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En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XXV T.ORDINARIO (B). 23 de septiembre de 2018

 

Sb 2,12.17-20: Se dijeron los impíos: “Acechemos al justo”.

Sal 53,3-4.5.6 y 8: El Señor sostiene mi vida.

St 3,16–4,3): Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males.

Mc 9,30-37: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.


“Se dijeron los impíos: “Acechemos al justo”…”: cuánto hablan los impíos y qué inquina le tienen a los justos. Habría que aclarar quiénes son estos impíos. Según el libro de la Sabiduría son lo que no creen en Dios, los que niegan que haya vida después de la muerte, se proponen vivir y viven buscando solo los placeres, no respetan a la persona, confían en la fuerza como único criterio de acción y persiguen al justo; han hecho un pacto con la muerte y la muerte los posee (cf. Sb 1,16). Merece la pena destacar la relación de los impíos con la injusticia y con la muerte. Se quejan de que se les incomode, de que haya oposición a sus acciones y se les reprenda por sus maldades. ¿Quién les hace frente? El justo. El que ajusta sus acciones a la voluntad de Dios, el que ama la vida, el que cree en la vida eterna. El verdadero justo o pío, movido por un profundo amor por la vida, no se puede mostrar indiferente ante el impío: primero, porque la injusticia desordena el mundo y hiere profundamente a los hombres, promociona la desigualdad, legitima el abuso y la maldad, se rige por el poder del más fuerte; segundo, porque quiere el bien de todos y que también el injusto goce de la vida.

La posición del justo no es fácil: tiene que buscar una vida íntegra en un ambiente donde se favorece la injusticia; ha de enfrentarse con la maldad y eso implica tener que reprender a los que obran mal; ha de sufrir la oposición agresiva y despreciativa de aquellos a los que se opone. No le quedan muchas alternativas, porque si decide callar, su silencio es aliado de los crímenes y tropelías de los otros, que van a dañar especialmente a los débiles. Y tampoco pueden emplear los mismos instrumentos que ellos para combatirlos. Por eso, la única fuerza eficaz con la que cuentan es Dios. Él pone sabiduría en su corazón para hacer frente a la maldad, aunque no lo hace inmune al sufrimiento. Las palabras y los actos del impío lo golpean provocándole daño, lo zarandean incordiándolo y causándole mucho malestar y dolor. ¿Cómo actúa Dios? Aparentemente con pasividad. Sin embargo sí obra, de un modo sutil y con un poder sublime. Le concede al justo su sabiduría para hacerlo fuerte y no ceder ante la maldad participando de ella o guardando silencio ante la injusticia. Esta sabiduría le da capacidad para la paciencia, la templanza, el perdón y la perseverancia. Más aún, lo une a la pasión de Jesucristo, el príncipe de la Justicia, el único Justo. Se va produciendo entonces un prodigio misterioso: la actitud del justo contrarresta todos los atropellos de sus rivales y abre brechas para que llegue al mundo la justicia divina, para su transformación como amigo del Justo, para la conversión del malo. Se convierte en un servidor de la justicia, en un trabajador de la bondad de Dios, en un constructor de la paz. El mal seduce o asusta; Dios enamora y da valentía. La cruz de Cristo es la medida del amor, la desmedida del amor de Dios, y proporciona el armamento con el que el bueno luche por la justicia más allá de sus fuerzas, más allá de sus miedos, más allá de los ultrajes que le sobrevengan. La carta de Santiago resume así el triunfo de los justos: “Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia”. Habla a una comunidad cristiana, porque, sorprendentemente, entre los cristianos no faltan las impiedades y las injusticias. Él dice que esto se debe a querer satisfacer nuestras pasiones; no lo conseguimos, aunque lo pedimos, porque pedimos mal. Es decir, estamos acudiendo a Dios para que ayude a nuestros intereses, que en realidad son desintereses, porque agotan a la persona en cosas en las que busca felicidad y paz, y solo provocan más inquietud. Pedir bien es esperar su justicia, su alegría, su verdad. Y esto pasa por el trazo de la cruz, del servicio, de la búsqueda de aquello que realmente hace bien a todos, de la justicia… digan lo que digan los impíos. 

DOMINGO XXIV T.ORDINARIO (ciclo B). 16 de septiembre de 2018

 

Is 50,5-9a: Tengo cerca a mi defensor.

Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
St 2,14-18): ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?

Mc 8,27-35: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.

 

Nos costó un poco, pero conseguimos aventajar a Jesús y anticiparnos a Él en el camino. Hemos aprendido a hacerlo previsible. Antes de que nos hable ya tenemos la repuesta para cada una de sus interpelaciones: si nos dice que lo sigamos, le contestamos con que ya lo hacemos… hasta donde podemos; si nos pregunta por nuestros pecados, le aclaramos que nada grave, solo lo que todos (somos humanos); si nos pide que le hablemos de nuestra relación con Dios, informamos que muy bien, sacamos de cuando en cuando un rato para Él; si nos interroga sobre el perdón de los enemigos, el trabajo por la justicia, nuestra entrega a total Él, le respondemos que no exagere. Tal vez, aun humano como nosotros, el Maestro no se ha enterado del todo de lo que significa ser humano y su dificultad para mantenerse en pie entre las convulsiones de la vida.

O quizás, más bien, no hemos alcanzado siquiera a plantearnos nosotros lo que significa ser hijos de Dios llamados a la santidad, precisamente en esa humanidad consagrada por su Espíritu. Por eso creemos que no nos entiende y que debemos enseñarle; aunque sabe tanto, que parece saber poco (como nosotros, aunque nosotros un poquito más).

            Simón Pedro respondió bien y antes que los demás a la pregunta de Jesús: “¿Quién decís vosotros que soy yo?”. Lo definió como “el Mesías”, es decir, el enviado por Dios esperado desde antiguo para liberar a su pueblo. Pero aún no lo conocía bien. ¿Qué entendería por Mesías? ¿Y liberador de qué?  No era necesario que lo supiese todo, era discípulo y aún quedaba mucho camino hasta que su enseñanza con el Maestro culminase. Normal que no concibiera en sus planes la pasión. Y por mucho que se tenga trato con Jesucristo, ¿quién no va a sentir un sobrecogimiento interno cuando asome por cualquier esquina la cruz? Lo reprensible en Pedro no es la incomprensión de un final del Calvario para el Mesías, es que de alumno quiso pasar a maestro y adelantar a Jesús haciéndole ver que se equivocaba.

Se escandalizó de la cruz del Señor, precisamente de la cruz, la clave de bóveda de la encarnación y de la gloria. Los criterios de Pedro siguen cundiendo hoy entre los creyentes. Nos fastidia que Cristo nos adelante, especialmente cuando ya pensábamos que le sacábamos suficiente ventaja para predecir sus movimientos y estorbarle al intentar sobrepasarnos. Porque cuando nos adelanta, si estamos un poco atentos, lo primero que asoma al rebasarnos es la cruz. Eso nos da miedo. Es legítimo temer la cruz, pero con actitud de discípulo, esperando, aun temblando, que el Maestro nos enseñe y, sobre todo, nos acompañe muy de cerca.

            ¿Quién es para nosotros realmente Cristo? Seguro que destacamos en Él alguna de las facetas que más nos asombran. No está mal si no descuidamos las demás. E incluso a lo mejor podemos encontrar alguna pista en aquello que menos consideramos de Él o más nos cuesta, porque tal vez es donde más tenemos aún que aprender. Cuánto tiene que ralentizar sus pasos y detenerse a esperarnos. Lo hace sin reproche, no le importa, solo quiere que estemos con Él para aprender quién es, cuánto lo ama su Padre, quiénes somos, cuánto nos ama Dios y cuánto debemos amarnos unos a otros. Todo ello, curiosamente, tiene su clave en la cruz, escándalo para los hombres y sabiduría divina. 

DOMINGO XXIII T. ORDINARIO (ciclo B). 9 de septiembre de 2018

Is 35, 4-7: Decid a los cobardes de corazón: “Sed fuertes, no temáis”.

Sal 145, 7-10: Alaba, alma mía, al Señor.
St 2, 1-5: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?

Mc 7, 31-37: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»


Una veces se detiene Jesús por sus intereses (siempre atentos a cumplir la misión del Padre), otras veces lo detienen otros buscando los suyos (una curación, una enseñanza, una repuesta). Es para conmoverse los momentos en que alguno requiere la atención del Maestro intercediendo por otro. Un día, mientras iba de camino al lago de Galilea, le presentaron a un sordo prácticamente mudo. Ni podía oír a los demás ni apenas decir por sí mismo. Solo escuchando a otros uno aprende a pronunciar. En una cultura fundamentalmente oral, donde solo una pequeña parte (se calcula que solo un diez por ciento) sabía leer, carecer del sentido del oído privaba del conocimiento de muchas cosas, también de muchas de las cosas de Dios. Esto le generaría distancia de los demás, de las tradiciones, de las celebraciones. Podría repetir lo que veía, pero tal vez sin que se le desvelase su sentido más profundo.

Llaman al Maestro para que le imponga las manos, y Él, con sus manos, toca los lugares afectados por la sordera: los oídos y la lengua. El modo de actuar es llamativo: mete sus dedos en sus oídos y le toca su lengua con su saliva. Toca para reparar, mostrando una gran cercanía con el afectado. Y entonces puede recibir sus primeras palabras que proceden de la Palabra hecha carne que le pronuncia con autoridad: “Effetá” (ábrete). La autoridad y la contundencia de esta orden traspasan la discapacidad para que los sentidos cumplan con su servicio. Recuerdan al acto soberano de Dios en la creación que dijo y existió.

La mirada de Jesús al cielo: “Mirando al cielo, suspiró”, busca la aprobación de su Padre, para ejercer su paternidad entre los hombres. El Hijo es quien lo muestra, el Hijo es quien lo realiza, el Hijo es quien así lo revela. Detuvieron a Jesús para el milagro, y Jesús no se paró en el milagro sino en dar gloria a Dios. Por ello pidió silencio sobre el hecho, aunque no le hiciesen caso. Para la gloria de Dios, para el conocimiento del Padre y de su Hijo los milagros mal entendidos pueden entorpecer su alabanza. El “todo lo ha hecho bien” de los judíos asombrados, aún no contempla la entrega del Maestro en la Cruz. ¿Puede darse gloria a Dios sin haberse acercado a la Pasión de Cristo?

El gesto de apartar de los demás al hombre incapaz de escuchar y de decir para obrar el milagro, tal vez apunta a la necesidad del encuentro personal con el Señor, para que sean sus palabras las primeras y más apreciadas, las que llenen el corazón y provoquen luego la alabanza en los labios. En esta relación personal se encuentra a Jesucristo apasionado por su Esposa y ofrecido hasta la muerte. Entonces sí que puede pronunciarse el “todo lo ha hecho bien”, porque en todo ha buscado y ha realizado la voluntad del Padre, porque ha ejercido la soberanía de Dios en su misericordia y su justicia hasta la Cruz. Tal vez pronunció aquellas mismas palabras cuando el descenso a los infiernos: “Effetá” para causar la apertura del cielo, sin estreno hasta su resurrección gloriosa. Tuvieron que encontrarse con el Señor Adán y Eva y los justos que descansaban anhelando su venida para entrar con Él al nuevo Paraíso. Los milagros no bastan para recocerlo como Mesías, menos como Hijo de Dios, si no lo contemplamos muerto y soberano sobre la muerte. 

DOMINGO XXII T. ORDINARIO (ciclo B). 2 de septiembre de 2018

 

Dt 4,1-2. 6-8: Escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir.

Sal 14: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
St 1,17-18. 21-22.27: Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros.

Mc 7,1-8.14-15.21-23: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»

 

Maestros de la verdad, de la paciencia, el sacrificio, la honradez… nuestros mayores han ejercido su magisterio enseñándonos mucho con sus palabras y, más todavía, haciendo; pero también nos instruyeron movidos por la impiedad, el rencor, la ira, el egoísmo, el menosprecio… No todo lo enseñado por ellos era bueno. No basta con que algo sea antiguo y proceda de los antiguos o que, para los amigos de lo ultimísimo, venga avalado por las teorías modernas, hemos de hacer ese esfuerzo para escoger lo bueno, no hacer caso de las enseñanzas dañinas e interpretar toda enseñanza que nos llegue de forma correcta. ¿Con qué criterio? ¿Atendiendo a lo fácil, a lo accesible, a lo que se entiende de primeras? Quizás no sea la única ni la principal razón para demostrar la calidad de la enseñanza.

Los mayores de los judíos enseñaron la limpieza de manos, platos, vasos… antes de la comida. Todo esto tenía su explicación: recordar continuamente ante de uno de los actos más sagrados del día, la comida, que hay que acercarse a ella con limpieza de corazón. Para los fariseos y los judíos en general la comida tenía un carácter religioso y casi sagrado, en la medida también de que sustituía al templo (sobre el cual no tenía dominio). Se participaba de una celebración de comunión con Dios y con los judíos, su pueblo. Preservar los ritos de los mayores con relación a la comida no era una frivolidad o un deseo de conservadurismo, sino que pretendía un cumplimiento estricto, esforzado por hacer las cosas bien, conforme al mandato de Dios.

Cristo, como un judío piadoso y cumplidor, no descuida este gesto. Pero sí algunos de sus discípulos, posiblemente poco instruidos en la ritualidad judía. Los fariseos llaman la atención a Jesús sobre este hecho. Entonces viene la explicación del Maestro, interpretando el gesto como un signo que tiene una hondura que va más allá de la estricta ritualidad: importa la pureza interior; si el signo de lavarse antes de comer no lleva a esto, no sirve de nada. Y, por lo que Él mismo dice, no servía de nada a los fariseos, pues lo repetían una y otra vez sin entender; no les llevaba a una auténtica conversión hacia Dios.

Frente a las tradiciones de los mayores, Jesús es la Palabra que dice y que ilumina la interpretación de la realidad y de cada uno de sus signos.  La cercanía a la Palabra de Dios era motivo de alegría y orgullo para Moisés, que veía que el Dios de Israel estaba mucho más cerca que cualquier otro dios de su pueblo. Estar cerca del pueblo significa estarlo de cada uno de nosotros. Más todavía cuando es la misma Palabra encarnada la que se ha hecho como uno de tantos. Desde el Maestro hemos de interpretar los acontecimientos y los signos, porque Él trae enseñanza de Verdad y Vida, Él es la Verdad y la Vida. Su Palabra vivifica, pero para permitirle la eficacia hemos de pasar mucho tiempo con Él escuchándolo para conocerlo y entender lo que viene de Dios, lo que lleva a Dios. Con el Maestro podremos también enseñar sobre la misericordia del Señor en nuestra vida. 

DOMINGO XIX T. ORDINARIO (ciclo B). 12 de agosto de 2018

 

1Re 19,4-8: “¡Levántate y come!”.

Sal 33,2-3.4-5.6-7.8-9: Gustad y ved qué bueno es el Señor
Ef 4,30–5,2: Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo.

Jn 6,41-51: El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo

 

Pan de nuevo. De nuevo las lecturas de este domingo nos hablan de pan. El capítulo sexto de san Juan vuelve a poner en movimiento al resto de lecturas en torno al pan. Lo seguirá haciendo tanto como den de sí sus versículos. No ha de faltar el pan en ninguna casa, para ninguna boca. Menos aún hemos de vernos escasos del Pan de Dios, que no solo capacita para el camino, sino que le da sentido a nuestro caminar.

El profeta Elías triunfó frente a los sacerdotes de Baal; pero tuvo que huir, porque lo perseguían para darle muerte. No todas las victorias traen consigo laureles y descanso; hacía falta seguir combatiendo. Sin embargo sus fuerzas se agotaron. Era mucho Dios lo que pedía y el profeta, humanamente, ya no podía más. Se deseó la muerte buscando el descanso definitivo. En cambio Dios le proporcionó pan y agua para proseguir con su misión. Aún no había terminado lo encomendado y, donde no encontraba más fuerzas, Dios repuso energías, hasta encontrarse con Él en el Horeb, el monte de la Alianza, para un encargo definitivo y crucial que cambiaría el curso de la historia del Pueblo. Durante cuarenta días y cuarenta noches recorre el trayecto hasta el monte de Dios gracias al alimento recibido. Parece que desanda el mismo camino que hicieron los israelitas durante cuarenta años desde el Horeb hasta la Tierra Prometida. Ellos también con dificultades de alimentación y quejas hacia Dios. También Dios les dio una solución con el pan del maná y la carne de las codornices. Todo camino de misión hacia donde Dios envía requiere comida.

Le pedimos a Dios cotidianamente el pan de cada día. La oración del Señor nos lo impone. Por mucho que nos hablen de él las lecturas nos sabrá a poco, porque lo necesitamos siempre, sin interrupción. Para algunos estudiosos esta petición del Padrenuestro alude a la comida que nutre y repara las fuerzas; otros piensan que es todo lo necesario para vivir; para otros es el Pan de la Eucaristía. En todo caso Dios Padre es el Panadero del pan y del Pan, que engendra el alimento vital. Las lecturas de este domingo, en concreto, nos acercan al Pan, que es su Hijo hecho masa cocida, carne humana.

Los signos que había hecho Jesús no eran suficientes para sus paisanos, que lo seguían viendo más hijo de José, el carpintero, que el unigénito de Dios Altísimo. Por eso, ¿qué pan podía dar un artesano de la madera más allá del que pudiera proporcionar el campesino? No era problema del pan, sino de la escucha. La respuesta del Maestro advierte de que solo podrán entender aquellos a quienes les haya hablado el Padre y hayan querido escuchar. El aprecio del alimento comienza por el oído. Más correcto: el Padre tiene la iniciativa de dar a conocer el valor del Pan, la escucha atenta lo recibe y dispone el corazón para comerlo con provecho y no como causa de condena.

Boca para el pan, pero antes y durante también oídos: para no desesperar en el camino; para no despreciar el alimento divino; para curar las heridas de la marcha; para ser sensibles a la falta de pan para muchos; para perdurar en la vocación a la que Dios nos ha llamado, la misión con la que nos ha creado. Escucha del Hijo que nos habla del Padre para conocer al Pan y al Panadero. 

DOMINGO XVIII T. ORDINARIO (ciclo B). 5 de agosto de 2018

 

Ex 16,2-4.12-15: “Voy a hacer que os llueva comida del cielo”.

Sal 77: El Señor les dio un trigo celeste.

Ef 4,17.20-24: No viváis más como paganos.

Jn 6,24-35: No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna.

 

Las fértiles tierras de la vega del Nilo prometen más pan que el árido desierto del Sinaí. De este modo los dioses de Egipto se revelaban más fecundos en alimento que el Dios de Israel. Aunque cabe preguntarse: ¿Para qué abundancia de comida si se toma en esclavitud y no proporciona liberación? ¿Qué queda de magnífico en un Dios que no puede ofrecer más que pan?

            El pueblo de Israel fue conducido a un barbecho seco, sequísimo hasta la desesperación. La desesperanza de pan en lo inhóspito debería abocar a la esperanza en su Dios; cuando menos fe tiene el ser humano en sí mismo, más se ve invitado a tenerla en su Señor. ¿No eran humanos quienes les proporcionaban la ración entre los egipcios? ¿Y qué de humanizador tenía ese alimento vinculado a las cadenas? Tantas esclavitudes se inventan a precio de pan asegurado.

La fe de los israelitas no tendría que quedar retenida por los milagros (tan anhelados) que resuelven las hambres de lo básico a costa de convertir al hombre en un lerdo ante lo sublime y agotarlo en lo ínfimo. Yahvé seguiría siendo tan Dios haciendo florecer hogazas entre las dunas, pero no podría salvar del hombre más que boca y estómago. Mejor hacer germinar del desierto la fe, la esperanza para contemplar y participar de la caridad, de su Dios, tan interesado en su criatura que no se interesa por remedios epidérmicos y superficiales, sino en lo que atañe a sus entrañas, desde donde ha de brotar todo progreso hacia lo más elevado. No es otra cosa que la persona humana partícipe de los dones divinos.

            El milagro de la multiplicación de los panes y los peces había seducido a muchos de los que participaron en aquel banquete solo como posibilidad de pan y de pez a la hora del almuerzo. ¿No entendían que la providencia divina actúa ejercitándose sobre la exigida implicación humana? ¿No les animaba a creer en el banquete mesiánico de un solo Dios invitando a todos los pueblos a la misma mesa en un “festín de manjares suculentos”? Sin pasar antes por esto, ¿cómo iban a entender, aun minúsculamente, el manjar del Hijo de Dios hecho pan?

            Participamos de los mismos deseos de aquellos israelitas, más aterrorizados por la ausencia de la carne de las ollas, que de regresar a la esclavitud. Y desconocemos hasta qué punto nos hacemos vasallos de aquello que da de comer, de reír, de disfrutar, de dormir… a costa de olvidar lo que salva con integridad. Esto provoca, inexorablemente, una despreocupación por la comida de los demás, porque, identificada la salvación con mi propio bocado, sálvese el que pueda y yo el primero. Tiempo habrá de despachar las sobras facilitando a la conciencia su caricia.

            Que no derramó Cristo su sangre para un pan fácil, sino para tomar en Él el alimento de vida eterna. Para hacernos eternos y no mortales de barrigas saciadas; para convertirnos en amigos de Dios, que lo buscan en el desierto, esperanzados en que el Altísimo hace reverdecer el yermo y no descuida el alimento necesario para sus hijitos; menos aún su gracia para que el bocado no sepa solo a hartura de pan, sino a misericordia divina que cuida a los suyos hacia la eternidad y acucia, con resolución de profeta, a preocuparse porque no le falte pan a nadie, ni sitio donde dormir, ni asistencia en la herida… ¿Para qué dejar a Dios lo que puede el hombre en fraternidad? A más fraternidad, más filiación. A más consciencia de paternidad divina, más miga nutritiva bajo el pan. 

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