DOMINGO IV DE CUARESMA (ciclo B). LAETARE. 10 de marzo de 2024

Cr 36,14-16.19-23: “Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación”.

Sal 136: Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.

Ef 2,4-10: Estáis salvado por su gracia y mediante la fe.

Jn 3,14-21: Todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.

 

Cuando nuestros pasos comenzaron a hollar la tierra, esta tierra, ya muchos otros pasos nos habían precedido. Quisiéramos o no, el mundo estaba llenísimo de otras huellas y otras tantas seguirán tras nuestra partida. No solo somos historia, también pertenecemos a una historia que nos precede y nos continúa. Sería un disparate obviarla o rechazarla, y un despilfarro no tomarla en consideración para buscar interpretarla; más aún si se trata de la historia de nuestra vida, y de nuestra vida en la historia del hombre.

Las situaciones calamitosas pueden favorecer que nos interesemos por el sentido, es decir, que nos planteemos preguntas importantes y nos pongamos en disposición de encontrar respuestas. De otro modo corremos el riesgo de entender que estamos como arrojados ahí, en medio de los acontecimientos, sin más remedio que dejar que sucedan cosas o hacen nosotros que sucedan, sin más. Pero, por otra parte, se puede dar con un sentido equivocado.

El Pueblo de Israel partía de una posición precaria: habían perdido prácticamente todo y hasta su identidad como pueblo estaba en grave peligro. Conservaban aún una confianza, casi insensata, en su Dios, que parecía que les había abandonado. Entendieron la desgracia como un castigo merecido por su desobediencia, por haber querido centrar el sentido de su existencia en Dios, el único y soberano. Y observaron que participaban de un ciclo que volvía a repetirse: Dios entregaba el don, el pueblo lo recibía, pero manoseándolo, derrochándolo, esquilmándolo… lo que abocaba a la ruina, causada por el Señor para que se enmendaran. Después llegaba el reconocimiento del pecado y el arrepentimiento. Ninguna de sus imposturas como pueblo ni personales quedaban cerradas a la esperanza. Sin embargo, la fragilidad humana era tan patente, que inquietaba considerar estar atrapados en esa dinámica sin interrupción y sin remedio.

La reflexión de san Pablo introducía a Cristo para romper la circularidad de su Pueblo, de toda la humanidad. Dios hecho hombre había abierto una nueva puerta a la mayor de las excelencias: nos había elevado a compartir la condición divina, a sentarnos junto a Dios para la eternidad. Un torrente de tanta misericordia, de tanta generosidad empapaba por completo la historia para dejar el pecado como algo terrible, pero residual en comparación con la bondad de Dios. Y dejó a la Iglesia este oficio de esperanza: para rescatar, para sanar, para cuidar, para promover, para dejarse guiar y que el Espíritu vibre en cada persona.

Cuando el respetable Nicodemo se acerca a Jesús a escondidas, el Maestro le abre la historia de la Salvación a las claras. Lo antiguo encuentra su sentido en Él, y no solo el sentido, sino también la respuesta, la solución: la cruz y la resurrección de Cristo. Él es la llama que ilumina nuestra historia; en la que podemos reconocer nuestras mentiras y la verdad, la que nos faculta a ver realmente y no evitar enfrentarnos con nuestras sombras, con el pecado y el mal, que necesita ser tomado en serio para ser perdonado e integrado en serio en esta historia donde Dios se ha hecho presente. Es en esta historia que aprendemos a leer donde hallamos la entrañable misericordia de nuestro Señor y su amor personal, íntimo, en derroche por nosotros, donde no se oculta nada, sino que, por amor, se abraza y se integra. ¿No es para no dejar de alegrarse?