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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

DOMINGO II T.ORDINARIO (ciclo C). 17 de enero de 2016

 

Is 62,1-5: El Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido.

Sal 95,1-10: Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.

1Co 12,4-11: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a Él le parece.

Jn 2,1-11: Tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora.

 

El fasto de la boda está justificado: es una fiesta con un carácter tan peculiar que la hace aún más fiesta. El momento es una convergencia de caminos dispares: novia y novio, de sangre diversa y, en ella, de raíces, tradiciones, costumbres… para formar una institución nueva: la familia. Es principio de nuevas vidas, compromiso sin propósito de interrupción, prolongación de la historia familiar, responsabilidad con la sociedad. Las invitaciones se abren más que para otros acontecimientos; los novios quieren compartir en extenso, para festejar juntos la alegría. Nadie cercano debería faltar.

            En aquella boda de Caná de Galilea María, Jesús y sus discípulos estaban entre los invitados. Estos comensales salvarán el banquete del deslucimiento gracias a la precaución de María y a la acción de su hijo. El novio, del cual no se dice más que al final, parece desconocedor del problema de la falta de vino e inoperante. A la novia ni se la menciona. Esto hace suponer que no se trata de un milagro ocasional para evitar el bochorno a unos recién casados, sino de algo de mayor envergadura. Para el evangelista Juan éste es el primer signo de Jesús, donde “manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en Él”. El signo es una señal portentosa, que serán abundantes en la vida de Jesús, donde acredita que su misión viene de Dios y advierte de la capacidad divina para renovar las cosas.

            El novio anfitrión, responsable del buen desarrollo del banquete, habría tener un especial interés en que no faltase el vino, que es el elemento más significativo de la fiesta. El agua no se echa en falta en la celebración, hay en abundancia y es algo tan cotidiano, tan diario, que no se demanda en los acontecimientos singulares. El vino, aunque sustancialmente es agua, aporta una gracia, un toque, un color que eleva lo que sería sencillamente una comida al rango de fiesta. Si es Jesús el que proporciona el vino, y vino bueno, en esta boda, ¿no querrá, tal vez, mostrarse como el nuevo esposo? La esposa sería la humanidad o, más en concreto, la Iglesia, pero esta no aparecería hasta que se produjese la boda en su “hora”, en su momento: la cruz y la resurrección, cuando tendría lugar el matrimonio con un vínculo indisoluble hasta la eternidad. Los discípulos de Jesús son invitados y testigos del prodigio, que podrán dar testimonio de lo que ha sucedido y de la identidad del nuevo Esposo. Los sirvientes serían los trabajadores necesarios para disponer todo y que el Señor realice el milagro, y el mayordomo el que, desconociendo la procedencia del vino, sin embargo da prueba de su calidad. Por último, María, la mediadora, vigilante y solícita para que no carezca de lo necesario y pedir la intervención de Jesucristo, su hijo.

            Dicho esto, habría que concluir que este primer milagro de Jesús al inicio de su vida pública viene a ser el anuncio y la manifestación de las bodas preparadas por Dios Padre para su Hijo y la humanidad. El nuevo vino será su sangre derramada, signo de la entrega total por amor en su muerte de Cruz. El agua, elemento normal y abundante, es convertida por Jesucristo en vino, producto de un proceso cuidado y largo de elaboración, cuyo resultado es la bebida de la fiesta. Parece que Cristo transforma lo humano para elevarlo a una categoría superior: las realidades humanas se alzan a una nueva condición divina.

            El lenguaje nupcial es ampliamente utilizado por el Antiguo Testamento para hablar de la relación de Dios con el Pueblo de Israel, como aparece en el pasaje de Isaías (62,1-5) de la primera lectura de este domingo. Ahora no se trata de Dios Padre, sino de su Hijo, Jesucristo, el que se desposa con el hombre, con toda la humanidad. Esto va a posibilitar que esta humanidad participe de la misma condición del Esposo: felicidad y eternidad y comparta familia con la misma Trinidad. A través de esa alianza nupcial en Cristo nos convertimos en herederos del Padre y gozamos de la gracia del Espíritu, que viene a derramarse proporcionando diversos carismas, servicios, funciones en la única Iglesia formada por muchos miembros. Las familias se han unido formando una nueva.

Habrá entonces que vivir lo cotidiano como si de una boda, como si de esta boda se tratase. Si Dios, el absolutamente distinto a nosotros por ser el Creador y nosotros sus criaturas, ha querido vincularse así, ¿cómo no vamos a promover entre nosotros la unidad y la comunión?

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