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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XXVI T.ORDINARIO (ciclo B). 26 de septiembre de 2021

Nm 11,25-29: “¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!”.

Sal 18: Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

St 5,1-6: Habéis asesinado al inocente, y ya no os ofrece resistencia.

Mc 9,38-48: “El que no está contra nosotros, está a favor nuestro”.

 

Tan necesarios como el pan y la carne, el agua y un espacio sombreado para el pueblo de Israel en su itinerario por el desierto, más incluso, eran los profetas. Tenían uno, Moisés. Dios le hablaba, él escuchaba y se lo comunicaba a sus paisanos. Ellos a veces aceptaban con agrado lo que les decía y otras tantas hacían caso omiso o se oponían. Moisés gozaba o sufría con las reacciones el pueblo, pero nunca dejó de hacer de profeta. Se lo pedía Dios, lo necesitaba su pueblo. De callar él, cuánta hambre de Palabra de Dios y, por tanto, de Verdad, de Luz, de Justicia, de Esperanza.

               Puesto que Dios elige a quien quiere, eligió cierto día a otros para profetizar. Las palabras no les saldrían, como tampoco a Moisés, si no fuera por su Espíritu, que capacita para escuchar a Dios y pronunciar su Palabra. No son tan decisivos el lugar, el momento, el parecer común, sino este Espíritu que Dios da cuando, donde y a quien quiere. Así podría legitimarse a cualquier falso profeta, pero no, porque lo que lo acredita es la Palabra que proclama. El Espíritu provoca palabras de vida, nutritivas para el corazón humano; el mal espíritu palabras embusteras, que engañan y maltratan, aun bajo apariencia de bien.

               Podrá gustar más o menos, ser de nuestra simpatía o no, concordar con nuestro estilo o distanciarse de él, pertenecer a nuestro grupo o ni siquiera conocernos… un profeta; pero lo que lo identifica como profeta es su palabra y su modo de vida, su trato cercano con Dios y su implicación en cumplir su voluntad. Qué torpeza desdeñar al profeta por no ajustarse a nuestros modos o divergir de nuestras preconcepciones estrechas y no valorarlo desde la palabra que habla y la vida que vive.

               La palabra de ese misterioso desconocido del que habla el Evangelio de este domingo era capaz de expulsar demonios en nombre de Jesús. Será usar en vano el nombre de Dios utilizarlo para maldecir, engañar, causar miedo, coaccionar, pero no para bendecir, animar, corregir con acierto, hacer el bien. Además, quien favorezca a un profeta o a cualquiera de los amigos del Señor no quedará sin recompensa. Lo dice el Maestro. Pero también que quien cause mal a la gente, con mentira, con escándalo, como un anti-profeta, será castigado. Y añade que cada uno ha de ser en cierto modo profeta de sí mismo y cortar con aquello que le induce al mal.

               Tan necesarios como la salud, la economía, el trabajo hoy día son los profetas, y aún más. Los verdaderos amigos de Dios nos acercan a Él y los profetas ofrecen lo que el Espíritu les inspira para animar, exigir y sostener la esperanza. Podremos avanzar con pan escaso y salud precaria, pero no sin esperanza. Cristo es la esperanza de los débiles, los pobres y quienes sufren la injusticia. El Espíritu profetiza a través de ellos, acuciando a ricos y poderosos a un uso justo de sus bienes y su posición. Lo que denuncia el apóstol Santiago en su carta se ha acentuado desproporcionadamente en la actualidad. A más injusticias, más profetas. Dios no dejará de hablar ni nos dejará a nosotros para que escuchemos y hablemos en su nombre. El cristiano está ungido como profeta por su bautismo y urge que ejerzamos este ministerio de amigos de Dios para el servicio de su Palabra y beneficio de nuestro mundo. No podemos renunciar a ser portavoces de la esperanza. 

DOMINGO XXV DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 19 de septiembre de 2021

Sb 2,12.17-20: “Acechemos al justo, que nos resulta incómodo”.

Sal 53: El Señor sostiene mi vida.

St 3,16-4,3: Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males.

Mc 9,30-37: “Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”.

A los adultos no se nos fueron por completo las cosas de niños; unas veces por ingenuidad y capacidad para dejarnos sorprender y otras por caprichosos y dictadores. En el primer caso, cosas de todos los niños que no han de perderse; en el segundo, de los niños mal educados (porque no hubo quien les enseñase bien o porque se resistieron a aprender). Entonces perseveraron con una importante carencia en su educación.

Siempre hay tiempo para aprender, aunque ay de quien intente enseñar a los adultos aniñados, a los mayores con sus niñerías, en sus cosas mal aprendidas. No es extraño que el maestro de valores y principios (“justo” lo llama el Libro de la Sabiduría) moleste a los tercos y obcecados que se endurecen. Basta con observar cuánto nos fastidia una corrección oportuna. El que se abre a revisar y aceptar un buen consejo, venga de donde venga (de personas queridas, de un superior, de un enemigo, de los padres, de los hijos… de la propia vida), se hace posible para sí el cambio a mejor, aunque inicialmente cueste reconocer lo que está mal.

Tampoco es deseable dejar un aprendizaje importante a medias, porque puede causar confusión dando a entender que se completó la enseñanza y que no hay ya nada nuevo que aprender en la materia.

En cierto modo así se encontraban los discípulos de Jesús, el Maestro. Sin haber aprendido mal, no lo habían aprendido todo y aún prevalecían en ellos cosas de niños (de los niños mal-educados). Uno de los principios de una infancia sana es dejarse querer y saberse amado. Los mayores pueden intentar ganarse la querencia a fuerza de lo que sea. Destacar de alguna manera entre los demás es una de sus formas. De nuevo una gestión aniñada para un reto existencial. Mientras que Jesús les habla del camino maduro para el crecimiento: entregar la vida por los demás, hablando de su propia muerte, no solo no lo entienden los suyos, sino que además se preocupan de lo contrario. La Cruz tiene una potente capacidad de hacer crecer, porque tiene su centro en el amor, en el servicio, en la confianza en Dios. Y ¿qué es la Cruz para nosotros? Podríamos decir que todo aquello que nos lleva a la obediencia de Dios Padre, a asentir y trabajar por la misericordia. Lo que puede llevar a grandes sacrificios y renuncias (fundamentalmente del amor propio).

Esto son cosas de niños, sí, de quienes no perdieron docilidad ni frescura para dejar que Dios les siga enseñando. 

DOMINGO XXIV T. ORDINARIO (ciclo B). 12 de septiembre de 2021

Is 50,5-9: Ofrecí la espalda a los que me apaleaban.

Sal 114: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. 

St 2,14-18: La fe, si no tiene obras, está muerta.

Mc 8,27-35: "Tú eres el Mesías". 

 

Cierto día el niño, cualquier niño, amaneció con una carretilla de preguntas y quiso llegar a la noche con otra de respuestas.  Se le conoce como la etapa del “por qué” y suele desarrollarse entre los tres y cinco años. A partir de entonces la pregunta se convierte en el trance necesario para descubrir el mundo y, todavía más imperioso, para conocernos a nosotros mismos. La detención en el planteamiento de interrogantes puede suponer un serio problema que delate una desafección por la vida o la disposición a aceptar cualquier respuesta preparada por otros. Esto es especialmente arriesgado en la pregunta sobre el “quién soy”, que afecta a nuestra identidad, que procura esclarecer el misterio de nuestra existencia y el sentido de nuestra vida.

Cierto día amaneció el Maestro con una pregunta para sus discípulos con una petición de dos respuestas: “quién es Él para la gente” y “quién es Él para estos discípulos”. Resulta más sencillo responder de lo que dicen otros que implicarse uno mismo en una contestación de algo tan personal. El modo clásico para acercarse a la identificación de alguien miraba a los vínculos familiares o al oficio. A Jesús se le nombra en los Evangelios empleando estos dos criterios y en alguna ocasión aparece como “el hijo de José” y en otra como “el carpintero”. Para algunos era suficiente, pero para quienes había despertado su interés y lo seguían, para quienes lo habían escuchado enseñar y hacer milagros, estos apelativos no eran suficientes. El “quién” sobre Jesús tendría que suscitar interrogantes, pero es Él mismo el que invita a contestar esta pregunta.

El libro del profeta Isaías nos describe la situación de un hombre de Dios que sufre la maldad de los demás. Se le ha llamado el “siervo de Yahvé”, el “siervo sufriente”. Esta situación causa perplejidad, porque asociamos la amistad con el Señor con protección, cuidado y preservación de todo mal. Una larga tradición religiosa en Israel, que llega hasta el mismo Jesús, entendía que el bueno recibía bienes de Dios y su vida gozaría de paz y abundancia. Aun hoy podemos seguir pensando así. Sin embargo, Isaías contempla una relación muy estrecha entre la amistad con Dios y el sufrimiento en este personaje enigmático que la tradición cristiana identifica con Cristo. Podríamos preguntar: ¿Quién eres tú que permites el sufrimiento? o, todavía más acuciante: ¿Quién eres tú que permites que yo, mi hijo, mi amigo sufra? Desconozco la respuesta.

Pero sí sé que la pasión del Maestro, del justo sufriente, del que hablaba proféticamente Isaías, es fruto de su amor al Padre y a los hombres. La repuesta de los discípulos sobre lo que la gente pensaba de Jesús revela que la gente lo consideraba como un hombre de Dios. La de Pedro va más allá e identifica a Jesús con el anunciado, el esperado, el definitivo; aquel del que hablaban las Escrituras. No obstante, en el pescador de Galilea pesaba aún mucho la disociación entre comunión con Dios y padecimiento. Jesús le recrimina y de un modo muy severo: quizás porque ahí se juegue la comprensión del “quién” de Cristo, el Mesías, y el carácter de su mesianismo y la esperanza en Dios. Solo entendieron los discípulos suficientemente, incluido Pedro, cuando ellos mismos atravesaron su propia pasión, cuando vivieron la renuncia, la negación del ego, el sacrificio, la difamación, las amenazas… por amor a su Señor.

No es la pregunta sobre el “quién” de Jesús para responder desde impresiones distantes, o razones teóricas, sino desde la lectura y escucha atentas de las Escrituras, desde la experiencia vivida con seriedad de la relación con Dios como Padre misericordioso y misterioso, como el que ama sin condiciones, pero nos regala la libertad para la repuesta de amor y preguntarnos por quién es Jesucristo, el que nos revela al Padre, para nosotros y nosotros para Él.  

DOMINGO XXIII T. ORDINARIO (ciclo B). 5 de septiembre de 2021

Is 35,4-7: Decid a los cobardes de corazón: “Sed fuertes, no temáis”.

Sal 145: Alaba, alma mía, al Señor.

St 2,1-5: ¿Acaso no ha elegido Dios a os pobres para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino?

Mc 7,31-37: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

 

Vio Dios lo que había hecho y era bueno. Así nos lo cuenta el libro del Génesis. Antes lo había pronunciado y se hizo; la Palabra de Dios es generadora de vida y belleza, manifiesta lo que Dios es y crea, fuera de Él, algo que participa de su misma bondad. No buscaba el Señor ornamento para lo que ya era infinitamente bello, sino que hacía visible lo invisible para que se acercara su criatura más amada, la que vendría a la existencia culminando su obra creadora, para asombrarse, estremecerse, y alabar a Dios por su misericordia. Dios había pronunciado orden, verdad, bondad, sabiduría… por medio de cosas tan bellas, y el hombre habría de aprender a balbucear todo aquello y a obrar conforme aquello, admirando la obra de su Señor.

Todavía le quedaba a Dios algo más prodigioso aún, preparado desde el principio, que su Palabra se hiciera carne y hablara desde la carne humana de lo que le escuchaba al Padre eternamente. Marcos habla en este pasaje de un Jesús sanador que evoca al Padre en su gesto y poder recreador. Le presentan a un hombre imposibilitado para escuchar y para hablar. Él lo aparta del gentío y a solas con Él, como reproduciendo el momento en el que Dios modela a Adán en un diálogo entre el Creador que hace y su criatura que se deja hacer, en un encuentro personal, íntimo, irremplazable. Las manos de Jesús no crean aquí, sino que reparan, para devolver al hombre a la palabra mediante la escucha y el habla. Lo devuelve al diálogo con las otras personas humanas para quedar integrado dentro de la alabanza divina que agradece y glorifica a Dios con la palabra y la obra. Quienes lo han visto, dan gloria a Dios por Jesús, que, como el Padre, todo lo hace bien.

La palabra del apóstol Santiago denuncia una actitud que atenta contra la Palabra de Dios. En el lugar especialmente preparado para la alabanza del Creador, la asamblea litúrgica, la palabra discrimina por la acepción de personas y hace que unos sean acogidos y otros marginados por su dinero. Este modo de proceder se distancia de la forma como Dios mira, y no puede contemplarse como bello, sino algo para enmendar mediante la Palabra de Dios que censura las actitudes de fealdad.

Lo anunciaba el profeta Isaías y nosotros lo hemos visto: Alguien capaz de hacer ver y oír y caminar. La medicina ha causado muchas más curaciones y corregido más discapacidades de las que hizo el Maestro. Se implica también en la obra creadora de Dios sanando la herida, reintegrando lo deteriorado. Pero no se trata solo de curar o reponer, sino de facultar al hombre para la alabanza de Dios; no solo para decir: “¡qué bien me encuentro!”, sino, principalmente, para proclamar: “¡Bendito sea el Señor! Todo lo que hace es bueno y bello” y no dejar de pronunciar las maravillas de la misericordia divina, que todo lo hace bien. Pronunciar y hacer, que el que dice “Dios es bueno” no habría de descuidar el poder de sus miembros para hacer el bien. 

DOMINGO XXII T. ORDINARIO (ciclo B). 29 de agosto de 2021

Dt 4,1-2.6-8: Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir.

Sal 14: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

St 1,17-18.21b-22.27: Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros.

Mc 7,1-8.14-15.21-23: Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.

 

Habló Moisés al pueblo y, antes de que cumpliesen lo que Dios les mandaba, les pidió que lo escuchasen. La escucha implica una recepción paciente, profunda, inteligente, obediente, responsable, consecuente… para ir haciendo propias las palabras del Señor. Los sentidos han debido ir preparándose para la acogida y la no precipitación. Un uso de los sentidos de modo contrario: desde la precipitación, la hiperestimulación, la superficialidad va incapacitando para una verdadera escucha. La atención y más todavía, la implicación que ofrezcamos está también muy vinculada a la credibilidad que le damos a Dios. ¡Cómo no vamos a tomarnos en serio a Él y lo que nos dice!

            La Palabra de Dios puede resultar áspera para el corazón cuando este vive cosas ajenas a Dios. ¡A escuchar también lo que el interior comunica para saber si quiere ser obediente a la Palabra o se rebela contra ella!

            Jesús muestra una sabiduría fundada en la escucha atenta del corazón humano. ¿Cómo conocerlo? Para conocer el corazón humano bien es necesaria haber tenido experiencia de Dios desde la inocencia o la liberación; la inocencia de quien percibe claramente fea y caótica toda reacción humana deshumanizadora (agresiva, egoísta), o la experiencia de liberación de quien ha sufrido el cautiverio del mal y, ya apartado de él, puede hablar en primera persona de sus consecuencias dañinas. El oído de los fariseos cuya actitud censura el Maestro, se fue insensibilizando en la medida en que siguieron obrando, pero sin escuchar. Lo que era un rito lleno de sentido por lo que significaba: limpiar por fuera la vajilla y los utensilios antes de su uso en la comida (considerada como un acto religioso), recordaba de la necesidad de la limpieza interior para acercarse a Dios. El gesto continuó, aunque se perdió su sentido, y entonces se convirtió en algo absoluto, imprescindible, pero que no servía para nada. Dejaron de escuchar a Dios en los símbolos y, de algún modo, esos símbolos se convirtieron en algo divino para ellos, hasta hacerse dependientes. Sin embargo, Dios no se lo pedía. No basta con escuchar a Dios una vez, sino que su Palabra es renovadora e invita a profundizar cada vez más, a ser más de Dios, en cultivar, cuidar y compartir la belleza del corazón humano. Para ello hay que estar atentos.  

Escucha y luego actúa; actúa mientras escuchas. Y sin dejar de estar atento al significado de la Palabra de Dios y el sentido de los acontecimientos. Ahí se juega nuestra relación con Dios, la verdadera religión. La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo. Difícil para quien no ha aprendido a escuchar y, peor aún, para quien no quiere hacerlo. 

DOMINGO XXI T. ORDINARIO (ciclo B). 22 de agosto de 2021

Jos 24,1-2.15-17.18b: “Yo y mi casa serviremos al Señor”.

Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 5,21-32: Este es un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

Jn 6,60-69: “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.

 

Los dioses fijan el referente de nuestras expectativas. Aspiramos a algo, cuya garantía de consecución parecen procurarla estos seres superiores o bien estimulan a alcanzarla. En este sentido, apenas habría que reprochar a Feuerbach y el conjunto de “filósofos de la sospecha” que apuntaban a considerar que los dioses eran una creación terrena que partía de los deseos y necesidades humanas. Si esto es así, la divinidad no rebasa significativamente el perímetro de lo meramente humano. A pesar de ciertas resistencias, y es claro que hay personas no creyentes, existen muchos indicios para considerar que el corazón del hombre tiene anhelos de confiar y esperar en algo superior a lo que llamamos dioses (en plural o en singular). Pero convendría aclararse sobre lo que esperamos de seres excelsos, porque será, si hay suficiente honestidad personal, aquello hacia lo que tendamos en la vida.

Josué espetó en Siquén a las tribus de Israel a que se decidiesen entre los dioses conocidos. No había alternativa entre dios y no dios, sino entre las diferentes divinidades. Unas representan al pasado, los dioses de sus ancestros antes de la vocación de Abrahán, otras al presente más inmediato, los dioses de los habitantes de la tierra de la Promesa a la que acaban de llegar. Tradición o modernidad; mantenerse identificados con el pasado y guardar las tradiciones de los mayores, preservando lo antiguo o actualizarse y asimilar la novedad común entre sus vecinos. En realidad unos y otros dioses ofrecían prácticamente lo mismo. La otra alternativa, la que escogen Josué y los suyos es la apuesta por el Señor. Las demás tribus asentirán al servicio de este Dios. El motivo es que reconocen que Él los ha liberado y sacado de Egipto y guardado por el desierto y ha hecho grandes prodigios. Reconocen que Él es su Dios. La diferencia con respecto a los dioses de antes y los de ahora es que de este Dios y Señor ellos tienen experiencia, pueden encontrar su huellas en su historia, reconocen que sus logros han sido gracias a Él. En otras palabras: pueden entender su historia y su realidad actual a su luz y lo descubren cercano y preocupado por ellos.

El pan que alimenta la carne no puede hacer nada por el espíritu, pero los judíos se conformaban con este pan y con un Jesús que se lo facilitase. A quienes les baste un dios de pan de estómago, les sobrará el pan que nutre el espíritu y el Dios que lo alimenta. Por eso les sobraba a los paisanos de Jesús todo lo que en el Maestro no fuese pan, ni sanación de dolencias. Querían a un Dios tan humano como ellos, pero lo suficientemente poderoso para hacer lo humano más llevadero. Mientras, Jesús les ofrecía un pan para hacerlos divino, palabras de vida eterna: un pan extraordinario que no es el pan de antes ni el novedoso de última hora, sino el de un Dios que acompaña nuestra historia.

Es prácticamente inevitable seguir a los dioses, porque es prácticamente inevitable que el corazón no busque una referencia definitiva hacia la cual dirigir la vida. Bendito sea Dios que se ha hecho hombre y desde el principio ha establecido una alianza nupcial, de compromiso de amor, con su pueblo, con su Iglesia. Algo para gustar y ver, no para desentrañar principalmente en razones. Para experimentar y darnos cuenta de que el encuentro con el Dios de Jesucristo llega más allá del pan cotidiano y nutre las entrañas con una alegría y una sensación de plenitud que lo revela como Aquel que estábamos buscando y al cual merece la pena seguir.  

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