alfarero para darle forma al hombre primero de la tierra del suelo. Es la misma tierra que asumió Jesucristo al hacerse humano, la misma tierra que Él ha venido a sanar y salvar.

Ni la comida ni la bebida nos distrae de Dios, sino, al contrario, nos invitan a alabar a nuestro Señor, porque todo cuanto recibimos, cuanto vivimos y trabajamos ha de estar referido a Dios, a su gloria. Y la gloria de Dios es que el hombre viva y viva en plenitud, con integridad y en crecimiento hasta el encuentro definitivo con su Creador y su fin. Pero, si observamos importantes carencias en alguien de cerca o de lejos con respecto a esta integridad, hemos de sabernos sacerdotes por nuestro bautismo para acercar, como hizo el Señor, acoger, integrar, sanar… La terrible fisura generada por el pésimo reparto de los bienes de la tierra, que hace sufrir a tantas personas, nos ha de estremecer y conmover, porque es una de las mayores y más feas barreras entre unos y otros. De ahí que en esta Jornada por la lucha contra el hambre vuelve a incidir en esta realidad anti-cristiana donde Cristo, a través de nosotros, discípulos suyos, ha de obrar

Nadie indigno nadie miserable ni desgraciado ni impuro, sino solo aquellos que rechazar ser instrumento de la misericordia de Dios para acoger y promover la plenitud de toda persona. 

DOMINGO V T. ORDINARIO (ciclo B). 4 de febrero de 2018

 

Job 7,1-4.6-7: Recuerda que mi vida es un soplo.

Sal 146,1-6: Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.

1Co 9,16-19.22-23: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!

Mc 1,29-39: Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.

De madera, de resina, de cristal, de aluminio, hierro, bronce o incluso de piedra, una puerta hace posible el paso a otro lugar o permite salir del recinto. La muralla del famoso poema de Nicolás Guillén, formada por las manos de todos los hombres  se abría para dejar pasar y permanecía cerrada para impedir la entrada. A bueno, bienvenida; a lo perverso, resistencia.

            Las puertas de Job, abiertas de par en par para que entrase la vida, se le cerraron de golpe con una cadena de desgracias que acabaron con sus bienes y con su familia. Él mismo sufrió una molesta enfermedad. Se quedó a oscuras en el cuarto de su tragedia, su soledad y su sufrimiento. ¿Hacia dónde dirigirse? Miro a un lado y no vio nada, al otro y tampoco… Y sin embargo, por una misteriosa fidelidad del hombre creyente, a pesar de su situación, de su desánimo y profunda decepción con la vida, aún seguía dirigiéndose a Dios, con fe, como sosteniendo un hilito que aún le motivaba a no dejarse vencer por una amargura desesperada del corazón.

            ¿Qué razones le daremos al corazón cuando se le hiere con fuerza hasta destrozarlo? A veces son otros, en ocasiones uno mismo, en otros momentos ambos… Pero todo lo sufre el mismo, el mismo cuajo de sensibilidades acurrucado en el pecho. Cuando se siente agredido, fácilmente cierra la puerta de acceso hasta él y se queda en penumbra y soledad. Entonces, qué difícil acertar en la invitación a que vuelva abrirse para la luz, para la salud.

Lo hemos dicho, lo hemos repetido invitados por el salmista con experiencia de corazón restablecido y renovado: “El Señor sana los corazones destrozados”. Él tiene poder sobre las estrellas. Ellas, las que eran contempladas desde la tierra como con poder sobre la vida de las personas, se sometían a la soberanía de Dios, conocedor de su nombre. “Su sabiduría no tiene medida”: Él sabe. “Humilla hasta el polvo a los malvados”: Devuelve a la realidad de la tierra, al humus, a los que se elevaron a sí mismos a alturas inapropiadas.

Y, por si fuera poco, llamó a nuestra puerta, la de nuestro mundo, la de nuestra tierra. ¿Qué esperaba encontrar allí el que es todo Luz y Verdad y Sabiduría? Se encontró un corazón, el humano, con ansias de Dios y búsqueda de la puerta donde encontrarlo. El evangelista Marcos nos acerca a una de las jornadas de Jesús y nos indica hacia Él para que nos asomemos y veamos y nuestro corazón sea seducido. Con qué ternura lleva la salud a la suegra de Pedro, cómo se ofrece a sanar a tantos y a liberarlos del mal, qué importancia en su vida la relación con el Padre, para el que reserva momentos de silencio y soledad, y su interés por hacerse presente en otros lugares.

            Todo esto solo lo intuyó en sombras Job, como una estrella lejanísima, y a nosotros nos ha brillado cercanísima para iluminar todo nuestro espacio. Ya no hace falta buscar ninguna puerta, porque todo lo que esperábamos encontrar, y más aún, ha venido a nuestro hogar en Jesucristo.

Cuando se vive esto, ¿cómo no ayudar a descubrir y abrirle la puerta más íntima a tantos corazones que desean, que buscan, que necesitan salud? Ay de nosotros si no nos abrimos a Cristo; ay de nosotros si no testimoniamos las maravillas que hace en el corazón humano. Solo el amor entrañable de Dios cura la herida, ilumina la oscuridad, sostiene y la desgracia y hace que lo débil sea fuerte y pueda fortalecer.

DOMINGO IV T. ORDINARIO (ciclo B). JORNADA DE LA INFANCIA MISIONERA.28 de enero de 2018

 

Dt 18,15-20: “Suscitaré a un profeta de entre sus hermanos”.

Sal 94,1-2.6-9: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.

1Co 7,32-35: Quiero que os ahorréis preocupaciones.

Mc 1,21-28: Se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.

 

Por muchas palabras que salgan de una boca y mucho énfasis implicado en la expresión, no alcanzarán suficientemente su destino sin ese elemento, ese “algo” que hace verosímil y útil el mensaje.

Los habitantes de Cafarnaúm habían escuchado, y seguramente con gusto, a los escribas, que les hablaban de Dios. Los escribas eran especialistas en la ley de Dios que la estudiaban y la explicaban al pueblo; verdaderos maestros de los mandatos del Señor y de gran reputación entre los judíos. En cambio nunca habían oído a nadie que hablase como este nuevo maestro que se presentó en su sinagoga aquel sábado. La diferencia se encontraba en la autoridad. Es distinto transmitir conocimientos que expresar la propia vida. El Nazareno convencía y era capaz de suscitar preguntas entre sus oyentes.

Pero los de Cafarnaúm no solo oyeron, sino que también vieron. Ante Jesús que habla se presenta un hombre poseído por un espíritu inmundo (un demonio) que grita. Las palabras que causan admiración y reconfortan se enfrentan a unos gritos que atemorizan y desasosiegan. Podemos incluso recrear la imagen y verla con la imaginación como si estuviéramos presentes. El pueblo permanecería expectante ante ese combate entre el espíritu inmundo y Jesús. Con su palabra el Maestro de Nazaret ha llegado a penetrar en el interior de su auditorio, ahora su palabra va a imponerse sobre el ámbito de dominio del espíritu inmundo. Esta era una denominación judía para hablar de los demonios. Su soberanía la ejercen sobre las personas a las que controlan, pretendiendo deshumanizarlos. De ahí los gritos y las reacciones violentas. Aunque este espíritu inmundo conoce a Jesús y su condición: “Sé quién eres: el santo de Dios”, no tiene ningún poder sobre Él. Al contrario, Jesús lo increpa y se va del hombre, que libre ya de este dominador déspota, recupera su libertad.

                El primero de los milagros que recoge el evangelista san Marcos es la expulsión de este espíritu inmundo, es decir, la liberación de una persona de la soberanía del mal. La autoridad de su palabra es capaz, no solo de llegar al corazón de sus oyentes, sino incluso de apartar a los demonios y anular su dominio en el hombre, lo que no puede hacer ningún escriba. Su autoridad revela algo nuevo, que viene de Dios, que tiene soberanía para prevalecer sobre el mal, porque es Dios mismo el que habla y actúa. Este pasaje anuncia todo el evangelio de Jesucristo, que desarrolla el evangelista Marcos y se encumbra con su muerte y resurrección. Hasta entonces nadie podrá decir con corrección sobre Jesucristo, porque solo tras su derrota en la cruz y su victoria con el sepulcro vacío se puede conocer quién es el Hijo de Dios hecho hombre. Por eso manda callar.

                El que no puede callar es Dios. Sin embargo, su voz les parecía tan terrible a los israelitas, tan sublime, que pidieron profetas para hablar en su nombre. Al modo de los escribas, tendrá que saber de las cosas de Dios, estudiarlas y comunicarlas, pero, todavía más, habrá de tener experiencia de vida divina, pasando mucho tiempo de conversación con el Señor. Solo así hablará con la autoridad suficiente para transmitir lo que el Altísimo le dice al pueblo.

                El apóstol de los gentiles, Pablo, profeta tras la resurrección de Cristo y el envío del Espíritu Santo, ofrece su valoración de la vida célibe, para una mayor dedicación al Señor. Recuerda la conveniencia de la consagración a Dios en este estado de vida y, desde ahí, nos tendríamos que ver interpelados, sobre todo aquellos que aún no han asumido un compromiso de por vida, a descubrir la vocación escogida por Dios para cada cual.

                No basta con asumir un cristianismo genérico, sino que ha de concretarse en una elección acorde con lo ofrecido por Dios. Es mucho ya - lo tenemos presente en esta Jornada de la Infancia Misionera – encontrarse con Cristo y dar testimonio de su Evangelio de amor, pero aún mejor, hacerlo sabiendo del lugar especial e idóneo preparado por Dios. Si nos convencemos de su autoridad, seguramente tenga algo que decir importante para nuestra vida. 

DOMINGO III T. ORDINARIO (ciclo B). 21 de enero de 2018

 

Jon 3,1-5.10: Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida.

Sal 24,4-9: Señor, enséñame tus caminos.

1Co 7,29-31: La representación de este mundo se termina.

Mc 1,14-20: Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.

 

De uno y otro lugar caminan hacia nosotros palabras y gestos con propósito de traernos algo. De todos los mensajes que recibimos con cierta insistencia, ¿cuáles de ellos nos resultan eficaces? A cada mensaje le acompaña una finalidad: persuadir, deleitar, animar, emocionar… o sencillamente informar, pero, ¿cuántos acaban cumpliendo con su propósito? Todo momento de comunicación cuenta con tres elementos fundamentales para el éxito de lo que se comunica: el emisor que transmite, el mensaje transmitido y el receptor que recibe el mensaje. El éxito de acto comunicativo pende de estos tres: uno que dice y que es digno de crédito, una cosa que se dice y que resulta inteligible y clara, uno que entiende lo que se le transmite y lo encuentra provechoso.

            La Palabra de Dios llegó hasta Jonás con la petición de que anunciase a Nínive su destrucción, y Jonás se resistió. Aquí se interrumpió la comunicación… hasta que finalmente la insistencia divina causó lo que pretendía y el profeta, el que tenía que hablar en nombre de Dios, hizo de profeta. Jonás predicó un mensaje contundente y poco halagüeño: “¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!” y los ninivitas dieron credibilidad al mensaje y a su mensajero y se convirtieron abandonando su mala vida. La comunicación resultó eficaz, pero, por la inicial y tenaz negativa de Jonás estuvo a punto de frustrarse, la iniciativa divina que ponía la palabra de Dios en la boca de Jonás habría fracasado si este se hubiera negado a hablar en Nínive.

            Otro mensaje entre las lecturas de este domingo, el que san Pablo comunica a la comunidad cristiana de Corinto, resumido así: “la representación de este mundo se termina”. Invita a no vivir como si las realidades actuales fueran definitivas, sino a poner nuestra esperanza en la promesa de eternidad y de gloria hecha por Dios. El mensaje, digno de crédito por quien lo expresa, es también claro, pero solo tendrá eficacia en la medida en que el que lo recibe se vea interpelado, entienda que es algo que atañe a su vida y le trae algo de importancia.  

            De nuevo puso Dios palabras a disposición de un profeta; pero Este era más que profeta, el Hijo de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios”. Y, acto seguido, invita a cuatro pescadores del lago de Galilea a seguirlo. Y lo siguieron. Uno no se va con cualquiera: dieron crédito a Jesús, su invitación (su mensaje) le resultó sugerente y les removió internamente para dejar en ese momento su oficio y seguirlo a Él inmediatamente con la promesa de un nuevo oficio: “pescadores de hombres”. Ellos, receptores de esas palabras, se van a convertir en mensajeros de la misma Palabra divina y acreditados, porque van a vivir con esa misma Palabra hecha carne, aprendiendo paulatinamente de este Maestro que no adoctrina meramente, sino que comparte vida.

            Las palabras de Jonás, las de Pablo y las de Jesús tenían un origen común, Dios Padre, que comunica un mensaje de salvación con la finalidad de la salvación y que, a su vez, convertía en el receptor de su Palabra en emisor mediador para que llegase a otros. Fallará en algo esta comunicación con nosotros cuando o bien no nos mueve internamente y el mensaje no produce algo nuevo en nuestras vidas o bien no nos sentimos interpelados para convertirnos en comunicadores que hablen en nombre de Dios. Tal vez, si es así, porque no es suficientemente digno de nuestro crédito este Jesús de Nazaret y, sospechoso de no decirnos algo que nos interese, nos resistimos a compartir vida con Él.  

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